1 ...6 7 8 10 11 12 ...21 Se pone en cuclillas frente al estante para abrir la corredera, tras la cual hay un mar de papeles que Javier mira, seguro que allí se aloja un enorme pedazo de historia encerrado en una caja de cartón. Por allí, por acá, saca y saca, ensuciando las manos con trozos del pasado y olor a polvo, reconociendo que no sabe lo que busca, qué es precisamente lo que, en esta tarde en que Ismael está detenido, espera encontrar, intuyendo que allí puede estar la clave de la liberación de su amigo, la liberación definitiva de todas esas redes en las que está cautivo. Cuando encuentra la caja gris de cartón (“recuerdos personales”, dice la ordenada letra de Marisa) se introduce voraz en las nostalgias y por primera vez en mucho tiempo descuida su impecable pantalón marengo que se marca con polvo.
Van saliendo los papeles, uno tras otro, amarillosos, descoloridos, llenos de historia personal, diplomas de mejor compañero, cartas que circulaban en clase de inglés burlándose de la voz aguda del profesor, anotaciones de química, dos o tres poemas de Jaime, la foto de primero, la foto de la despedida de los sextos en la que están también la Bernardita y la Catalina.
Catalina. Catalinda.
Pasan los papeles por su mano y las imágenes por la memoria, hasta que de pronto aparece la foto que tomó el Padre Jaime luego de la reunión de la Academia Literaria: los cuatro, Ramón, Javier, Ismael y el Negro Concha. Javier el más alto, delgado, más delgado que ahora, patillas largas, la corbata suelta, estatura de adulto ya conseguida, la mirada sonriente y cariñosa, coqueto tal vez. Javier sabe que ahora, casi veinte años después, sigue atlético y buen mozo. Se sabe atractivo y se cuida, gimnasia, tenis, buena ropa, pocos excesos permitidos, peinándose con calma cada mañana después de afeitarse. Tal como a los 17. Sujeta la fotografía y mantiene la vista fija en el papel impreso, como si esa fuera la llave maestra para ingresar a un pasado que cada vez parece más hermoso, sobre todo ahora, en este día húmedo y caluroso, sobre todo cuando encima de la mesa hay una escritura que espera correcciones, sobre todo cuando se sabe exitoso abogado lleno de honores, redactando escrituras de compraventa y formularios de contratos para una empresa constructora de amigos conquistados en los últimos años. Por un momento Javier no ve más que su propio retrato en la fotografía, permanece en silencio con la sonrisa en los labios, mirándose fino y fuerte, elegante, con los ojos un poco hundidos en sus ojeras heredadas del abuelo materno. Era el más alto del curso, excelente atleta, buen deportista, estudioso, ordenado, ideal amigo de muchos, más de una vez calificado de “mejor compañero”. Pero jamás líder. Tranquilo y silencioso muchas veces, no era el centro de las fiestas, aunque más de alguna vez todos lo miraron en silencio mientras tocaba la guitarra para cantar suavecito las canciones de Adamo. Sonríe al pasado, con el pantalón sucio y descubre, al ver los rostros de sus compañeros, que ese pasado está vivo, que se olvidó de las hormigas indiferentes que circulan por las calles bajo el calor y la humedad del otoño.
Enfrascado en este mundo de felicidad, no sintió entrar a Marisa.
− Javier, lo busca su amigo Ramón.
Entró Ramón, apurado y calmoso a la vez, en una mezcla inalcanzable para los tipos comunes y corrientes, inquieto en los ojos, desordenado en la ropa, transpirando copiosamente, la barba rala, la casaca en la mano y miró con sorpresa el espectáculo de su amigo abogado sentado en el suelo de la oficina, entre papeles, fotos y medallas, un poco ridículo, como los dos se dieron cuenta, metido en el pasado irresponsable de la adolescencia cuando en este presente están pasando tantas cosas.
− Hola, Monchito.
Como todo saludo Ramón estiró su brazo para que Javier pudiera levantarse, dejando en el suelo todo un desorden esparcido, como si así debiera estar el pasado cuando el presente es tan dramático.
− Detuvieron a Ismael, dijo Ramón, como si fuera lo único que sabía decir, dejándose caer en un sillón.
Javier acusó el golpe y regresó al presente y a la humedad, poniendo la cara seria y bajando un poco los ojos fue a sentarse frente a su amigo, amigo del alma y de toda la vida, que junto a Ismael había sido parte de su historia y repitió mentalmente la frase de Ramón, pensando que ahora no podía preguntar por la hora de la detención porque ya la sabía y no se atrevía a decir nada, porque en realidad quería escuchar de la detención de Ismael, para luego pensar, pensar juntos para encontrar las soluciones. Y pensando en la misma frase de saludo, “detuvieron a Ismael”, se sentó dando la cara a Ramón.
− Putas madre, Moncho...
− Si, compadre, lo detuvieron, esta mañana, a las tres.
Se quedaron mirando y al mismo tiempo se dieron cuenta que no se habían dicho nada nuevo. La risa se les instaló en la cara, mantuvieron la mirada sujetándola y con simpatía, con nerviosismo, con la tensión acumulada, con el cariño inmenso para el amigo detenido, la dejaron fluir, salir por todas partes y soltaron simultáneamente carcajadas, botando ese dolor instalado en el pecho, el miedo por la suerte del amigo tan querido que quizás dónde mierda estaba y en qué condiciones.
La risa fue interrumpida por Marisa que les traía café y se retiró dispuesta a cumplir la orden de no pasar interrupciones de ninguna especie. Ella sabía lo que era esta amistad de los cuatro hombres, tan diferentes unos de otros, pero que se tenían un cariño enorme. No sólo los había visto cuando se juntaban en la oficina, sino también aquella vez que Javier cometió la estupidez de llevarla a una reunión “con señoras”, como si ella fuera la novia y no sólo su secretaria, con la que a veces se comparte un poco de vida personal, pero sin ninguna proyección. Esa noche, a los diez minutos de haber llegado, ya estaban los cuatro hombres en grupo aparte hablando de sus cosas, todas muy serias, pero con la risa a flor de piel, mientras las tres mujeres que se conocían hacía tanto tiempo hablaban de sus propios temas y ella parecía una idiota, una intrusa. La señora de Ramón, embarazada entonces del cuarto hijo, había sido la más amable, pues se dio cuenta de la situación. Bonita, tranquila, un poco más alta que su marido −lo que no era difícil− intentó en varias oportunidades integrarla, pero no resultó. Javier no se dio cuenta de nada, hasta el extremo de invitarla otra vez, lo que ella rechazó con una excusa gentil. En momentos de intimidad, en los que la vida personal trascendía a la de la oficina, Javier le hablaba de sus amigos como si fueran lo más importante para él.
− Ordenemos la cosa, flaco, para ver qué hacemos.
Javier se dio cuenta que esta vez Moncho no recurría a él como fuente de solución, sino que lo invitaba a encontrar juntos los caminos de salida, exactamente como él lo esperaba. Es decir, si es que había salida.
− ¿Quién sabe de esto, Moncho?
− Todo el mundo.
Todo el mundo, menos yo, pensó Javier.
Lo que pasó fue que Ismael no estaba alojando en su casa. El día domingo, mejor dicho, ya iniciado el lunes, habían allanado y no lo encontraron. Catalina llamó a Ramón en la mañana temprano, muy asustada.
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