Lucio Anneo Séneca - Séneca - Obras Selectas

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Lucio Anneo Séneca fue un filósofo, político, orador y escritor romano conocido por sus obras de carácter moralista. Como escritor, Séneca pasó a la historia como uno de los máximos representantes del estoicismo. Su obra constituye la principal fuente escrita de filosofía estoica que se ha conservado hasta la actualidad.
Este volumen contiene:
De la brevedad de la vida
De la tranquilidad del ánimo
De la ira
De la constancia del sabio
De la clemencia: Libro primero
De la clemencia: Libro segundo
De la vida bienaventurada
De la Divina Providencia
De la pobreza
Consolación a Marcia
Consolación a Helvia
Consolación a Polibio

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XIII

No deben los Griegos admirar tanto a aquel padre que, en medio de un sacrificio, al saber la muerte de su hijo, se limitó a mandar callar al flautista, y quitándose la corona de la cabeza, terminó ordenadamente la ceremonia. Así lo hizo el pontífice Pulvilo cuando, al pisar el umbral del Capitolio que iba a consagrar, supo la muerte de su hijo. Fingiendo no haber oído, pronunció las palabras solemnes de la fórmula pontificia sin que un solo gemido interrumpiera la plegaria: oía el nombre de su hijo, e invocaba a Júpiter propicio. Comprenderás que su duelo había de tener término, puesto que el primer impulso, el primer arrebato del dolor, no pudo separar a aquel, padre de los altares públicos, ni de aquella invocación al dios tutelar. Digno era a fe mía de aquella memorable dedicación, digno de aquel sacerdocio supremo, quien no cesó de adorar a los dioses ni cuando se mostraban irritados contra él. De regreso a su casa, sus ojos lloraron y su pecho lanzó algunos gemidos; pero después de tributar los honores acostumbrados a los difuntos, recobró el semblante que tenía en el Capitolio. Paulo, por los mismos días de aquel nobilísimo triunfo en que llevaba encadenado detrás de su carro a Persio, aquel rey tan famoso, dio dos hijos en adopción, y vio morir a los que se había reservado. ¡Considera cuánto valdrían los que había conservado, cuando uno de los cedidos era Scipión! No sin conmoverse vio el pueblo romano vacío el carro de Paulo; sin embargo, éste arengó a la multitud, y dio gracias a los dioses por haber escuchado sus votos. Porque había rogado al cielo que si la celosa fortuna pedía algo por tan brillante victoria, se le pagase antes a sus expensas que a las del pueblo. ¿Y a quién podía conmover más aquel cambio? A la vez perdió sus consoladores y sus apoyos, y sin embargo, Persio no consiguió ver entristecido a Paulo.

XIV

¿Te pasearé ahora entre innumerables ejemplos de grandes hombres para buscar desgraciados, como si no fuera más difícil buscar dichosos? ¿Cuántas casas se han conservado intactas hasta el fin en todas sus partes y sin ningún deterioro? Considera un año cualquiera, cita los cónsules: elige si quieres a M. Bibulo y a César; verás entre dos colegas profundamente enemistados una misma fortuna. Bibulo, varón más honrado que animoso, vio muertos a la vez sus dos hijos después de haber servido de pasto a la brutalidad de los soldados egipcios, para que no tuviese que llorar menos por aquella pérdida que por los matadores. Y sin embargo, aquel Bibulo que durante el año de su consulado, para hacer odioso a su colega, se había mantenido encerrado en su casa, salió a la mañana siguiente del anuncio de aquel doble quebranto, para desempeñar como de ordinario sus funciones públicas. ¿Podía dar menos de un día a sus dos hijos? ¡Tan pronto cesó de llorar a sus hijos el que no había cesado en un año de llorar su consulado! En el tiempo en que C. César recorría la Bretaña y ni el mismo Océano podía limitar su fortuna, supo la muerte de su hija que se llevaba consigo los destinos de Roma. Ya se presentaba a su vista Cn. Pompeyo, soportando difícilmente en la república un rival tan glorioso y queriendo poner término a triunfos que le pesaban hasta cuando participaba de sus resultados: sin embargo, pasados tres días, volvió a encargarse de los cuidados del mando, y triunfó de su dolor tan pronto como triunfaba de todo.

XV

¿Te citare otros quebrantos en la familia de los Césares, a la que creo ultraja de tiempo en tiempo la fortuna para que, hasta en sus desgracias, sea útil al género humano, demostrándole que ellos mismos, reputados hijos de los dioses, y muy pronto padres de dioses nuevos, no tienen en sus manos su propia suerte como tienen la del mundo? Habiendo perdido el divino Augusto a sus hijos y nietos, viendo extinguida la multitud cesárea, llenó por medio de la adopción su casa vacía. Soportó sin embargo con resignación aquellos reveses, como si se tratase ya de causa propia, estando profundamente interesado en que nadie se quejase de los dioses. Tiberio César perdió a su propio hijo y a su hijo de adopción; sin embargo, él mismo hizo en los rostros el elogio del segundo, y de pie, delante del cadáver, del que solamente le separaba el velo que debe ocultar a los ojos del pontífice la imagen de la muerte, cuando lloraba el pueblo romano, él no volvió el semblante: así demostró a Seyano, que estaba a su lado, con cuánta resignación podía perder a los suyos.

