Lucio Anneo Séneca - Séneca - Obras Selectas

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Lucio Anneo Séneca fue un filósofo, político, orador y escritor romano conocido por sus obras de carácter moralista. Como escritor, Séneca pasó a la historia como uno de los máximos representantes del estoicismo. Su obra constituye la principal fuente escrita de filosofía estoica que se ha conservado hasta la actualidad.
Este volumen contiene:
De la brevedad de la vida
De la tranquilidad del ánimo
De la ira
De la constancia del sabio
De la clemencia: Libro primero
De la clemencia: Libro segundo
De la vida bienaventurada
De la Divina Providencia
De la pobreza
Consolación a Marcia
Consolación a Helvia
Consolación a Polibio

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IV

No te someto a preceptos sobradamente rígidos; no te digo que soportes inhumanamente los dolores humanos ni vengo a secar los ojos de una madre en el día mismo de los funerales: tomaremos un término medio, y discutiremos «si el dolor debe ser grande o eterno». No dudo que prefieres el ejemplo de Livia Augusta, a la que trataste familiarmente. Esta te llama a su consejo: en el primer arrebato de su dolor, cuando la aflicción es más intensa y más rebelde, impetró el consuelo de Areo, filósofo de su marido, y confiesa que este filósofo hizo mucho por ella, más que el pueblo romano, al que no quería entristecer con su tristeza; más que Augusto, que vacilaba privado de uno de sus apoyos y no debía caer agobiado por el luto de los suyos; más que su hijo Tiberio, cuyo amor la hizo experimentar, después de aquella pérdida cruel y deplorable para las naciones, que no le faltaba de sus hijos mas que el número. Imagino yo que ante una mujer tan celosa por conservar la fama, debió el filósofo comenzar diciendo: «Hasta hoy, Livia (al menos en cuanto puedo saberlo yo, que soy asiduo compañero de tu esposo, enterado por él, no solamente de lo que de público se dice, sino que también de los movimientos más secretos de vuestra alma), has cuidado de que no se encontrase en ti nada reprensible. Tanto en los asuntos más graves como en los más ligeros, has tenido presente no hacer nada por lo cual quisieses que la fama, ese, juez libérrimo de los príncipes, te concediese perdón. Y por mi parte también, nada considero mejor, cuando se ocupa el rango supremo, que otorgar muchas mercedes y no recibirlas de nadie. En la ocasión presente debes mostrarte fiel a tus principios, y no debes llegar a donde algún día no quisieras haber llegado».

V

«Te ruego y suplico además no te hagas difícil e intratable para tus amigos. No debes ignorar que ni uno de ellos sabe cómo comportarse contigo; si alguna vez han de hablar en presencia tuya de Druso, o callar, cuando olvidar su nombre es ultraje para aquel esclarecido joven, y pronunciarlo lo es para ti. Cuando después de retirarnos de tu lado nos encontramos solos, tributamos los homenajes debidos a sus memorables acciones y palabras: delante de ti guardamos profundo silencio, relativamente a él. De esta manera careces del goce más grande, del elogio de tu hijo, del que, si fuese posible, no dudo quisieras a costa de tu vida prolongar su gloria en la posteridad. Así, pues, permite y hasta provoca las conversaciones en que te hablen de él; presta atento oído a su nombre, a su memoria; que no te pese esto, como a tantas otras que creen en tales quebrantos que es parte de la desgracia escuchar consuelos. Hasta ahora te has apoyado completamente sobre la parte dolorida, y olvidando lo mejor, sólo has considerado tu fortuna por su lado más triste. En vez de recordar los días felices pasados con tu hijo, el encanto de sus expansiones, la dulzura de sus caricias infantiles, sus adelantos en las letras, te complaces en ver las cosas bajo su aspecto más doloroso; y como si no fuesen bastante horribles por sí mismas, las oscureces cuanto puedes. Ruégote no tengas la depravada ambición de considerarte la más desgraciada de las mujeres. Considera al mismo tiempo que no existe verdadera grandeza al mostrar valor en la prosperidad, cuando la vida se desliza por cómodo sendero. Mar tranquilo y viento favorable, no revelan la habilidad del piloto: necesarios son los reveses para que se pruebe la fortaleza del ánimo. No cedas, pues, antes bien, resiste con firmeza y sin retroceder; y por grave que sea el peso que ha caído sobre ti, sopórtale: que el primer ruido solamente te haya asustado. Nada contraría tanto a la fortuna como la igualdad de ánimo».

Después de esto le mostraría incólume un hijo y los nietos que le dejaba el que había perdido.

VI

Areo ha defendido tu causa, oh Marcia; cambia los nombres, y tú eres a quien ha consolado. Pero supón que se te ha arrebatado más de lo que se arrebató jamás a otra madre (no te adulo, sin duda, ni atenúo tu desgracia): si los hados se ablandan con lágrimas, lloremos los dos; trascurran nuestros días en el duelo; que la tristeza ocupe nuestras noches sin sueño; rasguemos con nuestras propias manos nuestro ensangrentado pecho, y golpeémonos el rostro; que esta provechosa desesperación se ejerza en todo linaje de crueldades. Pero si no hay lágrimas que puedan devolver la vida a los que murieron, si el destino irrevocablemente fijado para la eternidad permanece inmutable ante toda aflicción, y la muerte conserva todo lo que arrebató, cese nuestro dolor, puesto que es inútil. Necesario es gobernar de manera que esta borrasca no nos arroje al través. Torpe es el piloto al que las olas arrebatan el timón, cuando abandona las flotantes velas y entrega la nave a la tempestad; pero debe alabarse a aquel que, en el naufragio mismo, se hunde empuñando la barra y firme en su puesto.

