Lucio Anneo Séneca - Séneca - Obras Selectas

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Lucio Anneo Séneca fue un filósofo, político, orador y escritor romano conocido por sus obras de carácter moralista. Como escritor, Séneca pasó a la historia como uno de los máximos representantes del estoicismo. Su obra constituye la principal fuente escrita de filosofía estoica que se ha conservado hasta la actualidad.
Este volumen contiene:
De la brevedad de la vida
De la tranquilidad del ánimo
De la ira
De la constancia del sabio
De la clemencia: Libro primero
De la clemencia: Libro segundo
De la vida bienaventurada
De la Divina Providencia
De la pobreza
Consolación a Marcia
Consolación a Helvia
Consolación a Polibio

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XVII

Di esto también, Marcia: «Me dejaría conmover si la suerte de cada uno estuviese en relación con sus costumbres; si el mal no persiguiese nunca a los buenos; pero veo que buenos y malos son indistintamente víctimas de los reveses. Sin embargo, es muy doloroso perder a un joven que se ha educado y que ya era para su madre y para su padre apoyo y honor». Imposible negar que es desgracia cruel, pero humana. Has nacido para perder, para temer y desear la muerte, y lo que es peor, para perecer, para esperar, para inquietar a los otros y para no saber nunca cuál es tu condición.

Si se dijese a uno al partir para Siracusa: «Voy primeramente a darte a conocer todas las incomodidades y satisfacciones de tu próximo viaje; después embárcate. Podrás admirar, en primer lugar, la isla misma, separada de Italia por estrecho canal, cuando consta que antes estuvo unida al continente; pero repentina irrupción del mar

Hesperium Siculo latus abscidit:»

en seguida (porque podrás pasar rozando el insaciable torbellino) verás la fabulosa Caribdis, tranquila mientras no la agita el austro, pero al primer viento fuerte que sopla en aquellas regiones, devorando las naves en sus abiertos y profundos abismos. Verás la fuente Aretusa, celebrada por los poetas, tan limpia y trasparante, derramando fresquísimas aguas, sea que nazcan allí, sea que devuelva un río que, ocultándose debajo de los mares, reaparece libre de toda mezcla con ondas impuras. Verás un puerto, el más tranquilo de cuantos ha formado la naturaleza o construyó la mano del hombre para resguardar las armadas, y tan bien abrigado que no lo alcanza el furor de las tempestades más violentas, Verás dónde se estrelló el poder de Atenas; donde, bajo rocas socavadas hasta profundidades infinitas, tuvieron muchos millares de cautivos las canteras por prisión. Verás la inmensa ciudad, cuyas torres se extienden más lejos que los confines de otras muchas ciudades; en la que los inviernos son tan templados, que no transcurre día sin sol. Pero cuando hayas contemplado todas estas cosas, estío pesado y nocivo emponzoñará los beneficios del cielo de invierno. Allí encontrarás a Dionisio el tirano, verdugo de la libertad, de la justicia, de las leyes; ávido del poder, hasta después de la lecciones de Platón; de la vida, hasta después del destierro: entregará unos a las llamas, otros a las varas: hará decapitar a aquellos por la menor ofensa; llamará a su lecho a los hombres y a las mujeres, y en medio del asqueroso rebaño preparado para las regias intemperancias, le parecerá poco desempeñar dos papeles a la vez. Ya sabes lo que puede atraerte y lo que puede contenerte; parte o quédate». Después de estas advertencias, si alguno dijere que quiere ir a Siracusa, ¿de quién sino de sí mismo podría quejarse, cuando no habría caído en aquella ciudad sino llegado voluntaria y conscientemente a ella?

La naturaleza nos dice a todos: «A nadie engaño: si tú das hijos a luz, podrás tenerlos hermosos, pero también feos: y si por acaso tienes muchos, uno podrá salvar la patria, otro venderla. No desesperes de que lleguen algún día a gozar de tanto favor que nadie, por causa de ellos, se atreva a ofenderte; mas piensa también que de tal manera pueden mancharse, que hasta su nombre sea un ultraje. No es imposible que te presten los últimos honores y que pronuncien tu elogio; y sin embargo, debes estar dispuesta a depositarlos en la pira, niños, hombres o ancianos, porque los años no importan nada, no habiendo funerales que no sean prematuros cuando la madre los acompaña». Después de estas condiciones, convenidas de antemano, si engendras hijos, libras de toda responsabilidad a los dioses, que nada te han prometido.

