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Andrés
Nos rescató, nos limpió, nos dio una casa y un nombre. Fuimos adoptados por un Dios maravilloso.
Por Mauricio Alarcón
El auto se detuvo frente a una casa de muros blancos, muchas ventanas y con lo que parecía la selección exacta de plantas ornamentales que, con su peculiar variedad de colores, le daban un toque de sencillez, alegría y elegancia.
Esa primera imagen impactó a Andrés de tal forma, que descendió del auto lentamente y sin quitar la vista de la casa. Sus ojos estaban tan abiertos como más no podrían abrirse. Su rostro, iluminado por la hermosa imagen de esa, su nueva casa. No podía disimular la grata sorpresa que se había llevado. En esos momentos, Andrés no escuchaba las voces de Iván y Paty preguntándole: “¿Te gusta tu nueva casa? ¡Andrés!, ¿Te gusta?”.
Andrés tardó unos minutos en poder reaccionar. Estaba realmente impresionado por su nueva casa. Cuando por fin logró regresar de su asombro, giró su cabeza hacia Iván y Paty, quienes, tomados de la mano, veían emocionados la expresión de Andrés, mientras le invitaban a caminar delante para entrar a la casa. Recorrieron sin prisa el endosado que cruzaba el jardín frontal. Ocasionalmente, Andrés se detenía en alguna planta para tocarla y comprobar que esos vivos colores no eran producto de un creativo truco de algún pintor. Finalmente, Iván, Paty y Andrés entraron a la casa.
Las negras cejas de Andrés se elevaron, formando un par de arcos que enmarcaban el brillo en sus ojos cafés. La luz que entraba por las ventanas, la decoración de la casa y un olor peculiar, desconocido, dejó sin aliento al pequeño Andrés, un niño de apenas once años de edad, que no podía creer lo que estaba viendo. Caminaba con prisa de un lado a otro de la casa, descubriendo cada habitación, cada rincón, cada mueble, cada detalle. Eventualmente, Andrés se detenía y levantaba la barbilla para dirigir su nariz y olfato hacia un lugar específico. Y es que, lo que causaba que Andrés recorriera toda la casa, era ese peculiar olor: quería encontrar de dónde provenía, o cuál era su origen.
Cuando hubo recorrido toda la casa, se dio por vencido y se volvió a Iván y Paty, para preguntar: “¿Qué es ese olor? ¿Por qué huele así está casa?”, preguntas que tomaron por sorpresa a Iván y Paty, quienes se miraron uno al otro con cierto desconcierto. Iván, con su característica calma y soltando la mano de Paty, se inclinó hasta llevar su cara a la misma altura que la cara de Andrés, y respondió con otra pregunta:
- ¿A qué olor te refieres? ¿Hueles algo desagradable?
- No - respondió Andrés - No es desagradable. Al contrario, es algo… algo bueno. Huele mejor que el pan recién salido del horno de la panadería; huele mejor que esta ropa nueva que me han regalado. No sé qué sea.
Iván entendió de inmediato. Mirando a Paty, le guiñó un ojo, y apoyando una rodilla en el suelo, tomó a Andrés de los hombros y le dijo:
- ¡Ah! Ya sé a qué te refieres. Ese olor que percibes - dijo Iván - es el olor al hogar.
- ¿Hogar? - preguntó Andrés.
- Si, el olor de nuestro hogar. Cada casa tiene un particular olor, generado por la suma de muchas cosas. Por ejemplo: los muebles, las plantas que hay en ella, y especialmente, por los sentimientos de las personas, como el amor y la alegría.
- En esta casa - continuó Iván - hay un olor especial para ti, y tú lo percibes porque es el olor que sale de nuestro amor por ti, y de la alegría de tenerte aquí, en esta, tu nueva casa, con nosotros.
- Entonces, ¿esta casa siempre va a tener este olor? - preguntó Andrés.
