Michelle Gonzalez - Antología 10 - Planes divinos
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Pensábamos que no había nada de qué preocuparse. Un mes después, seguros de que yo ya estaba sano, mis padres decidieron volver a hacer una tomografía para confirmar médicamente esta sanidad. Pero para nuestra sorpresa, el resultado no había cambiado, el cáncer seguía ahí. Las alarmas se volvieron a encender, y ya no podíamos quedarnos quietos. Días después, volvieron los mismos dolores de cabeza, mucho más intensos. Eso causó un gran temor en nosotros. Fue ahí donde no solo la desesperación, sino también la confusión, se apoderaron de nuestras vidas. ¿Acaso Dios no había hecho un milagro?
A pesar de todo esto, no podía quedarme neutral. Tenía que tomar una decisión. Solo había dos caminos: me enojaba con Dios, me amargaba y abandonaba mi fe; o decidía soltar el control, confiar en Él, y dejar que se haga Su voluntad. Salmos 39:7 dice: “Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en ti”.
Este es el gran dilema del ser humano. Todo está bien en la vida, hasta que uno pierde el control sobre algo que valora. Mientras más alto es el valor de algo que perdemos, más nos damos cuenta de que somos seres finitos y limitados, y creo que el clímax de esta escala sucede cuando uno está a punto de perder lo que más valor tiene: el control de su propia vida.
Creo que estas experiencias cercanas a la muerte son uno de los recordatorios más grandes de que somos muy frágiles. Apenas un pestañeo es suficiente, y la vida puede cambiar drásticamente, pasando de tener un gran futuro por delante, a tener que lidiar con una enfermedad tan desesperanzadora. Me di cuenta por primera vez, que la muerte era una posibilidad.
En ese ínterin, fuimos a Buenos Aires para buscar ayuda médica. Los estudios demostraron que el cáncer ya se había infiltrado a la sangre, es decir que no solo tenía un linfoma en la cabeza, sino que también tenía leucemia. El panorama se hacía más complicado, pero todo estaba por cambiar…
Una gran decisión: poner toda la confianza en el Señor
Comencé el tratamiento el 2 de octubre de 2017. Tomé la primera sesión de quimioterapia sin dificultades. Luego de quince días me hicieron un análisis, y sorprendentemente, la leucemia había retrocedido de forma completa. Fue una noticia casi increíble. Apenas habíamos iniciado el tratamiento, y una semana después ya se veían buenas reacciones. Tres semanas después, me hicieron una tomografía en la cabeza, y el linfoma también había desaparecido, sin siquiera dejar secuelas.
Recuerdo fielmente la mirada de confusión de mi mamá, al preguntar incrédula al neurocirujano por qué ya no había ningún rastro de la enfermedad. “No hay nada señora, no hay nada”, repetía incansablemente el médico que nos atendió. Fue una noticia que levantó nuestros ánimos. Dios había obrado el milagro, pero a su tiempo y a su manera. Sin embargo, la batalla aún no había terminado. Me esperaba un frío y duro tratamiento de nueve meses de duración. Los doctores nos explicaron que en el momento en que un paciente comienza el tratamiento, sin importar si se sana enseguida, está obligado a finalizarlo, ya que aún sigue en peligro de sufrir una recaída. Pero esa parte de mi historia quedará para otro capítulo.
Lo que yo quiero dejar como mensaje sobre este milagro que Dios hizo en mi vida, es que Él es Soberano por sobre toda situación. Más adelante, entendí que usó esa situación con el propósito de enseñarme a depender de Él. No solo me sanó físicamente, sino que también me sanó espiritualmente. Yo era una oveja que se había apartado, pero Dios me había acercado de vuelta. “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven”. (Job 42:5).
Dios, siendo Todopoderoso, en realidad también estuvo en una posición de vulnerabilidad. Vino a este mundo haciéndose hombre, y sufriendo terriblemente en una cruz por causa de mis pecados. Él conoce en carne propia la angustia de tener que enfrentar a la muerte. Pero cuando murió, la muerte no le pudo retener por mucho tiempo, ya que Él era más poderoso.
