Pero todo eso requería primero calmar angustias y miedos, adquirir la seguridad de murallas sin intrusos y un techo para soportar una lluvia inevitable en un día de tanto calor para esta época, apaciguar el hambre con una taza de café o un vaso de leche, conseguir una cama para tenderse. Descartados los parientes y los amigos habituales, eliminados de la lista los militantes del Partido, no era mucho lo que quedaba. Con la memoria recorrió el barrio, hasta recordar que por allí vivía Milena.
Milena.
A su casa no podía ir, pues eso también lo recordarían los propios agentes.
Frente a la casa de Milena vivía el Fiscal Militar, el que hace tan poco tiempo intentó procesarlo. No, no podía. Cualquier casualidad era suficiente para que lo detuvieran. Pero tampoco podía seguir eternamente en esta plaza y comenzó a caminar, sin saber hacia dónde. Estaba a tres o cuatro cuadras de la casa de Milena. Recordó su calidez, sus ojos tan hermosos, su ternura, la biblioteca tan completa, había dicho ella una tarde de bromas, para soportar un clandestinaje larguísimo. ¿Por qué no intentarlo? El calor, el cansancio, el dolor de sus pies, el hambre, todo le exigía un lugar tranquilo en el cual permanecer un tiempo. Caminaba lentamente hacia la casa de Milena, sabiendo que no debía llegar, que no entraría, que ni siquiera podría pararse frente a la puerta de la casa, porque si en verdad lo estaban buscando −ni siquiera estaba seguro de ello− una de las primeras casas que allanarían sería esa. Por lo pasado o por lo que todos creyeron que pasó. No podía ir a casa de Milena. Incluso, lo pensó recién, si la persecución era relativamente amplia, una periodista opositora como Milena podría ya estar detenida.
Se detuvo y volvió la mirada hacia la plaza, con un sentimiento de despedida y una actitud desconcertada. Su impulso era regresar, instalarse en un banco, levantar tienda, abrigarse de recuerdos, acomodarse y establecer un hogar, su protección, porque allí estaba ese hogar de sus ansias de vivir, de sus amores, de su frustración.
De sus frustraciones.
Entonces, recordó a Margarita.
Margarita era la eterna frustración de Rafael. Se enamoró de ella cuando ninguno estaba en edad de enamorarse y tampoco él supo poner nombre a ese sentimiento que le era nuevo, pero sí que, a partir de entonces, lo que más quería en la vida era verla todos los días, admirarla con su pelo negro y sus ojos verdes, jugar a cualquier cosa para permanecer a su lado, aunque afuera los demás niños de siete años como él estuvieran jugando al fútbol, su pasión más enorme hasta aquella tarde en que Margarita apareció por el barrio. Poco después de su llegada, Rafael supo que era sólo un día mayor que su amiga, lo que interpretó como un signo mágico de una unión que debería perdurar para siempre, sin saber entonces Rafael que las mujeres jóvenes siempre se enamoran de hombres mayores y nunca de los de la misma edad. El iba a un colegio del sector y ella donde las monjas, pero en las tardes podían encontrarse para hablar incansablemente, jugar a los juegos más variados, aprendiendo ella el manejo de la pelota −era una buena arquera, después de todo− y él a asumir la paternidad de todas esas muñecas de trapo y de loza, con ojos grandes de bolitas de cristal que dominaban el dormitorio de la vecina de los ojos verdes. Rafael nunca había visto a nadie que tuviera los ojos verdes y una mirada tan triste a pesar de estar contenta y riendo con entusiasmo.
Se vieron incesantemente durante muchos meses. Cuando ella fue de vacaciones a la costa y él viajó a pasar el verano donde su abuela nortina, Rafael escribió su primera carta de amor, en la que le decía que la recordaba todos los días, en las mañanas y en las noches, que le gustaría verla y que no quería quedarse donde su abuela porque se aburría mucho. Por supuesto, la carta no fue enviada pues Rafael sintió su primera timidez de amor, como era con los niños de entonces. Se dio cuenta que estaba enamorado, que no valía la pena vivir sin Margarita y tuvo miedo de que por decírselo ella no quisiera volver a verlo. Esa percepción era el reflejo de una anticipada madurez de amor que le habría de poner los ojos serios para siempre. Margarita creía que esta mirada era el reflejo de una irrenunciable vocación a la santidad y en las noches rezaba pidiendo a Dios que la mantuviera cerca de su amigo santo para que la ayudara a ser muy buena. Muchas mujeres se enamoraron de Rafael a lo largo de su vida y todas lo creyeron santo por su forma de mirar y sus consejos siempre tan oportunos y sabios.
Así pasaron muchos años, con encuentros diarios, una con los ojos verdes y otro con los ojos serios, separándose sólo en las noches y en las vacaciones de verano. Su amistad era tan intensa que las madres terminaron por hacerse amigas y pasaban tardes enteras tejiendo y charlando, con la idea de que podrían ser consuegras, pero sin decirlo nunca. La madre de Margarita siguió teniendo hijos todos los años hasta completar nueve, pero Rafael sólo tuvo a su hermana, dos años menor.
Poco antes de cumplir los doce años Margarita se cambió de casa y a partir de entonces la situación varió por completo, no sólo porque ya no podrían verse todos los días, sino porque Margarita comenzó a hacerse mujer. Rafael no celebró cumpleaños por razones que nadie entendió muy bien, pero que tenían que ver con las múltiples actividades de papá, la situación económica, las cosas como están, con la promesa de que más adelante harían una fiesta, lo que por supuesto no llegó nunca. En respeto a la verdad, Rafael recordará en su fuero íntimo que él estaba melancólico y no hizo ningún empeño por tener fiestas, pues no sabía qué mierda es lo que podría celebrar si lo único que importaba es que Margarita ya no estaba cerca de él. Por su parte, Margarita hizo su celebración y lo invitó a la casa nueva. Rafael se sintió muy desagradado, pues debió pasarse toda la tarde pateando una pelota con los dos hermanos menores de su amada, pues ella se encerró con sus amiguitas en el living a escuchar discos de Elvis Presley y Paul Anka.
Había ya empezado la carrera dispareja, en la cual Rafael iba perdiendo irremediablemente, cada vez con la mirada más seria por el amor y con más cara de santo en su desesperación. Margarita crecía haciéndose más bonita, con su pelo negro, largo y frondoso, sus ojos verdes, sus pechos nacientes, sus piernas hermosas, su sonrisa triste aunque estuviera alegre. Los amigos de Margarita eran todos mayores que ellos y Rafael se fue alejando de esa casa. Cuando tiempo después la mamá de Margarita lo invitó a veranear, Rafael tuvo mucho miedo, pues él con sus quince años y su amor, iba a terminar paseando con Gabriela, la hermana segunda, mientras Margarita saldría a fiestear con los grandes. Sacando fuerzas de flaquezas aceptó la invitación, pero fue tanta su pena de amor que al tercer día de estar en la playa se enfermó de veras, con fiebre y todo. Pensando que era tifus lo enviaron de regreso a su casa. Como sólo eran penas de amor, mejoró de la fiebre, pero los ojos le quedaron más serios y de mirar más profundo, después de haber pasado todo el verano dedicado a estudiar historia y a leer el Canto General de Neruda, en lugar de pasear con su amada.
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