- Sí, siempre - respondió Iván - Lo importante es que sepas que este olor, es el que te estará esperando cuando regreses de la escuela, y cuando regreses de ver a tus amigos. Es el mismo que me espera a mi cuando regreso de trabajar. Es el mismo que recibe a Paty cuando regresa de las compras, el mismo olor que nos esperará cuando regresemos de la iglesia o de un paseo.
Andrés estaba maravillado con las palabras de Iván. ¿Cómo podía ser posible que una casa tuviera olor a alegría? ¿O que hubiese olor procedente del amor? ¿Sería cierto lo que Iván le había dicho?
Andrés se quedó en silencio, pensando en aquellas palabras de Iván.
- ¿Quieres saber cuál será tu habitación? - preguntó Iván.
- ¡Sí! - respondió Andrés.
Iván tomó de la mano a Andrés, y lo condujo hasta la habitación que sería su dormitorio. Tenía vista al hermoso jardín trasero de la casa. Cuando Andrés vio que solo había una cama, preguntó, extrañado:
- ¿Aquí dormiré yo solo?
- Así es jovencito - respondió Iván - Esta habitación es para ti.
- ¿Solo para mí? ¿No habrá alguien más?
- No, nadie más. - aseguró Iván. ¿Esperabas que hubiera alguien más en tu habitación?
- No. Bueno, sí. En realidad, no lo sé. Lo que sucede es que… ¡nunca he tenido una habitación para mí solo!
Un duro pasado
Andrés empezó a sollozar. La emoción de haber arribado a una nueva casa, percibir el olor al hogar, y ahora tener una habitación solamente para él, era demasiado. Y es que Andrés era un niño que había sido abandonado en sus primeros años de vida por unos jóvenes padres, quienes, al haber dado lugar a las pasiones, se encontraron con un embarazo no deseado.
Los padres biológicos de Andrés se esforzaron medianamente por hacer frente a las responsabilidades de manutención de su hijo, pero todo se complicó. Pleitos, celos, desempleo, hambre, irresponsabilidades y maltratos, provocaron que tomaran lo que ellos consideraron “la mejor decisión”: Abandonar a Andrés debajo de uno de los tantos puentes vehiculares de la ciudad, sabiendo que ahí podría ser encontrado por la policía, o por algún transeúnte, o en el peor de los casos, por algún vagabundo que, seguramente, le compartiría un pedazo de pan.
Andrés fue encontrado primero por una pareja de borrachos y vagabundos. Estos pensaron que, haber encontrado a ese niño, era como haberse encontrado un tesoro, ya que con él en brazos podrían pedir dinero. Seguramente muchas personas serían conmovidas a dar, y entonces ellos tendrían mayores ingresos. Con eso en mente, esos vividores usaron a Andrés como herramienta de ganancias.
Cuando Andrés tenía seis años, lo obligaban a trabajar pidiendo limosna en los semáforos de la ciudad. Hasta que un día, personas del gobierno local se percataron de la explotación de que era objeto Andrés, y lo llevaron a un orfanato donde, supuestamente, tendría convivencia con niños de su edad. Se suponía que recibiría mejor alimentación y educación.
Tristemente, esa institución no era capaz de albergar tantos niños en situación de calle. Había demasiadas carencias presupuestales para hacer frente a todas las necesidades. Esta falta de dinero terminaba por ahogar las buenas intenciones de la institución y de las voluntarias que en algún momento se sumaban al proyecto, hasta que desertaban y abandonaban la institución. Una de esas voluntarias había sido Paty, quien pronto se enamoró de Andrés.
La adopción
Así es que, habiendo hablado con Iván, su esposo, decidieron iniciar el proceso de adopción. Una vez terminado todo el papeleo, y cuando por fin se declaró la legal paternidad de Iván y Paty sobre Andrés, ellos tomaron ropa de la que habían comprado para el pequeño y fueron al orfanato, para llevarlo a su casa nueva.
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