Jaime Hales - Baila hermosa soledad

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"Un poco de viento a ratos, nubes que van y vienen, unas más negras que otras, instantes de luminosidad plena, calor, mucho calor y una humedad terrible". Dos días antes un atentado en contra del general que gobierna, desató un temporal de persecuciones. Hombres y mujeres, todos nacidos bajo las mágicas influencia de la conjunción de Saturno y Plutón en Leo, en los alrededores de la mitad del siglo XX, ven sacudidas sus vidas que un día fueron de esperanzas, de luchas y de hermosos ideales. Una novela – escrita entre 1985 y 1987 – en la que se combinan el amor, la política, los miedos y, sobre todo, la soledad, muestra a los personajes creados por Jaime Hales, uno a uno, saliendo un baile manejado por manos ajenas e invisibles. El propio autor aparece como uno más de estos hombres y mujeres en una obra de ficción, pero que no escapa al tiempo real. La niña María ha salido en el baile baila que baila que baila y si no lo baila, castigo le darán. Salga usted que la quiero ver bailar por lo bien que lo baila Hermosa Soledad.
(Ronda infantil)
De este texto se ha dicho que es un retrato veraz y valiente de los acontecimientos del Chile de los años 70 y 80, donde acontecimientos y personajes son vistos en forma íntima en sus diversas facetas.

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Pasó todo un año y cuando en el ve­ra­no siguiente Rafael fue a de­cirle a Margarita que la ama­ba co­mo un hombre ama a una mujer, que que­ría ser ama­do por ella, aun­que en­ten­día que era muy difícil que de­jara a su ac­tual pololo por él, pero que va­lía la pena in­tentarlo, tuvo la sen­­­sación de no ha­ber­se dado a en­ten­der su­ficientemente, por­que ella, con sus ojitos verdes, le ha­bló de su amor por un jo­ven alférez de aviación y to­do entonces fue tan con­fu­so pa­ra él, que nun­ca pudo recordar como ter­mi­nó esa conversación, si­no só­lo que llegó hasta la plaza, esta misma plaza de tarde de tan­to calor y estado de si­tio, donde permaneció llorando por va­­­­rias horas. Dos años des­pués, Mar­garita se casó con el avia­dor, que ya no era avia­dor si­no estudiante de In­ge­­nie­ría, aunque siguió vinculado a la Fuerza Aérea, co­laboró en ta­reas de lo­gís­­ti­ca primero, en la Academia de Guerra luego y, se­gún se rumorea en los am­bientes en que se desenvuelve Ra­fael, fue uno de los integrantes del Comando Con­­jun­to, or­ga­nis­mo que reunía a agentes de todos los servicios dedicados a la re­­presión política en los primeros tiempos del General. Ra­­fael no asistió a la ce­re­­mo­nia porque tenía que ir a un re­tiro de fin de semana, aun­que sólo él y Dios sa­bían que iba al retiro so­lamente para no ver ca­sarse a Margarita.

Mantuvo su amistad con Gabriela, la hermana se­gun­da, lo que le per­mi­tió sa­ber de Mar­ga­ri­ta, pero al cabo de los años también de­jó de verla y se en­redó por caminos in­­­trin­ca­dos, por amores pa­sajeros y pa­siones circuns­tan­cia­les, que man­tu­vie­­ron este amor en su nivel de frus­tración, sin es­car­bar más en su cora­zón, aunque finalmente ha­bría de des­cu­brir que no era un amor frus­­trado, sino sólo un amor pen­dien­te.

Volvió a ver a Margarita cuando murió su madre.

Fue una tarde de sep­tiem­bre en la que la señora ha­bía ido a la costa pa­ra preparar la casa en que recibiría a la enor­me familia −in­cre­mentada con yer­nos, nueras, pololos y nie­tos− para un fin de sema­na largo. Manejando con poca pre­cau­ción y mu­cho alcohol, hizo una mala maniobra en la ruta y ca­yó a un barranco y se mu­rió. Rafael supo de la no­ticias, pero co­mo había sido de­te­ni­do por la policía con oca­sión de una ma­ni­festación en contra del exilio, no pu­do ir al fu­neral. En cuan­­to salió fue a ver al viudo y a sus hijos, quienes le die­ron la di­rección de Margarita y supo que vivía muy cerca de Mi­le­na, su amiga pe­­rio­dis­ta.

Nervioso, incómodo, más por el pasado que por el do­lor de la muerte sor­­presiva, estuvo con ella muy poco ra­to. Es­cuchó un apretado resumen de ese ma­trimonio que, lue­go de dos hijos, terminó en separación irreconciliable. El in­­ge­nie­ro-avia­dor se casó de nuevo y Mar­­ga­rita se sumió en la so­le­dad, man­te­nien­do su casa y sus dos hijos con un mo­des­to suel­do de pro­fesora de filosofía en el mismo colegio de las Monjas don­de había seguido sus es­tu­dios, sin que el hom­­bre se es­for­za­ra por tener una relación estrecha con los hijos y mucho me­nos asumiera sus obligaciones como co­rrespondía. Sin­tió de­seos de abra­zar­la y be­sarla, de decirle que éste era el mo­men­­to de reencon­trar­se, que to­do se daba pa­ra que ellos pu­die­ran volver al ca­mi­no de amor que no de­­bieron haber aban­­do­na­do a los doce años, que esta tra­gedia po­día ser un mensaje y una es­pe­ranza, pero co­mo la ti­mi­dez de amor se lo co­mía por den­tro, le pareció ina­de­cua­do hablar de todo esto cuando re­cién ha­bía muerto la madre de su amiga y una vez más optó por retirarse, in­ven­tando una ex­cusa y prometiendo visita que lo más probable era que no cumpliera, y así fue, para ter­mi­nar sen­ta­do en la misma plaza de siem­pre, esa vez sin llo­rar, pero con una cara que no era de san­to si­no de angustiado.

