Jaime Hales - Baila hermosa soledad

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"Un poco de viento a ratos, nubes que van y vienen, unas más negras que otras, instantes de luminosidad plena, calor, mucho calor y una humedad terrible". Dos días antes un atentado en contra del general que gobierna, desató un temporal de persecuciones. Hombres y mujeres, todos nacidos bajo las mágicas influencia de la conjunción de Saturno y Plutón en Leo, en los alrededores de la mitad del siglo XX, ven sacudidas sus vidas que un día fueron de esperanzas, de luchas y de hermosos ideales. Una novela – escrita entre 1985 y 1987 – en la que se combinan el amor, la política, los miedos y, sobre todo, la soledad, muestra a los personajes creados por Jaime Hales, uno a uno, saliendo un baile manejado por manos ajenas e invisibles. El propio autor aparece como uno más de estos hombres y mujeres en una obra de ficción, pero que no escapa al tiempo real. La niña María ha salido en el baile baila que baila que baila y si no lo baila, castigo le darán. Salga usted que la quiero ver bailar por lo bien que lo baila Hermosa Soledad.
(Ronda infantil)
De este texto se ha dicho que es un retrato veraz y valiente de los acontecimientos del Chile de los años 70 y 80, donde acontecimientos y personajes son vistos en forma íntima en sus diversas facetas.

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Su mente se fue a los días previos, cuando dis­cutían en el Co­man­do de Unidad y en el partido mismo so­bre lo que po­día o no pasar y él aludía a cier­tas in­for­ma­ciones que le pa­re­cían extrañas, a si­len­cios no habituales y a la mar­­gi­nación de otros de las tareas destinadas a tener una vic­to­ria so­bre el Ge­neral.

Se frenó. Era hora de tomar conciencia del pre­sen­te. Estaba sen­tado en la plaza de sus re­cuer­dos, con ca­lor, con ham­bre, con el can­san­cio apo­de­rán­do­se de su cuer­po y no era el momento para las re­fle­xiones sobre los acier­tos y los erro­res. Aho­ra debía buscar so­lu­ción al pro­blema in­me­dia­to, pues era es­tú­pi­do es­tar­se horas allí o seguir va­gan­do por las calles, ya que al final podrían de­­te­ner­lo por cualquier co­sa trivial, por sospecha por ejem­plo y entonces se­ría el fin de todo. Se en­­derezó y probó sus músculos tan poco pre­pa­rados para las emer­­­gen­cias desde que dejó de ha­cer deporte hace ya mucho tiempo, en­du­re­cien­­do y sol­tan­do piernas y glúteos, mientras tra­taba de pensar en al­guna so­lu­ción.

Las instrucciones habían sido muy claras. No eran nue­vas, pues es­ta­ban pre­vistas para cualquier emergencia co­mo ésta.

Había que abandonar las ca­sas. El domingo en la no­­che alojaría don­de Gui­llermo. El razonamiento era muy sen­­ci­llo: Guillermo es un militante de po­ca im­portancia; si es que lle­­gan a su casa a detenerlo, es porque la operación cons­­tituye al­go de tal mag­nitud que no habría escapatoria. Es lo mismo que le explicó su padre con ocasión del temblor tan fuerte aquel, cuando llevándolo has­ta la cercanía de uno de los muros del edificio en que estaban: “si este muro se quiebra, Rafita, ya na­da importa pues la ciudad entera estará en ruinas”.

Ese era el alo­jamiento para la primera noche, pues si acaso habían de­tenido a al­gún di­­rigente tal vez pudieran dar con este escondite y los otros de los demás di­­rigentes im­por­tantes. Guillermo le entregó un sobre cerrado en que esta­ba la dirección de la segunda casa. En la nota −escrita con la or­denada le­tra del secretario del Partido− le explicaban que en la nueva morada debía per­­ma­necer hasta el martes a las siete de la mañana y a esa hora sal­dría hacia la tercera, cuya di­rección recibió pero no sabía a quién pertenecía.

Allí tendría la in­­formación necesaria para dar co­rrec­ta­men­te los pa­sos siguientes. Sería el momento de eva­luar. De­bía llegar a esta casa el martes a las nueve de la ma­ña­na. No an­tes, porque otro ca­ma­ra­da la habría ocupado y era preciso que fuera previamente chequeada por un res­pon­­sa­ble de se­gu­­ri­dad. Cuando él llegara podría estar se­guro.

La instrucción también decía que debía afei­tarse. Cla­­ro, fácil resul­ta­ba or­de­narlo cuando quien daba la or­den no sa­bía que tras esa barba ha­bían cre­cido dieciocho años de his­toria per­­so­nal, dieciocho años que se habían mar­ca­do en surcos im­bo­rrables, dieciocho años que eran la mitad de su vida.

A las siete de la mañana en punto se encontraba en la calle.

