Lucio Anneo Séneca - Séneca - Obras Selectas
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Este volumen contiene:
De la brevedad de la vida
De la tranquilidad del ánimo
De la ira
De la constancia del sabio
De la clemencia: Libro primero
De la clemencia: Libro segundo
De la vida bienaventurada
De la Divina Providencia
De la pobreza
Consolación a Marcia
Consolación a Helvia
Consolación a Polibio
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Cuivis potest accidere, quod cuiquara potest.
Aquél perdió a sus hijos y tú también puedes perderlos. Aquél fue condenado, tú puedes serlo también, a pesar de tu inocencia. Éste es el error que nos ciega y afemina: sufrimos lo que nunca habíamos previsto que debíamos sufrir. El que mira a los males futuros, quita su fuerza a los presentes.
X
Todas las cosas, oh Marcia, que nos rodean de pasajero brillo, lujo, honores, riquezas, inmensos pórticos, vestíbulos llenos de clientes a los que se rechaza, esposa ilustre, noble, bella, y los demás bienes que proceden de incierta e inconstante fortuna, solamente son aparato ajeno que nos presta: nada de esto nos da en propiedad: la escena está adornada con decoraciones prestadas que han de devolverse a sus dueños. Hoy se nos quitarán unas, mañana otras y pocas quedarán hasta el fin. Así, pues, no nos envanezcamos como si nos encontrásemos entre cosas nuestras; solamente las tenemos prestadas. No tenemos más que el usufructo; la fortuna limita a su voluntad la duración de sus beneficios: dispuestos debemos estar siempre a devolver lo que se nos dio por tiempo incierto, y a restituir sin murmurar a la primera petición. Pésimo deudor es el que insulta a su acreedor. Así, pues, a todos los nuestros, y aquellos a quienes, por el orden natural, deseamos supervivencia, como también a los demás cuyo legítimo deseo es precedernos en la tumba, debemos amarlos en el concepto de que nada nos promete su eternidad, ni siquiera la duración de sus vidas. Advierte a tu corazón que les ame en la inteligencia de que ha de perderlos, más aún, de que los pierde: que posea los dones de la fortuna como bienes sobre los que se ha reservado todos los derechos el señor. Apresúrate a gozar de tus hijos, y recíprocamente, haz que ellos gocen de ti; apura sin dilación toda tu felicidad: nada le asegura el día presente; pongo término muy largo; nada te asegura de esta hora. Necesario es apresurarse; la muerte viene detrás; pronto desaparecerá todo este entusiasmo; muy pronto, al primer grito de alarma plegarán tu tienda. Todo lo de aquí es presa. ¡Desgraciados! ¿ignoráis que vivís huyendo?
Cuando te quejas de la muerte de tu hijo, acusas al día de su nacimiento, porque al nacer se le notificó la muerte. Con esta condición se te dio, y el destino le persigue desde que quedó concebido en tu seno. Somos súbditos de la fortuna, reina cruel, inexorable, que nos impone a su capricho lo justo y lo injusto. Nuestros cuerpos serán juguete de su tiranía, de sus ultrajes y crueldades: a unos les quemará como castigo o como remedio; a otros les encadenará y entregará a sus enemigos o a sus conciudadanos; a éstos, desnudos y rodando en los movibles mares, después de luchar con las olas, ni siquiera les arrojará a la arena o a la playa, sino que les alojará en el vientre de algún animal inmenso; a aquellos, después de extenuarles con toda clase de enfermedades, les tendrá largo tiempo suspendidos entre la vida y la muerte. Caprichosa, tornadiza, poco cuidadosa de sus esclavas, distribuirá al azar castigos y recompensas.¿Por qué llorar esa parte de la vida? llorarse debe la vida entera. Nuevas desgracias caerán sobre ti antes de que hayas satisfecho a las antiguas. Moderad, pues, vuestra aflicción, mujeres agobiadas por tantos males: el pecho humano ha de repartirse entre muchos temores y muchos sufrimientos.
