Fernanda se levantó muy lentamente y, como si se tratara de una escena en cámara lenta, caminó hasta sentarse al lado de Rafael, muy cerca, mirándolo con simpatía y curiosidad, queriendo escudriñar, en los rasgos duros y la mirada profunda de este hombre lleno de misterios para ella, una buena respuesta para el llanto de mamá, para este llanto en particular, porque si bien ella era una llorona habitual, esta vez le había resultado una revelación la expresión de afecto demostrado a este personaje que llegaba desde el pasado en un día cualquiera.
− Pareces simpático, Rafael, pero espero descubrir cuál es tu gracia. No me contestes nada, solita voy a descubrirlo, si me das la oportunidad para verte de nuevo.
El sonido del timbre sobresaltó a Rafael, que permaneció inmóvil y se tensó. Sus ojos revelaron preocupación, pues recién había recordado su situación real y que ésta no era una visita de cortesía.
− No te asustes, debe ser mi hermano. ¿Tú sabías que tengo un hermano?
Si, lo sabía, sabía incluso que se llamaba Nicolás, pero lo tenía muy oculto en la memoria y se reconoció que no le interesaba verlo, temiendo que se pareciera al padre, aquel que fue el conquistador de Margarita antes de que él estuviera en condiciones de competir y que como un imbécil la había reemplazado por otra, aquel que fue aviador y del que se dice que fue colaborador de los servicios.
Para Rafael fue una sorpresa ver a un Nicolás distinto al padre, suave y menudo, pelo negro y ojos verdes al estilo de la madre, con un aire que recordaba al abuelo materno, vestido de uniforme colegial, serio y desaprensivo, que luego de soltar un hola general, se abalanzó hacia la cocina. Se reconcilió con él, aunque el muchacho ni siquiera preguntó quién era o qué estaba haciendo allí; sintió vergüenza de sus prejuicios y lo miró con mucha simpatía cuando pasó nuevamente por su lado, ahora llevando un enorme pan entre la boca y la mano.
Luego que Fernanda fue al segundo piso, reapareció Margarita, más tranquila, repuesta de la sorpresa y se instaló a su lado en el sillón. Le tomó mano.
− Me alegro mucho de verte. No sabes cuánto. ¿Algo anda mal, Rafael?
El sonrió con el rostro, pero mantuvo la seriedad con la mirada. Si, algo andaba mal, sobre todo en él, que siempre fue tan listo de palabra, tan ágil en los foros y en las asambleas y que frente a esta mujer parecía un mudo.
-Ya me lo vas a contar todo, amigo, no te apures. Yo tengo todo el tiempo del mundo ¿Y tú?
− Todo el tiempo, demasiado o nada, no lo sé...
− Huy, amigo, caramba, que las cosas están muy mal. ¿Sabes? Todavía tienes cara de santo. ¿Eres ya un santo consumado?
− No soy un santo, no Margarita, no lo creo.
− Ojalá.
Y se quedaron en silencio. Ella se apretó contra él, susurró algo sobre el gusto de tenerlo, apoyó la cabeza en el pecho, sintió la agitación de Rafael, la del miedo y del amor, buscando la barba con la mano. Rafael se fue inmovilizando paulatinamente. No quería romper el hechizo, años y años de su vida esperando un momento como éste, esperando este abrazo, este pelo, esta mano en su mano, distinto de tantos abrazos con tantas mujeres que habían compartido su intimidad y su pecho con mucho amor, pero todo esto era nuevo por tan largamente soñado, por la convicción de que jamás sucedería, de que era completamente imposible, mantuvo la respiración constante para que ninguna alteración justificara que ella se moviera de su lado un solo milímetro, para que nada interrumpiera esta sorpresiva manifestación de cariño, temiendo que si ella se iba regresaría para su vida la sórdida realidad de las últimas horas, quedaría solo, se terminarían las esperanzas y quizás la vida misma. Sin moverse, tal vez compartiendo el deseo de no interrumpir el momento, Margarita habló.
− ¿Viste a mis hijos?
Si, le habían gustado, pero sólo dijo “si” y nada más y muy bajito, para que no tuvieran que moverse, sintiendo todo muy cálido y suave, postergando eternamente el momento de las explicaciones, porque a Margarita sólo le había interesado que él estuviera allí y no preguntaba nada, ni por qué ni hasta cuándo, era todo un eterno minuto, un instante, un encuentro de cualquier día y a cualquier hora, sin nada más que el presente, intenso y grato, que Rafael sabía que no era de cualquier día y cualquier hora, que toda esta magia era posible sólo porque las cosas le habían resultado mal, pero con su tensión y sus conflictos él quería gozar, simplemente gozar, sin preguntarse por qué esta vez ella era tan expresiva con él, por qué no antes o tantos otros porqué, por qué tantas cosas sí y tantas no, pero no te muevas, Margarita, no digas nada, no respires, no suspires, no preguntes, que te he amado siempre, que no he dejado de amarte aunque haya amado a otras de por medio; que, a pesar de tus amores y los míos, te he tenido en el corazón, aquí, en el pecho, donde ahora estás, Margarita, sabiendo que algún día te lo diría con todo mi ser, sin saber hasta dónde y cuánto te estaba queriendo, Margarita mía, no te muevas, Margarita, Margarita, amor mío, por fin, sé que te he esperado, que la espera valió la pena aunque ni siquiera en este minuto de maravillas me atreva a expresar en palabras lo que estoy sintiendo por dentro, todo esto tan lindo que pasa por mí, no te muevas Margarita, no me toques la cara, amor mío, no hagas nada, Margarita, que de repente me pongo a hablar y te digo todo esto, cuando quizás otra vez he llegado tarde y ya tienes un hombre que duerme contigo en las noches, Margarita mía, querida Margarita, me quieres mucho, poquito y nada, Margarita, me quieres mucho-poquito-nada, no suspires Margarita.
− ¿Por qué te cortaste la barba?
Rafael suspiró fuerte, cambió el aire de los pulmones soltando briznas de amor por todas partes, intercambiando el aire propio con este mundo de la casa de Margarita.
− Por razones de seguridad.
Y entonces ella se hizo hacia atrás y lo miró sonriendo, como si no entendiera nada, arrugó los ojitos verdes y repitió la misma frase, pero dando tono de pregunta, sin soltarle la mano, percibiendo que en esos ojos serios había miedo.
− A ver, a ver, amigo mío. Parece que esto va en serio. Vamos a conversar largo, porque hay muchas cosas que no entiendo con facilidad. ¿Te sirvo algo, un café, un trago? ¿Quieres fumar?
Nada, no quería nada, nada más que seguir con ella hasta que el mundo estallara en pedazos, que todo lo demás se fuera a la misma mierda, el Partido, el General, los agentes, pero ella encendió un cigarrillo y se paró para acercar un cenicero.
En ese mismo momento se interrumpió la trasmisión musical y un solemne locutor anunció que pasaban a integrar red nacional de radios y de televisión.
Margarita se quedó de pie y Rafael puso atención a la radio.
DOS
− Aló, ¿Javier? Anoche detuvieron a Ismael.
Parece pleno otoño, no por la fecha, sino por el clima. Un poco de viento a ratos, nubes que van y vienen, una más negras que otras, instantes de luminosidad plena, calor, mucho calor y una humedad terrible. Un día abochornado, de esos en los que resulta imposible caminar tranquilo por las calles del centro, con todos los transeúntes más nerviosos que de costumbre y un ambiente que mezcla las frustraciones, el desánimo, el desconcierto y la humedad.
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