Jaime Hales - Baila hermosa soledad

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"Un poco de viento a ratos, nubes que van y vienen, unas más negras que otras, instantes de luminosidad plena, calor, mucho calor y una humedad terrible". Dos días antes un atentado en contra del general que gobierna, desató un temporal de persecuciones. Hombres y mujeres, todos nacidos bajo las mágicas influencia de la conjunción de Saturno y Plutón en Leo, en los alrededores de la mitad del siglo XX, ven sacudidas sus vidas que un día fueron de esperanzas, de luchas y de hermosos ideales. Una novela – escrita entre 1985 y 1987 – en la que se combinan el amor, la política, los miedos y, sobre todo, la soledad, muestra a los personajes creados por Jaime Hales, uno a uno, saliendo un baile manejado por manos ajenas e invisibles. El propio autor aparece como uno más de estos hombres y mujeres en una obra de ficción, pero que no escapa al tiempo real. La niña María ha salido en el baile baila que baila que baila y si no lo baila, castigo le darán. Salga usted que la quiero ver bailar por lo bien que lo baila Hermosa Soledad.
(Ronda infantil)
De este texto se ha dicho que es un retrato veraz y valiente de los acontecimientos del Chile de los años 70 y 80, donde acontecimientos y personajes son vistos en forma íntima en sus diversas facetas.

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Quiso ir al baño. Cuando Fer­nan­da regresó lo guio a tra­vés de la casa y lo dejó en un baño alto y estrecho, sin luz na­tural. Vi­no a su me­moria la torre de Villa Grimaldi, descrita por tantos detenidos y que él tuvo la suer­te de no co­nocer por su experiencia personal. De cara an­te el espejo pasó sus de­dos por los surcos del rostro, por la piel más cla­ra y áspera porque los pe­li­tos em­pe­za­ban a crecer de nuevo. Orinó lar­ga­men­te, con pla­cer, experi­men­tan­do un alivio pro­fundo en todo su cuer­­po, co­mo si esta evacuación fuera su única ocupación y no pasara nada más en el mundo. Se lavó len­tamente, mo­jando la ca­ra para re­frescarse del calor hú­medo y atosigante, des­pe­jan­do el so­por propio de una sies­­ta no programada y poco a po­co fue recuperando la ener­gía y todo su or­ga­nis­mo se inundó de esa necesaria li­vian­dad que conseguía antes de las jor­na­das di­fíciles. No te­nía ro­pa ni cepillo de dientes, ni siquiera má­qui­na de afei­tar. Si resolvía el problema del alo­ja­miento ten­dría que bus­car la solución a estas di­ficultades que para al­gu­nos podrían pa­re­­cer menores, pero no para él que era tan exi­gen­te, tan dependiente de su lim­pie­za per­sonal.

Al salir del baño se percató que la casa ya estaba en una semi­pe­num­bra. La puer­ta de la terraza estaba ce­rrada y Fer­nanda había entrado los va­sos, para luego echar­se so­bre un asiento, con descuido, teniendo de trasfondo el sua­ve canto de una voz conocida pe­ro que era in­capaz de iden­tificar. La pie­­za era espaciosa, con sillones grandes y co­jines mu­­llidos, de mu­­cho gusto to­do, las telas suaves, las lám­paras de sobremesa tra­dicionales, muchos ceni­ce­ros y ador­­nos de porcelana por to­dos los rincones. La mesa de centro era un gran cris­tal sobre una ro­ca de color rojizo y allí esperaban los vasos de le­che y las ga­­lle­tas. En los mu­ros había va­rios cuadros y re­pro­duccio­nes de obras co­no­ci­das. Miró todo con mu­cho detalle, sin sen­tar­se, sa­biéndose bajo la observación de Fernanda, evitando ha­blar, pues no quería recurrir a in­tras­­cen­dencias o ha­bi­­tua­li­dades de ésas que llenan vacíos y mi­nutos, que­ría eludir las pre­­guntas y las respuestas, quería esperar para hablar só­lo una vez desde adentro de sí mis­mo, sin pensar en nada por aho­ra, pos­ter­gando, siem­pre pos­ter­gando, hasta que llegara el mo­mento de com­pro­meterse en alma y cuerpo, como lo hacía en to­dos los órdenes de la vida, postergando el mi­nuto para con­tar lo que Fer­nan­da está es­pe­rando que cuente, para ha­blar de esas cosas que verdaderamente im­portan cuando un pró­­fu­go de la poli­cía política de la dictadura llega de sor­pre­sa a la casa de un antiguo amor.

A sus espaldas se abrió la puerta.

Rafael giró con lentitud y pudo ver entre las sombras de la sala el es­pectáculo de Margarita de pie, con la cartera col­gando del hombro, las lla­ves en una mano y los anteojos en la otra.

