− Buenas tardes, señor.
Al primer vistazo le parece una muchachita, pero luego, al verla de cerca, ve que ya no es una niña, sino debe tener por lo menos treinta años. Rubia, muy bajita y menuda, de una delgadez que le arrebata sensualidad, pero le añade ternura a su rostro alargado. Su vestido blanco, de falda amplia, muy liviano, como para que el viento lo moviera igual que a su melena dorada, le da un aire angelical. Bonita, se dijo, con su costumbre de observarlo todo y calificarlo de inmediato, sintiendo simpatía por este ser que le hizo pensar en una aparición, como las que estaban de moda por aquel entonces.
− Soy Teresa. Yo le envié el papel.
Es decir, no era un ángel ni una aparición. La saludó muy formalmente y no pudo evitar ponerse nervioso, presintiendo que este encuentro sería muy importante. Le preguntó si querría acompañarlo a la casa o ir a algún lugar a tomar un trago o un café, pero ella le respondió que prefería caminar, sin agregar que allí sentía que estaba más segura, pues no sabía cómo iba a reaccionar él cuando le dijera lo que tenía que decirle. Sólo le comentó este miedo de esa tarde varios meses después cuando, un día en forma inesperada volvieron a encontrarse en la casa del poeta, el mismo que había sido tan amigo de Patricia.
− Yo lo invité a venir. Le tengo un recado de su hija, de Patricia. Quizás tenga muchas cosas que contarle, que le pueden interesar.
Hace una pausa y traga saliva. Le dice que para ella esto es muy difícil.
− Le ruego que no me interrumpa, señor, si me deja contarle todo, después puedo contestarle sus preguntas.
Lo miraba con algo de asustada y mucho de fuerza interior.
− Antes de hablarle he averiguado muchas cosas respecto de usted y de su familia, porque siempre me sorprendió que Patricia no estuviera en las listas de los detenidos desaparecidos y no leer jamás su nombre en las campañas que se ha hecho en todo el mundo en favor de las personas detenidas.
Ella necesitó saber qué clase de personas eran éstas que no decían nada ante el dolor y la pérdida de un ser querido. Sabía que había cientos de familias que habían silenciado su condición de víctimas de esta dictadura horrorosa, tal vez como una vergüenza, tal vez por miedo, pero nunca había conocido ninguna de cerca.
Carlos Alberto la mira con atención. Teresa habla muy rápido, casi sin respirar, con un tono suave, como debía ser su pelo rubio; rápido, muy rápido, temiendo ser interrumpida. El hombre había aceptado una condición de no interrumpir el relato, no preguntar nada hasta que hubiera terminado, pero ella no sabía si él cumpliría su palabra y que estaba entrenado por su trabajo para escuchar mucho y hablar sólo lo necesario, como tenía que ser entre personas que se dedican a los negocios y saben ganar siempre.
Teresa le dijo que como fruto de sus averiguaciones se había enterado que a la familia, a los padres de Patricia, se les dijo que la muchacha había quedado en libertad a fines del setenta y cuatro y se había ido a Argentina y luego a Cuba y que luego de esperar por mucho tiempo que ella escribiera, habían tomado la actitud de olvidarse que existía, lo que entendía que era imposible, pues un padre jamás puede olvidarse de un hijo.
− Eso lo sabemos todos, incluso yo, señor, porque tuve un hijo que murió cuando tenía un año y lo sigo recordando, aunque después he tenido otros, así es que sé que usted tiene que seguir preguntándose por ella.
Él la mira con los ojos fijos.
− Lo que pasa, dice levantando los ojos y enronqueciendo la voz, que no es verdad lo que les contaron. Patricia nunca fue dejada en libertad, sino que murió en prisión.
Fueron detenidas el mismo día. Cuando tomaron a Teresa, los agentes la separaron de su marido −que era a quien buscaban− y la llevaron con los ojos vendados hasta un lugar cerca de la cordillera. La sentaron en el suelo de una habitación y al poco rato se dio cuenta que no estaba sola, pero no hizo nada, no pudo hacer nada, ni hablar ni moverse, pues tenía mucho miedo y no sabía si había guardias mirándola. Pasó mucho rato en esa posición, presa de un terror que le dominaba todo el cuerpo, su frágil cuerpo, pensó Carlos Alberto, hasta que la puerta se abrió y la obligaron a levantarse. Luego hicieron ponerse de pie a la otra persona, las esposaron juntas.
− Me di cuenta que era mujer y caminamos a través de pasillos y escaleras hasta llegar a una pieza en la que nos sentaron, esta vez en sillas de madera. Era una especie de oficina de ingreso, en la que un hombre de voz dura y prepotente nos preguntó los nombres y otros datos personales.
Allí supo que la otra persona detenida junto a ella, era Patricia.
− Su hija, señor, a la que conocía de nombre y de vista como dirigente de la Universidad, pero ella no me conocía a mí. Ni de nombre.
El sol se ha puesto, la brisa playera se levanta, discreta y tibia.
− Para qué le voy a contar mi historia. Me trataron pésimo, me sometieron a muchas torturas, las más brutales que se pueda imaginar. Querían hacerme confesar todo tipo de cosas sobre mi marido, querían que diera nombres de otros compañeros, pero yo no sabía casi nada de lo que me preguntaban y hasta ahora tengo dudas sobre si acaso habría cedido a las presiones o no, en caso de saber algo de todo eso, por supuesto.
Quedó muy mal después de las sesiones de torturas. Sólo después de varios días le permitieron descansar.
− Me enviaron a una especie de sala de recuperación en la que pude sacarme la venda, autorizada, señor. Casi enceguecí de la impresión al recibir un poco más de luz, no mucha, porque era una celda ubicada en un semisubterráneo al que le entraba algo de luz natural, muy fría, muy húmeda, con seis camas y una mesa.
Había colchonetas y frazadas sobre las camas, toscas, grises, ásperas. No estaba sola. Estaba Patricia. Tendida sobre una cama, en muy mal estado, en una especie de somnolencia, pálida. Tenía fiebre.
La voz se le aceleró aun más cuando contó que se acercó a ella, le dijo que la conocía y que también estaba detenida como ella.
− Patricia no me creyó, señor, pensó que era una del equipo de torturadores, porque siempre hacen el juego del bueno y del malo.
Durante varios días no la dejaron dormir. La interrogaron mucho, duramente, le preguntaron por mucha gente, algunos de los cuales parece que ya habían sido detenidos y querían comprobar declaraciones.
− Después de todos esos días, estaba peor, mucho peor que yo.
Teresa describió a Carlos Alberto las torturas que recibió Patricia. Primero los golpes en el rostro y en el estómago. Luego los interrogatorios de pie, hasta que las piernas se hincharon. No la dejaban ir al baño y ella ya no resistía los dolores en la vejiga. En medio de una golpiza se orinó, lo que aprovecharon para humillarla. El grupo de torturadores se integró con mujeres cuando tocó el turno de la electricidad.
− En los pies, en las axilas, en los genitales, introduciendo alambres por la vagina y por el ano, señor, usted no puede imaginar lo que es eso, a mí también me lo hicieron y después en los pezones.
Horas y horas amarrada en la parrilla. Siempre desnuda, la habían colgado de los pulgares teniendo los brazos atados a la espalda.
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