Michelle Gonzalez - Antología 10 - Planes divinos

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Planes Divinos: Nada de lo que nos sucede es casualidad es el nuevo libro colectivo de M. Laffitte Ediciones, el décimo en la serie, donde treinta y cuatro escritores nos comparten sus vivencias y aprendizajes en los caminos de esta vida, y cómo al seguir el plan de ruta del Creador se llega a buen destino.

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La muerte ha sido vencida

Cuando las fuerzas y la esperanza se acaban, hay un Dios que puede hacer posible lo imposible

Por Mateo Kurrle

He tenido la grata oportunidad de nacer en un hogar donde abundaban los valores y principios morales que toda familia debería tener. En mi niñez, nunca me faltó nada: tuve amor, respeto, cariño mutuo, atención, mucha unidad y sobrada diversión. Tuve comida, techo, y ropa. Mis padres siempre se han amado mucho, y mis hermanas son un tesoro para mí. Considero que soy un chico responsable, en mis tiempos de escuela era muy diligente en mis tareas y aplicado en cada materia.

Algo importante que debo mencionar es que, desde niño, fui instruido en la fe cristiana, enseñado en los principios y valores bíblicos. Aprendí a orar y a leer la Biblia, e iba fielmente a la hora feliz de la iglesia. Puedo decir que me sabía casi todas las historias de los personajes testamentarios, y siempre ganaba las competencias de preguntas bíblicas. Todo parecía ir bien. Dios era alguien importante para mí y para mi familia.

Épocas de cambios

El tiempo fue pasando, crecí, y de esa manera comenzaron nuevas experiencias. A mis doce años, por ejemplo, empecé a descubrir cambios en mi cuerpo, y se despertaron nuevos intereses que antes no tenía. Comencé a tener más amigos, y mentiría si dijera que eran buenos ejemplos, incluso amigos que supuestamente eran cristianos. En el proceso de experimentar cambios, mis intereses comenzaron a alterarse, y lo que antes me parecía atractivo, como leer la Biblia y orar, se volvió obsoleto. El entusiasmo había desaparecido, y según mi criterio, tenía mejores cosas que hacer que dedicarle tiempo a Dios.

A mis catorce, ya vivía una vida al margen de una relación personal con Dios, pero esa actitud no era tan obvia para mí, ni para mi familia. La realidad es que creía estar bien con Dios, porque simplemente cumplía con la norma de ser un buen chico, pero no tenía idea de que estaba distanciándome silenciosamente de Él. Para resumir en una frase, podría decir que tenía una vida “muy ocupada en mí mismo”. Pero todo eso iba a cambiar…

Una noche de invierno del 2017, luego de volver de mi entrenamiento de básquetbol, comencé a sentir fuertes dolores de cabeza. Con mi familia creímos que solo se trataba de estrés, ya que tenía una agenda de compromisos muy cargada. Lo alarmante fue que la semana siguiente volví a tener los mismos dolores, y esta vez vinieron acompañados de un incómodo adormecimiento en la parte derecha de mi cara. Dejamos pasar una semana más, y sucedió exactamente lo mismo, pero en esta ocasión el dolor ya se había intensificado. Esto fue suficiente para que fuéramos a consultar al médico.

Me hice una tomografía de la cabeza, y el doctor indicó que podía observar ciertas anormalidades en mi cráneo, tales como una mancha en su parte izquierda, y rastros de lesiones en mis huesos. El consejo fue que busquemos la opinión de más especialistas. Al final, después de un mes de consultas, todos los doctores nos recomendaban hacer una biopsia, así que agendaron la cirugía para el 25 de julio de 2017. Yo ni siquiera sabía lo que era una biopsia en ese entonces.

La operación duró casi tres horas, y salió exitosa. Fueron 33 puntos de sutura en mi cabeza. El corte era bastante pronunciado, comenzando desde el frente de mi cabeza, y haciendo una curva hasta llegar a la sien. Decidieron extraerme 6 cm de diámetro de hueso de mi cráneo, un pedazo apenas más pequeño que una medalla olímpica, y en reemplazo, me implantaron una prótesis. Fue algo muy extraño y particular saber que una parte de mí ya no se encontraba ahí, sino que ahora era objeto de estudio en un laboratorio.

