Jaime Hales - Baila hermosa soledad

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"Un poco de viento a ratos, nubes que van y vienen, unas más negras que otras, instantes de luminosidad plena, calor, mucho calor y una humedad terrible". Dos días antes un atentado en contra del general que gobierna, desató un temporal de persecuciones. Hombres y mujeres, todos nacidos bajo las mágicas influencia de la conjunción de Saturno y Plutón en Leo, en los alrededores de la mitad del siglo XX, ven sacudidas sus vidas que un día fueron de esperanzas, de luchas y de hermosos ideales. Una novela – escrita entre 1985 y 1987 – en la que se combinan el amor, la política, los miedos y, sobre todo, la soledad, muestra a los personajes creados por Jaime Hales, uno a uno, saliendo un baile manejado por manos ajenas e invisibles. El propio autor aparece como uno más de estos hombres y mujeres en una obra de ficción, pero que no escapa al tiempo real. La niña María ha salido en el baile baila que baila que baila y si no lo baila, castigo le darán. Salga usted que la quiero ver bailar por lo bien que lo baila Hermosa Soledad.
(Ronda infantil)
De este texto se ha dicho que es un retrato veraz y valiente de los acontecimientos del Chile de los años 70 y 80, donde acontecimientos y personajes son vistos en forma íntima en sus diversas facetas.

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− Buenas tardes, señor.

Al primer vistazo le parece una muchachita, pe­ro luego, al verla de cerca, ve que ya no es una niña, sino de­be tener por lo menos treinta años. Rubia, muy bajita y me­nuda, de una delgadez que le arrebata sen­sua­li­dad, pero le añade ternura a su rostro alar­ga­do. Su vestido blanco, de fal­da am­plia, muy liviano, como para que el vien­to lo moviera igual que a su me­lena do­rada, le da un aire ange­lical. Bonita, se di­jo, con su costumbre de ob­ser­var­lo todo y calificarlo de in­me­dia­to, sintiendo simpatía por este ser que le hi­zo pensar en una aparición, como las que estaban de moda por aquel en­ton­ces.

− Soy Teresa. Yo le envié el papel.

Es decir, no era un ángel ni una aparición. La sa­lu­dó muy for­mal­men­te y no pudo evitar ponerse nervioso, pre­sintiendo que este en­cuentro se­ría muy importante. Le pre­­gun­tó si querría acom­pa­ñar­lo a la casa o ir a algún lugar a tomar un trago o un ca­fé, pero ella le respondió que prefería ca­mi­nar, sin agregar que allí sentía que estaba más segura, pues no sabía cómo iba a reaccio­nar él cuando le di­jera lo que tenía que decirle. Sólo le comentó este mie­do de esa tarde varios me­ses después cuan­do, un día en forma inesperada volvieron a en­con­trarse en la ca­sa del poeta, el mismo que ha­bía sido tan ami­go de Patricia.

− Yo lo invité a venir. Le tengo un recado de su hija, de Pa­tricia. Quizás ten­ga mu­chas cosas que contarle, que le pueden in­teresar.

Hace una pausa y traga saliva. Le dice que para ella esto es muy difícil.

− Le rue­go que no me interrumpa, señor, si me deja contarle todo, después pue­do contestarle sus preguntas.

Lo miraba con algo de asustada y mucho de fuer­za interior.

− Antes de hablarle he averiguado muchas cosas respecto de us­ted y de su fa­mi­lia, porque siempre me sorprendió que Pa­tricia no estuviera en las lis­tas de los detenidos desa­parecidos y no leer jamás su nombre en las cam­pa­ñas que se ha hecho en todo el mundo en favor de las per­sonas de­tenidas.

Ella necesitó saber qué clase de personas eran éstas que no decían na­da ante el do­lor y la pérdida de un ser querido. Sabía que había cientos de fa­mi­lias que habían si­len­cia­do su condición de vícti­mas de esta dictadura ho­rro­rosa, tal vez como una vergüenza, tal vez por miedo, pero nunca había co­no­ci­do ninguna de cerca.

Carlos Alberto la mira con atención. Teresa ha­bla­ muy rápido, casi sin res­­pi­rar, con un tono suave, como debía ser su pelo rubio; rápido, muy rá­pido, temiendo ser in­te­rrum­pida. El hombre había aceptado una con­di­ción de no interrumpir el relato, no pre­gun­tar nada hasta que hu­bie­ra ter­minado, pero ella no sabía si él cumpliría su pa­la­bra y que es­ta­ba en­tre­nado por su trabajo para es­cu­char mucho y ha­blar sólo lo ne­ce­sa­rio, co­mo te­nía que ser entre per­sonas que se dedican a los negocios y sa­ben ga­nar siempre.