VII

«Pero es natural llorar a los propios». ¿Quién lo niega cuando se hace con moderación? La ausencia, y con mayor razón la muerte de los que nos son más queridos, es necesariamente cosa cruel y oprime hasta el ánimo más firme; pero la preocupación nos lleva más lejos de lo que manda la naturaleza. Considera cuán vehementes son los sentimientos en los animales, y sin embargo cuán cortos. Solamente uno o dos días se oyen los mugidos de las vacas: la carrera vaga y loca de los caballos no dura mucho tiempo. Cuando la fiera ha vuelto algunas veces a su guarida despoblada por el cazador, y siguiendo los rastros de sus cachorros, ha recorrido el bosque, en muy poco tiempo extingue su rabia. Las aves lanzan agudos gritos alrededor de su despojado nido, y pocos momentos después se calman y emprenden el acostumbrado vuelo. Ningún animal lamenta por mucho tiempo la pérdida de sus hijos, si no es el hombre, que ayuda a su dolor, no siendo su aflicción como la experimenta, sino como se la propone. Demuestra lo poco natural que es ceder al dolor el hecho de que la misma pérdida apena más a las mujeres que a los hombres; a los bárbaros más que a los pueblos de costumbres dulces y civilizadas; a los ignorantes más que a los instruidos. Ahora bien; lo que debe su fuerza a la naturaleza, la conserva igual en todos los seres, siguiéndose de esto que lo vario no es natural. El fuego quemará a todos, en toda edad, de toda ciudad, tanto a los hombres como a las mujeres: el hierro tendrá sobre todos los cuerpos su propiedad de cortar. ¿Por qué? porque la ha recibido de la naturaleza, que no exceptúa a nadie. Pero la pobreza, el luto, la ambición impresionan diversamente a unos y a otros, según influye en ellos la costumbre, haciéndonos débiles y cobardes haber creído de antemano terrible lo que no debía asustarnos.

VIII

Además, lo que es natural no decrece por la duración, y el tiempo agota el dolor. Por obstinado que sea, por mucho que aumente de día en día, aunque se subleve contra todo remedio, el tiempo, tan eficaz para domar hasta los instintos más feroces, conseguirá mitigarlo. Quédate todavía, oh Marcia, un pesar profundo que parece haber formado callo en tu alma, y que al perder su primitivo brío, se ha trocado en más tenaz e insistente: sin embargo, tal como es, los años te lo arrancarán poco a poco. Cuantas veces ocupen tu ánimo otros cuidados, descansará; pero ahora vigilas tú sobre ti misma, y es muy diferente permitirse o imponerse el pesar. ¿No convendría mucho más a la delicadeza de tus costumbres fijar antes que esperar el término de tu dolor y no prolongarlo hasta el día en que, a pesar tuyo, ha de cesar? Renuncia tú misma a él.

IX

«¿De dónde procede tanta perseverancia en llorar a los nuestros si no la impone la naturaleza?» De que no previendo jamás el mal hasta que cae sobre nosotros, como si tuviésemos el privilegio de entrar en vida diferente y más segura, no nos advierten las desgracias ajenas que nos son comunes con ellos. Muchos funerales pasan por delante de nuestra casa y no pensamos en la muerte; muchos fallecimientos prematuros vemos, y solamente nos preocupa la toga de nuestros hijos, sus servicios en los campamentos, el caudal que les dejaremos en herencia: la repentina pobreza de muchos ricos salta a nuestra vista, y nunca se nos ocurre que nuestros bienes, como los suyos, se encuentran sobre pendiente resbaladiza. Necesariamente caemos de más alto, si se nos hiere como de improviso. Cuando desde mucho antes está prevista la desgracia, sus golpes llegan más embotados. ¿Quieres saber que te encuentras expuesta a todos los golpes y que los dardos que han herido a los demás vibran en derredor tuyo? Supón que escalas sin armas una muralla, un fuerte ocupado por muchos enemigos y de rudo acceso: espera la muerte, y piensa que esas piedras, esas flechas y esos dardos que vuelan sobre tu cabeza los lanzan contra ti, siempre que caen a tus lados o a tu espalda: exclama entonces: «No me engañarás, fortuna; no me oprimirás considerándome yo segura o estando descuidada. Sé lo que me preparas: hieres a otro, pero te dirigías a mí». ¿Quién ha considerado jamás sus bienes como si fuese a morir? ¿Cuál de nosotros ha pensado nunca en el destierro, en el luto o la pobreza? ¿Quién, advertido para pensar en esto, no ha rechazado muy lejos tan siniestro augurio y deseado cayese sobre la cabeza de sus enemigos o del importuno consejero? «¡No creía que sucediese!» ¿Y por qué no habías de creerlo, cuando sabes que puede suceder frecuentemente, cuando ves que frecuentemente sucede? Oye este hermoso verso de Publio, que no debe olvidarse:

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