XVIII

Refiramos a esta imagen la entrada del hombre en la vida. Deliberabas ir a Siracusa; te he demostrado lo que podía deleitarte y disgustarte en el viaje. Supón que se me llama en el día de tu nacimiento para aconsejarte. Vas a entrar en la ciudad común a los dioses y a los hombres, que todo lo abraza sujeto por leyes fijas y eternas, donde en sus revoluciones realizan los astros su infatigable ministerio. Allí verás innumerables estrellas, y ese astro maravilloso que todo lo llena por sí mismo, ese sol cuyo cotidiano curso marca los intervalos del día y de la noche y cuya carrera anual divide igualmente los estíos y los inviernos. Verás la nocturna sucesión de la luna, tomando de los rayos fraternales dulce y templada luz, en tanto oculta, en tanto mostrando al mundo su faz completa, creciendo y decreciendo sucesivamente, y distinta siempre de como era el día anterior. Verás cinco planetas siguiendo diferentes rumbos, y en su contraria marcha resistiendo a la fuerza que arrastra al mundo: de sus menores movimientos depende la fortuna de los pueblos: allí se deciden las cosas más grandes y las más pequeñas según se presenta astro propicio o adverso. Admirarás las nubes amontonadas, las aguas que caen, los oblicuos rayos y el fragor del cielo.

Cuando, saciados con tal espectáculo, se vuelvan tus ojos a la tierra, verán otro orden de cosas y otras maravillas. Aquí inmensas llanuras se extienden hasta lo infinito; allá las nevadas cumbres de soberbias montañas se alzarán hasta las nubes: ríos derramándose por las praderas; otros, partiendo de la misma fuente, van a regar el Oriente y Occidente: sobre las altas cimas mecen sus copas los bosques, y las selvas se extienden con sus rieras y el variado concierto de sus aves. Allá se alzan ciudades diferentemente situadas; naciones separadas por inaccesibles fronteras, retiradas sobre las altas montañas, otras aprisionadas por ríos, lagos, valles y pantanos; allí hay campos cultivados, arbustos fértiles sin cultura, arroyos que corren blandamente por las praderas, bellos golfos, riberas que se ahondan para formar puertos; innumerables islas sembradas por los mares interrumpiendo sus vastas soledades. Allí están las piedras, las brillantes perlas y los torrentes que en su impetuosa carrera arrastran partículas de oro mezcladas con su arena, y esas columnas de fuego que brotan del seno de la tierra hasta en medio de las olas; y el Océano, ese lazo del mundo que se reparte en tres mares para dividir las naciones, y salta sobre su lecho sin freno ni medida. Allí ves las ondas siempre inquietas, moviéndose en la calma de los vientos. Verás animales enormes, que sobrepujan en magnitud a los terrestres; unos cuya pesada masa necesita guía que la dirija; otros ágiles y más rápidos que nave empujada por vigorosos remos; algunos aspirando y lanzando las amargas aguas con gran peligro de los navegantes. Más allá verás naves que van en busca de tierras que no conocen, y nada encontrarás que no haya intentado la audacia humana, testigo a la vez que laborioso asociado de estos grandes esfuerzos. Aprenderás y enseñarás las artes, las que entretienen, las que embellecen y las que dirigen la vida.

Pero también encontrarás mil azotes del cuerpo y del alma, guerras, latrocinios, envenenamientos, naufragios, huracanes, enfermedades, prematura pérdida de los nuestros, y la muerte, tal vez dulce, tal vez llena de dolores y tormentos. Delibera contigo mismo, y pesa bien lo que deseas; una vez entrado en esta ciudad de maravillas, por aquí hay que salir. ¿Responderás que quieres vivir? ¿por qué no? Pero considero que no consientes en la vida, puesto que te quejas de que te quiten algo. Vive, pues, según lo convenido. Pero nadie, dices, nos ha consultado. Nuestros padres consultaron por nosotros; conocían las leyes de la vida y nos engendraron para soportarlas.

XIX

Mas, para venir a los consuelos, veamos primeramente qué males hay que curar, y después, de qué manera. Te hace derramar lágrimas la pérdida de un hijo amado. Pero esta pérdida es tolerable por sí misma. No lloramos a los ausentes mientras viven, a pesar de encontrarnos absolutamente privados de su trato y presencia. La idea es, pues, lo que nos atormenta, y nuestros males no pasan de la medida que les concedemos. El remedio está en nuestra mano. Consideremos los muertos como ausentes, y no nos engañemos a nosotros mismos: les hemos dejado partir, o mejor aún, les hemos hecho partir delante para seguirlos. Todavía lloras, cuando dices: «¡No tengo quien me defienda, quien me liberte de la injuria!». Consuélate; porque si es vergonzoso, no es menos cierto que en nuestra ciudad se gana viendo morir a los hijos más respeto que se pierde. En otro tiempo era ruina del anciano quedar solo; ahora lleva al poder, hasta el punto de que se muestra odio a los hijos, se niegan y se vacían las casas por medio del crimen.

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