Mi recuperación fue ideal, y dos días más tarde ya me habían dado el alta. Así volvimos a casa. Recuerdo que mi papá predicó en el servicio de nuestra iglesia ese fin de semana, transmitiendo la esperanza de que el resultado de la biopsia iba a salir negativo a cualquier enfermedad. Recuerdo que todos aplaudieron cuando mi papá dijo eso frente al púlpito. “No hay nada que temer”, decía.

Pasaron quince días, y volvimos al hospital para conocer el resultado del diagnóstico. Me pidieron que espere afuera, para hablar con mis padres. El tiempo pasaba, y yo seguía esperando frente a la puerta del consultorio, ansioso por saber qué noticias había de la biopsia. Diez, quince, treinta minutos pasaron, y ya se volvía insoportable. De repente, llegó el momento en que la puerta se abrió y vi a mis padres salir. Tan solo con ver sus rostros pude darme cuenta de que algo no andaba bien. En ellos se observaba un semblante bastante desalentador.

Novedades preocupantes e inesperadas

Si tan solo pudiera describir lo que sentí en ese momento, sería extraordinario. Pero lastimosamente, así como un niño no puede experimentar lo que significa ser padre, a veces hay momentos que no se pueden expresar simplemente con palabras, sino solo cuando se viven en carne propia. Mis padres me llevaron afuera, y sin muchos preámbulos, me contaron el diagnóstico. Tenía un linfoma linfoblástico en mi cabeza. Era un cáncer muy agresivo que ya había causado varias lesiones en mis huesos, comprometiendo todo mi sistema nervioso, y se encontraba en la fase tres de cuatro.

Solo puedo recordar que al escuchar eso, un sentimiento de impotencia invadió todo mi ser y con mi familia, lloramos un mar ese día. Por primera vez en mi vida, me sentí vulnerable. Nadie espera una noticia como esa, y menos cuando uno es tan joven. No podía rechazar la realidad, no podía decirle al cáncer que se vaya de mi vida. Aunque lo intentara, sería contraproducente, ya que no cambiaría nada. Simplemente, esta enfermedad se había metido de forma silenciosa en mi cuerpo. Los doctores no nos daban mucha información al respecto, solo nos recomendaban comenzar el tratamiento quimioterápico urgentemente.

Ante la incertidumbre del momento, mis padres comenzaron a buscar una respuesta sobre qué decisión tomar. Creo que aun con toda la trayectoria y ministerio de mis padres, sus tiempos dedicados a la oración se intensificaron al 200%. Recuerdo una frase del famoso predicador Charles Spurgeon, que decía que, si un problema nos lleva a buscar la ayuda de Dios en oración, ese problema es una bendición para nuestra vida.

En cuanto a mí, comencé a preguntarle a Dios: ¿Por qué? Razonaba pensando que esto parecía injusto, mi lógica no encajaba. Tal vez suponía que, porque mis padres le habían servido tantos años, teníamos Su protección ante cualquier enfermedad, como si fuese un contrato. Es común pensar eso, ya que estamos acostumbrados a interpretar versículos fuera de contexto, y cuando llegan las tribulaciones y aflicciones, nuestra teología se cae a pedazos. Una pregunta que muchos se hicieron en tiempos de pandemia era: ¿dónde está Dios?, y fue lo mismo que me pregunté en aquel momento, sin llegar a una respuesta. Es interesante que la primera tendencia del ser humano en estos casos sea buscar culpables. Y así me encontraba yo, con la tentación de responsabilizar a Dios de mi sufrimiento.

En sus intensos tiempos de oración, mis padres recibieron palabras de parte de Dios de que yo sanaría. Una mujer nos contó que mientras estaba orando, tuvo una visión muy clara donde observaba cómo mi cabeza se encontraba reluciente y brillante, sin ninguna mancha, haciendo referencia a que se trataba de una sanidad que ocurriría. Otra palabra que recibió mi mamá se encuentra en el libro de Oseas 2:14-15. Con esto en mente, creímos que Dios ya había hecho el milagro de sanidad en mi vida, así que decidimos no empezar el tratamiento de quimioterapia, una decisión muy radical. De esa manera, regresé a mi vida normal.

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