Avenida Lyon, pleno ba­rrio alto, el sector de las ca­­sas ele­gan­tes y an­­tiguas, construidas en los años 30 a los 40, man­­siones enor­mes, con her­mo­sos jardines y grandes ar­bo­le­das, que actualmente ya es­taban transformadas en agencias de pu­­bli­ci­dad o sedes de empresas ex­tranjeras o muchas otras si­mi­­lares habían sido demolidas para cons­truir en su reemplazo lu­josos edificios para ricos, de mu­chos pisos y po­cos de­par­ta­men­tos, uno de los cuales ocupaba Gui­­llermo en un cómodo y prác­­tico segundo piso. La mañana estaba fresca. Se dirigió ha­cia el sur. La nueva casa estaba a poco más de 30 cuadras de dis­tan­cia, cerca de sus barrios de siempre. Tenía tiempo y de­ci­dió ir caminando. Avan­­zó por Lyon y luego tomó la hermosa Ave­nida Pedro de Val­di­via, el ca­mi­no hacia el Estadio Na­cio­nal.

Su paso resultó demasiado rápido y llegó ade­lantado, cuan­do recién ha­bían pasado las ocho de la mañana.

¡Bendito apuro, bendita desobediencia! Cerca de la ca­­sa a la que de­bía dirigirse para su protección, estaba una pla­­cita pe­queña, cubierta de pinos y palmeras, nido de amo­res por decenas de años, olvidada del boom de jar­di­nería que ha­bía cogido a todas las mu­ni­ci­palidades con di­nero, sitio de aven­turas vividas en la adolescencia. Se ins­taló en un punto des­de el cual dominaba perfectamente el sector de la casa de se­­guridad a la que de­be­ría en­trar pocos mi­nutos después; con el diario en la mano, buscando alguna no­ve­dad de las que im­por­tan, de esas que ahora lo an­gus­tiaban y que difí­cil­mente ocu­parían los ti­tulares de pri­mera plana, menos en este día de ti­ranía y estado de sitio.

Fue entonces cuan­do lo vio todo. Llegaron cuatro au­tos si­mul­tá­nea­men­te, que se detuvieron en el otro ex­tre­mo de la plaza; ba­ja­ron numerosos agen­tes con sus metra­lletas en las manos y se ubicaron cer­­­ca de la casa. No veía la puerta. Se sin­tió petrificado. Ese era su es­con­di­te pa­­ra poco rato des­pués. Es­condido por el diario y las palmeras pre­sen­ció to­das la ma­nio­bra. Los agen­tes que en­traron a la casa sa­lieron a los dos o tres mi­nutos llevando de los brazos y casi al trote al pre­sidente del Partido, con po­cas gentilezas, mien­tras él, muy alto y muy dig­no aun­que sin cor­bata esta ma­ñana, protestaba enér­gi­ca­men­te. Rafael no po­día es­cu­char las voces, pe­ro adi­vi­­nó que el di­rigente in­vo­­ca­ba todas sus calidades del pa­sado y del pre­sen­te, sin que a los cap­to­res les importara un bledo que fue­ra abo­ga­do, parla­men­tario ayer o mi­nis­tro alguna vez. Luego sa­ca­ron a una mujer que discutía a gritos con los agentes. Su voz se oía, pero no pudo en­tender las palabras. Quien pa­­re­cía ser el jefe or­de­nó que la dejaran regre­sar a la casa. En ese mismo mo­­mento apa­reció el chico Riquelme. Era el en­car­­gado de ha­cer el che­queo de seguridad, pe­ro llegó por el lado equi­vo­ca­do. Tal vez pensando que no habría pro­ble­mas, accedió por una ca­lle la­te­ral desde la cual no ha­bía la suficiente vi­sibilidad an­ti­cipada. Si lo hu­bie­ra hecho por la pla­za...pero llegó desde el otro lado y de sorpresa se topó con los agentes. Pu­do ha­berse he­cho el desentendido, pues era muy difícil que ellos lo co­no­cie­ran, pero en lugar de eso se aterró y trató de co­rrer hacia atrás. A los pocos se­gun­dos hacía compañía al pre­si­den­te del Par­tido en el au­to. Cumplida la misión, cuatro o cinco agentes in­gresaron a la casa y el res­to se fue con sus autos y los de­te­ni­dos. La ratonera estaba instalada para re­ci­bir a Ra­fael.

Hasta allí llegó todo para Rafael. Se suponía que si la casa de se­gu­ri­dad no ser­vía, el encargado del Partido le co­­mu­nicaría el paso siguiente. El en­car­gado, el chico Ri­quel­me, via­jaba hacia el cuartel Borgoño u otro lugar similar. Entonces no tenía ins­­truccio­nes ni destino y partió a deambular, de un lado para otro, has­ta que, sin saber cómo, lle­gó a la pla­za de siempre, la de todas las penas y las horas difíciles, la de los amores in­com­pren­­didos y los amores inconclusos, don­de ahora estaba sen­ta­do con los músculos en ejercicio.

Este era su problema. Tenía que retomar contacto, ave­riguar qué pa­sa­ba con los di­ri­gentes, qué sucedía con el Par­tido, si acaso era tanto el peligro, si había más detenidos, cuál de­bía ser el próximo paso.

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