Chiquillo de mierda, pensó Carlos Alberto, no es problema de confianza sino de encontrar a Patricia. Muchas gracias y punto, eso era todo lo que podía esperar del que decía que tanto la amaba.
Quedaron los tres solos. Pasaron toda la noche entre los ataques de llanto Sonia y las acusaciones de “tú tienes la culpa, Carlos Alberto, porque la ayudaste a irse de la casa” y la respuesta de “no me hables así, Sonia, porque ella se fue porque tú le hacías la vida imposible y a todos por igual, que ya estamos hasta aquí contigo”, mientras Juan Alberto, el hermano, simplemente se entristecía en toda la profundidad posible.
Habló con todos sus conocidos. Incluso consiguió que lo recibiera el Almirante. Una vez habían estado juntos jugando al golf. Todos prometieron hacer algo, pronto se va a saber. Habló con las más variadas personas: coroneles, generales, miembros del poder judicial, abogados. Todos le recomendaban no presentar recurso de amparo, no armar escándalos, no decir una palabra en público, ya que si recurría a las Cortes o al Comité del Cardenal, las cosas se pondrían peor. Consiguió que un obispo de cuya lealtad no se podía dudar, se interesara privadamente en la situación. A los pocos días los recibió, en esos aires costeros cerca de la capital, para explicarles que, efectivamente Patricia había sido detenida, pues había una denuncia sobre actividades políticas subversivas, pero que pronto podrían visitarla y con los antecedentes de los padres todo se aclararía rápidamente. Mientras tanto no había que decir nada ni hacer escándalos.
Sonia estaba desesperada y Carlos Alberto le insistía en la necesidad de confiar, había que tener paciencia y confianza, ellos no eran cualesquiera, pero los días, las semanas y los meses pasaron y, después del aniversario del golpe de estado, en muchas partes se comenzó a hablar de personas que desaparecían o que habían sido detenidos y los ejecutaban sin proceso o no se sabía más de ellos.
Hasta su oficina llegaron algunas mujeres, diciéndole que habían sabido que su hija estaba detenida y que sería conveniente que se presentara un recurso de amparo, que ése era el camino para saber algo y que así las cosas serían mejores. El las olió de inmediato, se dio cuenta que eran comunistas y como ellas guardaron silencio cuando les preguntó si habían solucionado su problema con el recurso de amparo, con el Comité de la Paz, el obispo luterano, el cardenal y todo eso, las despidió y resolvió no recibirlas más, pues, tal como le había dicho el Coronel en la entrevista que le habían conseguido, esas son injurias y patrañas inventadas por los comunistas y la Iglesia, manejada por los demócrata cristianos, que se han empeñado en una tarea internacional de desprestigio y lo de la niña se arreglará, es cosa de unos días o algo así, no se preocupe, había dicho al alto oficial, que todo se arreglará, tenga confianza. Se notaba que el Coronel tenía poder, que era más importante incluso que varios generales.
Poco antes de Navidad se presentó en la casa de Carlos Alberto y Sonia un grupo de hombres vestidos de civil. El que hacía las veces de jefe fue muy amable. Dijo que lo de Patricia estaba en conformidad e iba a quedar en libertad, que ya todo estaba arreglado y que necesitaban llevarse ropa suya. Sonia pidió permiso para enviar una carta, en la que sólo le expresó que la querían mucho y la estaban esperando. Dos o tres días después se presentó un oficial, esta vez vestido de uniforme. Pidió hablar a solas con Carlos Alberto y en un tono excesivamente solemne, le dijo que su hija había quedado en libertad, pero no había aceptado que la enviaran donde sus padres, sino que quiso irse de inmediato al extranjero por lo que la habían dejado en una micro que iba a Mendoza. Parecía que amigos suyos la iban a ayudar con dinero. Solamente mandó un recado, que para mí señor, es muy doloroso darle a su esposa. Ella dijo que nunca más regresaría a vivir con padres que no la querían y no compartían sus ideas. Perdone, señor, pero eso es. No, el oficial no había hablado con ella, pero el Coronel si y era él quien había enviado tal recado. El Coronel.