XI
Y en último caso, ¿por qué olvidas tanto tu condición como la general? Nacida mortal, has concebido mortales: ser corruptible y perecedero, sujeto a tantos accidentes y enfermedades, ¿esperabas que tu frágil materia engendrase la fuerza y la inmortalidad? Tu hijo ha muerto, es decir, ha llegado al término a que caminan todas las cosas, en tu opinión más dichosas que el fruto de tus entrañas. Allí se encamina con paso igual toda esa multitud que ves pleitear en el foro, sentarse en los teatros y orar en los templos. Y los que adoras y los que desprecias, no serán más que una misma ceniza. Este manda aquella voz que se atribuye al oráculo pythiano: Conócete. ¿Qué es el hombre? Vaso quebrantado, cosa frágil. No se necesita terrible tempestad, una ola basta para destruirlo; al primer choque quedará deshecho. ¿Qué es el hombre? Un cuerpo endeble, débil, desnudo, sin defensa natural, que mendiga el auxilio ajeno, blanco de todos los ultrajes de la naturaleza; que, a pesar de los esfuerzos de sus brazos, es pasto de la primera fiera, es víctima de cualquier enemigo; formado de materia blanda y fluida, que solamente tiene brillantez en el exterior; indefenso contra el frío, el calor, la fatiga, y en quien la inercia engendra la corrupción; temiendo a sus alimentos, cuya falta o exceso le matan; de ansiosa y aflictiva conservación, aliento precario, que no puede resistir, que se ahoga por repentino pavor o por inesperado ruido que hiere sus oídos; en fin, que para alimentarse, se destruye, se devora a sí mismo. ¿Podrá extrañarnos la muerte de un hombre cuando todos necesariamente han de morir? ¿Acaso se necesita mucho para destruirlo? Un olor, un sabor, el cansancio, la vigilia, los humores, la comida, todo lo que necesita para vivir, le es mortal. Cualquier movimiento le revela en seguida su debilidad: no puede soportar todos los climas; un cambio de aguas, un soplo desacostumbrado del aire, la cosa más pequeña basta para que enferme; ser de barro y corrupción, entra llorando en la vida, y sin embargo, ¿cuánto tumulto promueve este despreciable animal? ¿a cuántos ambiciosos pensamientos no le impulsa el olvido de su condición? Lo inmortal e infinito ocupan su mente, ordena el porvenir de sus nietos y biznietos, y en medio de sus proyectos para la eternidad, le hiere la muerte, siendo carrera de muy pocos años lo que se llama vejez.
XII
Tu dolor, oh Marcia, en el caso de que raciocine, ¿tiene por objeto tu desgracia o la de tu hijo, que ya no existe? ¿Lo que te aflige en esa pérdida, es que no has gozado de tu hijo, o bien que podías gozar más si se hubiese prolongado su vida? Si dices que no has recibido de él goce alguno, haces más soportable tu desgracia, porque se lamenta menos la pérdida de lo que no ha ocasionado placer ni felicidad. Si confiesas que has experimentado grandes regocijos, no debes quejarte de los que te han arrebatado, sino agradecer los que has recibido. Su educación misma te ha pagado suficientemente tus trabajos: si los que con tanto cuidado alimentan perros, pájaros o cualquier otro animal con los que gozan sus frívolos espíritus, experimentan cierto placer al verlos, al tocarlos, al recibir sus mudas caricias, es indudable que para los que crían hijos, la educación recibe recompensa en la educación misma. Así, pues, aunque sus conocimientos no te hubiesen producido y nada te conservase su cuidado, aunque su inteligencia nada te hubiera adquirido, haberlo poseído, haberlo amado, es bastante recompensa. «¡Podía, sin embargo, ser mayor y más duradera!» Siempre resultarás más gananciosa que si no hubieses conseguido ninguna: porque si se nos concediese elegir entre ser dichosos por poco tiempo y no serlo jamás, preferiríamos sin duda una felicidad pasajera a no disfrutar ninguna. ¿Hubieses preferido un vástago indigno, que solamente hubiera ocupado el puesto de hijo, que solamente hubiera llevado su nombre, en vez de uno excelente como lo fue el tuyo? ¡Tan joven y tan distinguido por su amor filial, esposo en seguida, en seguida padre, tan cuidadosamente ocupado desde luego en el cumplimiento de su deberes, tan pronto revestido con el sacerdocio; todos los honores conseguidos en tan corto tiempo!
Generalmente nadie obtiene a la vez bienes grandes y duraderos; la felicidad que permanece hasta el fin, es la que llega lentamente. Los dioses inmortales que te daban tu hijo para poco tiempo, te lo dieron desde luego tal como pudieran haberlo formado muchos años. Tampoco puedes decir que los dioses te hayan elegido para privarte de los goces maternales. Recorre con la vista la multitud de los conocidos y desconocidos: en todas partes encontrarás aflicciones más terribles. Han caído sobre los grandes capitanes, sobre los príncipes; ni la fábula dejó inmunes a sus dioses, y creo fue para consolarnos en nuestros quebrantos al ver que sucumbían también los hijos de las divinidades. Mira bien, repito, a todos lados: no citarás ni una casa tan desgraciada, que no encuentre consuelo en otra casa más desgraciada todavía. Y a fe mía que no pienso mal de tus sentimientos, al creer que debes soportar con más paciencia tu infortunio si te presento considerable número de afligidos: mal consuelo es el que se busca en la multitud de desgraciados. Citaré, sin embargo, no para demostrarte que los quebrantos son habituales en los hombres, porque sería ridículo buscar pruebas de la mortalidad; sino para convencerte de que hubo muchos que suavizaron sus penas soportándolas con calma. Comenzaré por el más feliz. L. Sila perdió a su hijo, y esta pérdida no abatió ni su ardor bélico ni la cruel energía que demostró contra los enemigos y los ciudadanos, ni hizo suponer que había adoptado el dictado de feliz en vida de su hijo y no después de su muerte. No temía ni el odio de los hombres, cuyos males procedían de su excesiva fortuna, ni la ira de los dioses, para los que era crimen haber hecho dichoso a Sila. Pero dejemos entre las cosas no juzgadas aún qué hombre fue Sila: sus mismos enemigos confesaron que empuñó oportunamente las armas y las dejó con oportunidad; queda por lo menos demostrado lo que queríamos probar, esto es, que no es considerable el mal que cae hasta sobre los más afortunados.
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