Ahí estaba, con pantalones blancos y un blusón azul que le caía suel­to, su pelo ne­­gro, largo y libre como apa­­re­cía en sus recuerdos, sus ojos tan ver­des y lu­minosos como él quería verlos, tan delgada como el día en que la vio des­pués de la muerte de su madre, tan sorprendida de ver­lo como es­ta­ba él de ha­ber ido a parar allí en medio de su fu­ga en pleno es­ta­do de sitio, la mis­­ma Margarita de siem­pre en un día que pa­sa­ría a la historia de la patria por el ca­lor tan intenso, por el amor, por el atentado, por las de­ten­ciones, pero so­bre todo por­que Rafael y Mar­ga­ri­ta estaban frente a frente. Fernanda, ex­­pec­tan­te, an­sio­sa de pre­sen­ciar un encuentro largamente ima­ginado, que ella sabía des­de ha­cía mu­cho tiempo que algún día iba a presenciar, porque parecía adi­vi­narlo todo, aunque só­lo adivinaba cosas bue­nas, ex­pec­tante porque su ma­dre se en­contraba con este des­conocido que enviaba flo­res en sus cum­pleaños de ni­ña y al que ella inventó una historia llena de aven­turas, de via­jes a la India y otros países del oriente, des­conocido que tuvo cara por primera vez en un álbum de la ca­sa de la abuela −guardado por Gabriela ciertamente, la her­ma­na se­gunda, tía soltera todavía, celosa conservadora de tra­di­ciones y recuerdos familiares− y que sólo esa tarde, que in­tuía habría de ser muy importante, había adquirido cuer­­po fí­si­co, allí Rafael mirando a una Margarita que da un pa­so len­ta­mente y otro, que abre los labios, ladea suavemente su ca­­be­za mo­re­na, da otro paso y su voz suena llena de sor­presa y de ca­riño.

− Rafael.

La palabra pronunciada lentamente, suavemente, co­­mo pre­gun­tando al pa­sa­do si és­te era el mismo que ella tanto que­ría, ca­mi­nando entre adornos y porcelanas, di­ciendo nue­va­­mente “Rafael”, con esa voz suave, cautivadora, sin que él pu­diera moverse desde el punto en el cual lo habían clavado los te­mores y las esperanzas y ella es­qui­vando sillones y lám­pa­­ras, con la cartera todavía en el hombro, cruzó todo el pa­sa­do y lo abrazó con más fuer­za, con más cariño y con más ale­gría que lo que el propio Rafael es­pe­raba en esta tarde o había so­­­­ña­do en tantas fantasías adolescentes, aunque ya no fuera ado­les­cente.

− Rafael querido.

La voz resonó en sus oídos y sintió las manos de Mar­garita apre­tan­do su es­pal­da, la ca­beza en su pecho, pierna con­tra pierna, el pelo hermoso a la al­­tu­ra de sus labios, po­nien­do Ra­fael más fuerza en el abrazo que lo que la ti­mi­­dez le per­mitía, recorriendo con sus manos de pró­fugo la espalda de su ama­da, aspirando olores no imaginados, fre­nan­do las lá­gri­mas que pre­sio­na­ban tras los ojos y sin­tiendo ganas de per­ma­ne­cer así por siempre, escuchando ese “Ra­fael que­ri­do” pro­nun­­ciado por Margarita como si ca­da sílaba tuviera vi­da pro­pia, aspirando el aroma de la más cer­tera felicidad, sintiendo el abra­zo de es­ta mu­jer amada, tan amada y quizás tan des­co­no­ci­da, que lo recibía con tan­to ca­ri­ño después de años de vidas se­pa­radas, distantes y dis­tin­tas. Ha­cien­do a un la­do con su nariz par­te de la cortina de pelo de Margarita, hasta para tocar la ore­ja mis­ma y ha­blarle.

− ¡Qué alegría, Margarita, qué alegría estar contigo!

Pudo haber agregado qué sorpresa, porque para él era una sorpresa ha­ber lle­gado has­ta la casa de Marga­rita, ver­la, redescubrirla, comprobar que es­­tu­viera contenta de ver­lo, pe­ro eso ella no lo en­ten­de­ría. Lo dijo bajito y sua­ve, no pa­ra que no lo oyera Fernanda que se­guía ahí ob­ser­vando y oi­ría de to­dos modos, sino para estar a tono con el abra­zo, sua­ve y fuer­te y anu­dar el lazo en el minuto preciso, mu­cho más aho­ra que estaba solo, com­ple­ta­mente solo, irre­­me­diable­men­te so­lo, mientras en las calles lo bus­ca­ban las patrullas de agen­­tes del General, montados en los autos más mo­­der­nos y con in­ter­­comu­ni­ca­­do­­res; pero no iba a per­mi­tirse llorar en este mo­men­to, ni siquiera por la ale­gría, así es que aflojó un poco el abra­­zo, separando len­ta­mente, con mu­cho ca­ri­ño, a Margarita que estaba más emo­cio­nada que él. Rafael sonrió al comprobar el brillo de sus ojos, anticipo de lá­gri­mas inevitables.

− Hola, mamá.

Margarita regresó del mundo del ensueño y de los abra­zos, una tos, sa­ludó a su hi­ja, pren­dió luces, hizo sentar a Ra­fael y pro­cla­mando, entre sor­bos y sus­pi­ros, que sigue sien­do una llo­rona in­co­rregible, Rafael ya sabes, se fue del li­ving pro­­metiendo regresar “al tiro”.

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