Carlos Alberto estaba completamente desconcertado. Hizo todo tipo de gestiones para ubicar a su hija en Argentina, pero alguien vinculado a los militares de allá le hizo saber que había tomado el avión con destino a Cuba.
Al poco tiempo se dejó de nombrarla, por precaución o por miedo y cuando, un año después, se publicó en Argentina la lista de muertos en un enfrentamiento, todos chilenos, ellos buscaron con avidez, pero como no figuraba entre esas ciento diecinueve personas, aceptaron la versión de que estaba en Cuba. Las relaciones entre Sonia y Carlos Alberto fueron cada vez peores, hasta que cansado de tantas recriminaciones, Carlos Alberto decidió separarse. Total, ya no tenía sentido que siguieran juntos: Patricia estaba en Cuba y Juan Alberto en Estados Unidos, al parecer ambos para no regresar jamás.
Así fue todo hasta aquel día de marzo de mil novecientos ochenta y dos.
Había ido a pasar unos días a Concón, la casa que era el único residuo del matrimonio con Sonia, pues la compartían amigablemente. Ella todo el verano, para sí misma o para arrendarla. El, desde marzo a diciembre, para ir los fines de semana, con tus amiguitas, le había dicho Sonia, entre celosa y contenta de saber que su hombre, el que había sido de ella cuando joven, el que siendo tan atractivo la había elegido, todavía fuera interesante para muchas mujeres más jóvenes que ella. Al comenzar marzo, ya no quedaban veraneantes y era el mejor tiempo, un poco menos caluroso que el verano, la playa dispuesta para él, para asolearse y caminar. La primera semana de marzo la pasaba sólo y luego, a veces, invitaba a alguien a compartir su descanso.
El cuidador le entregó un sobre. Se lo había dejado una señorita “que venía en un autito chico, don Carlos Alberto”. Abrió el sobre, sorprendido. Se encontró con un papel sencillo, que decía simplemente que tenía un recado de Patricia y lo esperaba esa misma tarde a las siete en la terraza de la playa. Carlos Alberto se percató que tenía poco tiempo, lo suficiente para cambiar de ropa y tomar el auto. No quiso pensar en nada, sino que dejó sentir la emoción de descubrir que su hija aun se acordaba de él. Tal vez era ella misma quien lo vería y había ingresado clandestinamente al país. Tal vez era una de las mujeres que el Gobierno calificaba de extremistas y de las que ponen bombas. Nada de eso le importaba. Sintió una enorme excitación.
Fue.
Detiene el auto frente a la terraza de la playa. A esa hora aun no se ha puesto el sol. Parece verano, por el brillo del mar y la temperatura agradable. Baja con la misma parsimonia de siempre. Luego de cerrar el auto mira hacia el mar y percibe el enorme pino de siempre y tras él, el sol que se va, lentamente, al mismo ritmo que Carlos Alberto avanza. Treinta años y el pino sigue igual, como si nada pasara, cuando en realidad es lo único vigente de aquellos tiempos, pues los demás lugares, la Parker, el Astoria, la casa de los Aguirre, todo ha ido dejando el paso a enormes edificios de departamentos y ahora son otras las familias que vienen. No ve a nadie y decide cumplir su ritual de caminar de lado a lado por la terraza. Llegó con dos o tres minutos de adelanto y salvo el vendedor de revistas nadie queda en el sector. La terraza, con sus banquitos para mirar la puesta de sol, tiene casi trescientos metros haciendo recovecos y rincones apropiados para que se instalen los enamorados o descansen las mamás de regreso de la playa. Muchos años recorriendo de extremo a extremo la terraza, trancos largos de golfista, manos atrás mirando cada detalle que se le presentara. El rito empezó en los años de papá joven, cuando traía a Patricia recién nacida y en su coche a tomar el fresco de la tarde y desde ese momento para siempre, sólo o acompañado, leyendo o mirando. Para él, este lugar significaba inmediatamente paseo en las tardes y todos quienes lo conocían sabían que era el lugar ideal para encontrarlo.
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