Quiso ir al baño. Cuando Fernanda regresó lo guio a través de la casa y lo dejó en un baño alto y estrecho, sin luz natural. Vino a su memoria la torre de Villa Grimaldi, descrita por tantos detenidos y que él tuvo la suerte de no conocer por su experiencia personal. De cara ante el espejo pasó sus dedos por los surcos del rostro, por la piel más clara y áspera porque los pelitos empezaban a crecer de nuevo. Orinó largamente, con placer, experimentando un alivio profundo en todo su cuerpo, como si esta evacuación fuera su única ocupación y no pasara nada más en el mundo. Se lavó lentamente, mojando la cara para refrescarse del calor húmedo y atosigante, despejando el sopor propio de una siesta no programada y poco a poco fue recuperando la energía y todo su organismo se inundó de esa necesaria liviandad que conseguía antes de las jornadas difíciles. No tenía ropa ni cepillo de dientes, ni siquiera máquina de afeitar. Si resolvía el problema del alojamiento tendría que buscar la solución a estas dificultades que para algunos podrían parecer menores, pero no para él que era tan exigente, tan dependiente de su limpieza personal.
Al salir del baño se percató que la casa ya estaba en una semipenumbra. La puerta de la terraza estaba cerrada y Fernanda había entrado los vasos, para luego echarse sobre un asiento, con descuido, teniendo de trasfondo el suave canto de una voz conocida pero que era incapaz de identificar. La pieza era espaciosa, con sillones grandes y cojines mullidos, de mucho gusto todo, las telas suaves, las lámparas de sobremesa tradicionales, muchos ceniceros y adornos de porcelana por todos los rincones. La mesa de centro era un gran cristal sobre una roca de color rojizo y allí esperaban los vasos de leche y las galletas. En los muros había varios cuadros y reproducciones de obras conocidas. Miró todo con mucho detalle, sin sentarse, sabiéndose bajo la observación de Fernanda, evitando hablar, pues no quería recurrir a intrascendencias o habitualidades de ésas que llenan vacíos y minutos, quería eludir las preguntas y las respuestas, quería esperar para hablar sólo una vez desde adentro de sí mismo, sin pensar en nada por ahora, postergando, siempre postergando, hasta que llegara el momento de comprometerse en alma y cuerpo, como lo hacía en todos los órdenes de la vida, postergando el minuto para contar lo que Fernanda está esperando que cuente, para hablar de esas cosas que verdaderamente importan cuando un prófugo de la policía política de la dictadura llega de sorpresa a la casa de un antiguo amor.
A sus espaldas se abrió la puerta.
Rafael giró con lentitud y pudo ver entre las sombras de la sala el espectáculo de Margarita de pie, con la cartera colgando del hombro, las llaves en una mano y los anteojos en la otra.
Ahí estaba, con pantalones blancos y un blusón azul que le caía suelto, su pelo negro, largo y libre como aparecía en sus recuerdos, sus ojos tan verdes y luminosos como él quería verlos, tan delgada como el día en que la vio después de la muerte de su madre, tan sorprendida de verlo como estaba él de haber ido a parar allí en medio de su fuga en pleno estado de sitio, la misma Margarita de siempre en un día que pasaría a la historia de la patria por el calor tan intenso, por el amor, por el atentado, por las detenciones, pero sobre todo porque Rafael y Margarita estaban frente a frente. Fernanda, expectante, ansiosa de presenciar un encuentro largamente imaginado, que ella sabía desde hacía mucho tiempo que algún día iba a presenciar, porque parecía adivinarlo todo, aunque sólo adivinaba cosas buenas, expectante porque su madre se encontraba con este desconocido que enviaba flores en sus cumpleaños de niña y al que ella inventó una historia llena de aventuras, de viajes a la India y otros países del oriente, desconocido que tuvo cara por primera vez en un álbum de la casa de la abuela −guardado por Gabriela ciertamente, la hermana segunda, tía soltera todavía, celosa conservadora de tradiciones y recuerdos familiares− y que sólo esa tarde, que intuía habría de ser muy importante, había adquirido cuerpo físico, allí Rafael mirando a una Margarita que da un paso lentamente y otro, que abre los labios, ladea suavemente su cabeza morena, da otro paso y su voz suena llena de sorpresa y de cariño.
− Rafael.
La palabra pronunciada lentamente, suavemente, como preguntando al pasado si éste era el mismo que ella tanto quería, caminando entre adornos y porcelanas, diciendo nuevamente “Rafael”, con esa voz suave, cautivadora, sin que él pudiera moverse desde el punto en el cual lo habían clavado los temores y las esperanzas y ella esquivando sillones y lámparas, con la cartera todavía en el hombro, cruzó todo el pasado y lo abrazó con más fuerza, con más cariño y con más alegría que lo que el propio Rafael esperaba en esta tarde o había soñado en tantas fantasías adolescentes, aunque ya no fuera adolescente.
− Rafael querido.
La voz resonó en sus oídos y sintió las manos de Margarita apretando su espalda, la cabeza en su pecho, pierna contra pierna, el pelo hermoso a la altura de sus labios, poniendo Rafael más fuerza en el abrazo que lo que la timidez le permitía, recorriendo con sus manos de prófugo la espalda de su amada, aspirando olores no imaginados, frenando las lágrimas que presionaban tras los ojos y sintiendo ganas de permanecer así por siempre, escuchando ese “Rafael querido” pronunciado por Margarita como si cada sílaba tuviera vida propia, aspirando el aroma de la más certera felicidad, sintiendo el abrazo de esta mujer amada, tan amada y quizás tan desconocida, que lo recibía con tanto cariño después de años de vidas separadas, distantes y distintas. Haciendo a un lado con su nariz parte de la cortina de pelo de Margarita, hasta para tocar la oreja misma y hablarle.
− ¡Qué alegría, Margarita, qué alegría estar contigo!
Pudo haber agregado qué sorpresa, porque para él era una sorpresa haber llegado hasta la casa de Margarita, verla, redescubrirla, comprobar que estuviera contenta de verlo, pero eso ella no lo entendería. Lo dijo bajito y suave, no para que no lo oyera Fernanda que seguía ahí observando y oiría de todos modos, sino para estar a tono con el abrazo, suave y fuerte y anudar el lazo en el minuto preciso, mucho más ahora que estaba solo, completamente solo, irremediablemente solo, mientras en las calles lo buscaban las patrullas de agentes del General, montados en los autos más modernos y con intercomunicadores; pero no iba a permitirse llorar en este momento, ni siquiera por la alegría, así es que aflojó un poco el abrazo, separando lentamente, con mucho cariño, a Margarita que estaba más emocionada que él. Rafael sonrió al comprobar el brillo de sus ojos, anticipo de lágrimas inevitables.
− Hola, mamá.
Margarita regresó del mundo del ensueño y de los abrazos, una tos, saludó a su hija, prendió luces, hizo sentar a Rafael y proclamando, entre sorbos y suspiros, que sigue siendo una llorona incorregible, Rafael ya sabes, se fue del living prometiendo regresar “al tiro”.
Читать дальше