Desde aquella tarde de pésames, habían transcurrido tres años y medio, un poco más, parece.

Ahora estaba allí, tan cerca de la casa de Mar­ga­ri­ta, con este enorme pro­­ble­ma pen­diente, incapaz de tomar de­­ci­sio­nes o resolver nada con mínima ga­­rantía de efi­ciencia. La ca­sa de seguridad estaba constituida en una ra­to­ne­ra; había per­dido el contacto con el Partido y en el Partido no sabrían a qué se de­bía esta situación, si es que estaban en condiciones de sa­ber algo. La de­ten­ción del pre­sidente del Partido, al menos, no podría ser silenciada. Vol­vió sobre sus pa­sos, dio un rodeo y avan­zó hacia la casa de Margarita por un camino que le per­­mi­tiera no pasar frente a la casa de Milena ni a la casa del Fis­cal, para que nin­­gu­no de los dos lo viera, tal vez, para que nin­gu­no supiera que iba a la casa de Margarita. Agregando un nue­­vo miedo a sus miedos políticos, avanzó a tra­vés del calor y del tiempo. Controlando ca­da mús­culo, pal­pan­do los muslos du­ros, Ra­fael caminó, nervioso y co­bar­de, hasta llegar a la puer­ta de la casa de Mar­garita, la morena de pelo largo y frondoso y ojos verdes, tristes siem­pre aun­que estuviera contenta, su amor de infancia.

Se detuvo, esperó un momento antes de to­car el tim­bre.

Porque su alma se llenó de temores y de acasos, co­mo los de su ayer ado­­les­cen­te y por un instante olvidó a los agen­tes, al General, al Partido, su barba de tantos años, la de­ten­­ción del presidente del Partido, para dar curso a la tras­pi­ra­ción de las manos y el agi­tado pal­pitar de sus sienes.

¿Qué le iba a decir? ¿Vengo a dormir a tu casa por­que me están si­guien­do? ¿Vengo porque no tengo donde ir? ¿Ven­go porque aun te amo con la profundidad de mi mirada que tú construiste con tus evasivas y tus amores por otros? ¿Y si no estaba? ¿Si ya no vivía allí? ¿Si tras esas altas rejas había aho­ra un cuar­tel, como tantos otros que se ex­tendían por la ciu­dad? ¿Si tenía ma­rido nue­vo? ¿Si ella tuviera más miedo que él?

Todo pasó en un segundo por su mente, a veces tan ágil y ahora co­mo la de un ni­ño asustado, todo metido por su cuer­po, recorriendo pecho y pier­nas, recordándole su úlcera reac­tivada que necesitaba comer algo con ur­gen­cia o sim­ple­men­te un vaso de le­che, como en el cuento de Manuel Ro­­jas que leyó siendo adolescente. Lloró cuan­do lo le­yó la pri­me­ra vez y luego lo re­leyó tantas veces que ter­minó por saberlo de memoria, hasta el último ad­je­ti­vo. Ahora tenía el mismo do­lor que el protagonista de “El vaso de le­che” y de­ci­dió dar el pa­so, aunque fuera lo último de su vida, aunque resultara el error más grave, porque tam­bién podría ser el acierto más cer­tero, sabiendo que la equi­vo­cación lo conduciría a un ca­mi­no sin alternativa.

Resultó como tenía que resultar y no como pasa en las novelas de aven­­tu­ras, pues Mar­garita seguía viviendo allí y por supuesto que, a las tres de la tar­de poco más tarde pro­ba­ble­mente, no estaba en casa. La empleada le in­for­mó que re­gre­saba a las seis y sólo después de una insistencia en que usó to­­do su poder de convencimiento, ella lo dejó en­trar, pe­ro sólo has­ta el jardín y lo sentó en una terraza sombreada por abu­ti­lo­nes y coprosmas, cer­­ca de un enor­me matorral de rosas de to­dos los colores. Desconfiada, pero cui­dando de no ofender, le ofre­ció un vaso de jugo que él cam­bió por uno de leche fría y sin azúcar, por favor, y que la buena mujer sirvió acom­pa­ña­do de galletas tritón, delicioso emparedado de masa de cho­co­la­te con blanca crema en su interior, de esas mismas que Rafael y Margarita comían por to­neladas en el patio, mi­rán­do­se a los ojos con risa y la boca llena, porque las habían sacado sin per­mi­so de em­pleadas y mamás. Por lo visto a Mar­ga­ri­ta le se­guían gustando y ya no te­nía que esconderse para comerlas. En cambio, él, tantos años después, sólo las vol­vía a comer cuan­do tenía que es­con­derse. Parecía un juego de ideas y pa­la­bras.

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