Al poner mi confianza en Él, me di cuenta de que ya no tenía que tener miedo. Tú también puedes confiar, y si crees que Cristo venció a la muerte y pagó por tus pecados en la cruz, cualquier enfermedad, aflicción, tribulación, persecución o angustia que padezcas, palidece ante el hecho de que hemos sido reconciliados con Dios. Lo dice el Señor en un fragmento de Juan 11:25 (versión TLA): “Yo soy el que da la vida y el que hace que los muertos vuelvan a vivir. Quien pone su confianza en mí, aunque muera, vivirá”.

Alan Mateo Kurrle Benkendorf, quien reside en Obligado, Itapúa, Paraguay, es un joven de 18 años, miembro de una familia conformada por sus padres Marcos y Cristiane Kurrle, y sus hermanas Alheli (12) y Tabita (2). Hizo varios cursos de evangelismo y también se entrenó como misionero en JUCUM (Juventud con una Misión). Su pasión es enseñar y evangelizar. Está apuntando a estudiar teología y su sueño es lograr que muchas personas puedan conocer más a Dios a través de su vida y de su testimonio.
Whatsapp: +595(983)961394
Email: alanmateok@gmail.com
Instagram: @MateoKurrle
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Ha sido un largo viaje
Era una mujer aparentemente normal, fuerte y alegre. Nadie creía que por dentro estaba destrozada, decepcionada y con miles de problemas. Dios me permitió vivir todas esas situaciones para que cuando llegara a Él pudiera contar como cambió mi vida.
Por Rosana García
“…ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí…”
(Gálatas 2:20)
Estoy cumpliendo cuatro años en el camino del Señor, y este tiempo me inspira enormemente a contar cómo mi vida fue radicalmente transformada por Dios. Deseo con todo mi corazón llevar este testimonio a personas como yo: madres, ama de casas, mujeres de esas que muchas veces miran por la ventana con un nudo en la garganta, anhelando vivir cualquier vida menos la propia.
Incomprendidas, abusadas, engañadas, las que lloran por horas sin ser consoladas, sintiéndose tan solas. A ellas, porque estuve ahí y sé perfectamente lo que se siente. Llevar un mensaje de esperanza es mi mover, es mi sentir. Jamás imaginé salir de esa vida sin que hubiera sido de la peor manera. Sin embargo, alguien tenía planes para mí.
Mi vida, un caos
Nací en Rojas, provincia de Buenos Aires. Cuando tenía dos años, con mis padres y mi hermano nos mudamos a Venado Tuerto. Éramos una familia humilde, con un padre muy trabajador. Crecimos en un barrio modesto, con muchas familias vecinas, las cuales todos los domingos se reunían para almorzar; era parte de las costumbres.
En un domingo de verano, estábamos en mi casa y habían asistido dos parejas amigas. Después de almorzar, salimos todos los niños a jugar, alejados de nuestros padres. Aprovechando la situación, un vecino ya adolescente abusó de mí, siendo una pequeña de apenas cuatro años.
Advertidas las madres de que algo andaba mal por uno de los niños mayores, corrieron hacia nosotros. Ante semejante situación, mi madre, temiendo que mi padre tomara represalias con ese abusador, decidió callar. La madre del culpable rogaba por él, prometiendo corregir la atrocidad que había cometido.
Por mi parte, solo entendía que era algo malo. En mi mente de niñita no lograba dimensionar lo ocurrido. Solo recuerdo que amaba mucho a mi padre, y al escuchar que no podía saber lo sucedido decidí acompañar la decisión, callando. De hecho, nunca se enteró. Sentía culpa y cargué por años con eso.
A partir de aquel suceso pasaría una infancia muy triste. Era terriblemente vergonzosa, retraída, miedosa. La escuela era el propio infierno para mí. Y entonces llegaría la adolescencia. Si la niñez había sido complicada, la etapa que le siguió fue el caos.
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