− El descanso que nos dieron duró tres días. Nos hicimos muy amigas. Hablamos de todo, nos contamos la vida entera, descubrimos puntos comunes, amigos, conocidos, fiestas, alegrías, terrores.
Patricia se recuperó mucho, pero le persistió un dolor muy fuerte bajo el estómago. Les daban algo de comer cada cierto tiempo, pero ella no retenía nada y botaba mucha sangre.
− Me contó de ustedes, de la familia, de los resentimientos pendientes y de las peleas. Sobre todo se acordaba de usted.
Al cuarto día empezó una nueva etapa de torturas para ella. Regresó a la celda dos días después, en un estado peor que el anterior.
− Fue terrible, doloroso verla, más aún cuando ya la sentía mi amiga.
Teresa habla, mientras Carlos Alberto siente un bulto que le gira por el tórax.
− Dijo que se iba a morir, que no soportaría el terrible sufrimiento.
La brisa es menos tibia, las estrellas están lejos, demasiado lejos.
− Me habló de su amigo poeta, de sus otros amigos, de la gente que más quería. Esa noche, deben haber sido como las tres de la mañana, la sentí quejarse. Me acerqué y tomó mis manos con mucha fuerza. Eso me pareció buen signo, pero me dijo que se moría. Me muero, Teresa, me voy a morir. Y entonces me pidió este favor. Teresa, me dijo, si es que alguna vez sales de aquí, anda a ver a mi padre, no a mi madre, a mi padre, y le cuentas todo esto que has visto. Dile que le he tenido rencor porque siempre estuvo lejos de mí, pero que en realidad lo quiero mucho, que siempre lo quise mucho y que lo he perdonado. Dile que me perdone él a mí, por lo malo que le hice, yo sólo quise ser leal con mi conciencia, quise ser honrada, jamás quise dañarlo. Dile que nunca he hecho nada de lo que él tenga que avergonzarse y que todo lo que le puedan decir de mí es mentira. Anda, me dijo, y se lo dices en persona. Nunca lo escribas. Debes estar segura que él se entere, aunque pasen muchos años.
Ya está oscuro y ellos sentados en el banco, frente al pino legendario de Concón. Carlos Alberto, el pecho compungido, incrédulo mirando a la muchacha, ambos emocionados y ella con la vista en la profundidad de las estrellas, sintiendo el frescor de la noche que ya caía, agradeciendo aliviada que este hombre hubiera sido capaz de mantenerse en silencio durante su largo discurso. Retomó el aire y siguió contando.
− Poco después Patricia perdió el conocimiento, pero mantenía su mano en las de Teresa, respiraba cortito y rápido. Una o dos horas después empezó a quejarse, arrugó el rostro y la vi que se iba a morir. Me puse a gritar para que vinieran los guardias y llamaran a un médico. Vino un guardia, me hizo callar pero no obedecí y luego llegaron otros más, hasta que por fin trajeron una camilla para llevársela. No puedo asegurarlo, señor, pero creo que cuando se la llevaron ya había muerto.
A Teresa la cambiaron de lugar de encierro.
La llevaron de una a otra parte, la torturaron nuevamente, otros interrogadores, otros expertos en interrogatorios políticos, otros hombres y mujeres, que la insultaron, la amenazaron, la dañaron, la fusilaron fingidamente dos veces. Uno de los agentes le contó que su hijo había muerto, pero ella no lo creyó.
− Estaba convencida, señor, que no era sino una maniobra para quebrarme, para debilitarme, pero resultó que fue la única verdad que los canallas me dijeron en todo el tiempo que permanecí en sus manos.
Tuvo suerte: estaba destinada a morir porque había visto demasiado, pero un fiscal militar creyó necesario llevarla a prestar declaración en un proceso que culminaría en Consejo de Guerra. La dejaron recuperarse, la acomodaron y la llevaron a las Fiscalías. Guardias y oficinas, mucha gente por todas partes, hasta que la sentaron frente a una mujer muy amable, con cara bonachona que la interrogó por largo tiempo y le convidó una taza de té. Cuando terminó la diligencia, el Fiscal consideró que no tenía nada que ver en el proceso y no había razón para mantenerla detenida, por lo que ordenó su libertad por falta de méritos. Ella sabía que tenían que devolverla al lugar donde estaba prisionera y temía que entonces la mataran. La actuaria también.
− Con sus ojos cálidos me dijo, “para el taxi” y me entregó un poco de dinero, llamó al gendarme y le dijo que yo estaba en libertad, que me iba desde ahí mismo y me hizo salir por una puerta distinta, mientras al interior del edificio quedaban esperando los agentes que me habían traído.
Teresa estaba libre, libre, caminó rápido y tomó el primer taxi que apareció.
− Esa noche mis padres me llevaron a una embajada. Estuve fuera hasta Diciembre del año pasado. Ahora me autorizaron a regresar y aquí estoy, cumplido ya el encargo. Eso es todo.
El silencio parece un alivio. Mira a Carlos Alberto y lo ve llorar, muy suave durante mucho tiempo y luego más y más, con sollozos e hipos, con sonidos agudos y el rostro descompuesto, llora como no podía recordar haberlo hecho jamás. Hace frío y ella misma le sugiere que se vaya a casa dispuesta a acompañarlo. Llegan y él sigue llorando. Teresa se instala a su lado y lo acompaña, acariciándole el pelo, suavemente, hasta que se queda dormido sobre el sillón. Ella sale en puntillas, silenciosamente, ante la sorpresa del cuidador que creyó que había venido a dormir con el patrón.
Nunca lo dijo a Sonia. Nunca lo dijo a nadie. ¿Por qué? No sabe. Por eso ahora, cuando lo van a meter preso, a Carlos Alberto le parece ridículo llamar a Sonia, porque ella no entendería nada, si acaso no se lo contaba todo, lo que podría ser demasiado largo. Y difícil.
Fue después de ese encuentro en la playa, con el dolor aplastando el pecho, con un desgarro de parto en el alma, con los ojos ya desocupados de las lágrimas acumuladas en tantos años de parecer un tipo correctito y formal, fue entonces, recuerda esta noche antes de ser detenido, que decidió ubicar al tal Moncho y al poeta, sin saber exactamente para qué, pero con la total seguridad que su vida habría de cambiar.
Esta noche no tiene a quien contarle todo lo que pasa en su interior, a nadie quien explicarle, a nadie a quien dejar instrucciones sobre las cosas de trabajo que quedan pendientes, a nadie para compartir su miedo, a nadie para despedir su libertad con un poco de ternura. Falta ya poco para la diez de la noche y va a empezar el toque de queda. Demorarán en detenerlo, tendrá tiempo de presentarse voluntariamente.
La decisión está tomada. Con su pequeña maleta, donde ha puesto las cosas más elementales, sale del departamento, toma su auto y luego de cruzarse con dos o tres camiones militares, llega hasta el edificio donde vive Sonia.
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