Teresa le dijo que como fruto de sus averigua­cio­nes se ha­bía en­te­ra­do que a la fa­milia, a los padres de Patricia, se les dijo que la mu­chacha ha­bía que­da­do en libertad a fines del setenta y cuatro y se había ido a Ar­gen­tina y luego a Cu­ba y que luego de esperar por mucho tiempo que ella escribiera, habían to­ma­do la actitud de olvidarse que existía, lo que en­tendía que era im­posible, pues un padre jamás puede olvidarse de un hi­jo.

− Eso lo sabemos todos, incluso yo, se­ñor, porque tuve un hijo que mu­rió cuan­do tenía un año y lo sigo re­cor­dando, aunque des­­pués he te­ni­do otros, así es que sé que usted tiene que se­guir preguntándose por ella.

Él la mira con los ojos fijos.

− Lo que pasa, dice levantando los ojos y enronqueciendo la voz, que no es ver­dad lo que les contaron. Patricia nunca fue dejada en libertad, si­no que murió en prisión.

Fueron detenidas el mismo día. Cuando tomaron a Teresa, los agen­tes la se­pa­raron de su marido −que era a quien buscaban− y la llevaron con los ojos ven­dados hasta un lugar cerca de la cordillera. La sentaron en el sue­lo de una habi­ta­ción y al poco rato se dio cuenta que no estaba sola, pero no hi­­zo na­da, no pudo hacer nada, ni hablar ni mo­ver­se, pues te­nía mucho miedo y no sabía si había guardias mi­rán­do­la. Pasó mucho rato en esa posición, pre­sa de un terror que le do­mi­na­ba to­do el cuerpo, su frágil cuerpo, pensó Carlos Al­berto, hasta que la puer­­ta se abrió y la obligaron a levantarse. Luego hi­cie­ron po­nerse de pie a la otra persona, las esposaron juntas.

− Me di cuen­ta que era mujer y caminamos a través de pasillos y es­ca­le­ras has­­ta lle­gar a una pieza en la que nos sentaron, es­ta vez en si­llas de ma­de­ra. Era una especie de oficina de in­gre­so, en la que un hombre de voz du­­ra y pre­­po­tente nos pre­guntó los nombres y otros datos personales.

Allí su­po que la otra persona detenida junto a ella, era Pa­tricia.

− Su hija, señor, a la que conocía de nom­bre y de vista co­mo di­rigente de la Uni­versidad, pero ella no me conocía a mí. Ni de nom­bre.

El sol se ha puesto, la brisa playera se levanta, discreta y tibia.

− Para qué le voy a contar mi historia. Me trataron pésimo, me some­tie­ron a mu­chas torturas, las más brutales que se pueda imaginar. Querían hacerme confesar todo tipo de cosas sobre mi marido, querían que diera nombres de otros compañeros, pero yo no sabía casi nada de lo que me preguntaban y has­ta ahora tengo dudas sobre si acaso habría cedido a las presiones o no, en caso de saber algo de todo eso, por supuesto.

Quedó muy mal después de las sesiones de tor­tu­ras. Sólo des­pués de varios días le permitieron descansar.

− Me enviaron a una es­pe­cie de sala de recuperación en la que pu­­de sa­carme la venda, au­to­ri­zada, señor. Casi enceguecí de la impresión al recibir un poco más de luz, no mucha, porque era una celda ubicada en un semisubterráneo al que le en­tra­ba algo de luz na­tural, muy fría, muy húmeda, con seis ca­mas y una me­sa.

Había col­cho­ne­tas y frazadas so­bre las camas, tos­cas, grises, ás­pe­ras. No estaba sola. Estaba Pa­tricia. Tendida so­bre una cama, en muy mal es­ta­do, en una especie de som­no­len­cia, pálida. Tenía fiebre.

La voz se le aceleró aun más cuando contó que se acercó a ella, le di­jo que la co­no­cía y que también estaba de­te­ni­da como ella.

− Pa­tri­cia no me creyó, señor, pensó que era una del equipo de tor­­tu­ra­dores, porque siempre hacen el juego del bueno y del malo.

Durante va­­rios días no la dejaron dormir. La in­te­rro­garon mucho, duramente, le preguntaron por mu­cha gen­te, algunos de los cuales parece que ya habían sido detenidos y que­rían comprobar de­claraciones.

− Después de todos esos días, estaba peor, mucho peor que yo.

Teresa describió a Carlos Alberto las torturas que re­cibió Patricia. Pri­mero los golpes en el rostro y en el es­tó­ma­go. Luego los interrogatorios de pie, hasta que las pier­nas se hincharon. No la dejaban ir al baño y ella ya no re­sistía los dolores en la vejiga. En me­dio de una golpiza se orinó, lo que apro­vecharon para humillarla. El grupo de torturadores se in­te­gró con mu­je­res cuando tocó el turno de la electricidad.

− En los pies, en las axilas, en los ge­nitales, introduciendo alam­bres por la vagina y por el ano, señor, usted no puede ima­ginar lo que es eso, a mí también me lo hicieron y después en los pezones.

Horas y horas amarrada en la parrilla. Siempre des­nuda, la habían colgado de los pulgares teniendo los brazos atados a la espalda.

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