Ya ves cuán numerosos son los grandes hombres que no respetaron la suerte ante la que todo cede, a pesar de todas las cualidades de su alma, a pesar de tanto brillo y grandezas tantas públicas y privadas. Así también corre en el orbe el huracán, destruye y devasta ciegamente, como encontrándose en su dominio. Llama a cada uno a rendir cuentas: ninguno ha nacido impunemente.

XVI

Sé lo que me dirás: «Has olvidado que consuelas a una mujer; solamente citas ejemplos de hombres». Pero ¿quién osará decir que la naturaleza ha tratado con poca generosidad el corazón de las mujeres y limitado las virtudes para ellas? Tan fuertes son como nosotros, créeme; tan capaces de acciones honestas, si les agrada: con la costumbre, soportan lo mismo que nosotros el trabajo y el dolor. ¿En qué ciudad, oh dioses, estoy hablando? En la que Lucrecia y Bruto derribaron los reyes que pesaban sobre las cabezas romanas: Bruto, a quien debemos la libertad; Lucrecia, a la que debemos Bruto. Aquí donde Clelia, despreciando el enemigo y el río, mereció por su insigne audacia que se la colocara por encima de los hombres. Sentada sobre su corcel de bronce, en la vía sagrada, paraje celebérrimo, Clelia reprueba a nuestros jóvenes montados en su litera, que entren así en una ciudad en la que hasta a las mujeres hemos dado caballo. Si quieres que te cite ejemplos de mujeres valerosas en sus quebrantos, no iré a preguntar de puerta en puerta: en una sola familia te mostraré a las dos Cornelias: hija la primera de Scipión, madre de los Gracos, ésta tuvo doce hijos y vio pasar otros tantos funerales. Y si se dice que no debió costarle mucho mostrar fuerzas en cuanto a aquellos que ni por su nacimiento ni por su muerte conmovieron a la ciudad, observaremos que vio a Tiberio Graco y a Cayo, a los que si se niega que fueron buenos, no se negará que fueron grandes, muertos y privados de sepultura: y sin embargo, a los que la consolaban y compadecían su desgracia, contestó: «Nunca cesaré de llamarme dichosa por haber dado vida a los Gracos». Cornelia, esposa de Livio Druso, había perdido a su hijo, joven ilustre, de noble ingenio, que seguía las huellas de los Gracos, y que antes de aprobarse tantas leyes propuestas, fue asesinado en sus mismos penates, sin que nunca se haya sabido quién fue el autor del homicidio: sin embargo, aquella madre opuso a la muerte cruel e inesperada del hijo tanta energía cuanta tuvo él para proponer las leyes.

Reconciliada te encuentras ya con la fortuna, oh Marcia, puesto que hirió a los Scipiones y a las madres de los Scipiones, puesto que lanzó contra los Césares los dardos que también ha lanzado contra ti. Llena e infestada de muchos males está la vida, con los que no puede haber larga paz, y apenas tregua. Eras madre de cuatro hijos, oh Marcia, y dícese que ninguna flecha deja de herir cuando se lanza contra apretadas filas. ¿Es acaso sorprendente que familia tan numerosa no haya podido seguir en la vida sin provocar los envidiosos reveses de la suerte? «Pero la fortuna es tanto más injusta, cuanto que no solamente ha arrebatado, sino elegido mis hijos». No, jamás podrás considerar injusto que el más fuerte tenga igual suerte que el más débil: dos hijas te ha dejado, y de estas hijas dos nietos; y ese mismo hijo que tan amargamente lloras, olvidada del primero: no te los ha arrebatado por completo. Dos hijas te quedan de él, carga pesada si desfalleces, y si no, poderoso consuelo. La fortuna te las ha dado para que, al contemplarlas, recuerdes a tu hijo, no tu dolor. Cuando el campesino ve caer al suelo sus árboles arrancados por el viento o tronchados al repentino choque del torbellino, cuida atentamente los retoños que quedan: con plantas o semillas reemplaza los árboles que ha perdido, y en un momento (porque el tiempo no es menos rápido y veloz para reparar que para destruir) los retoños crecen más vigorosos que los primeros. Reemplaza a tu Mitilio con esas hijas, y llena así el vacío de tu casa. Alivia un dolor solo con este doble consuelo. Natural es a los mortales no encontrar nada que les agrade como lo que han perdido, y que el sentimiento de lo que hemos perdido nos haga injustos con lo que nos queda; pero si quieres apreciar cuánto te favorece la fortuna hasta al maltratarte, comprenderás que posees aún más que consuelos. Mira en derredor tuyo tantos nietos y dos hijas.

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