Jaime Hales - Baila hermosa soledad

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"Un poco de viento a ratos, nubes que van y vienen, unas más negras que otras, instantes de luminosidad plena, calor, mucho calor y una humedad terrible". Dos días antes un atentado en contra del general que gobierna, desató un temporal de persecuciones. Hombres y mujeres, todos nacidos bajo las mágicas influencia de la conjunción de Saturno y Plutón en Leo, en los alrededores de la mitad del siglo XX, ven sacudidas sus vidas que un día fueron de esperanzas, de luchas y de hermosos ideales. Una novela – escrita entre 1985 y 1987 – en la que se combinan el amor, la política, los miedos y, sobre todo, la soledad, muestra a los personajes creados por Jaime Hales, uno a uno, saliendo un baile manejado por manos ajenas e invisibles. El propio autor aparece como uno más de estos hombres y mujeres en una obra de ficción, pero que no escapa al tiempo real. La niña María ha salido en el baile baila que baila que baila y si no lo baila, castigo le darán. Salga usted que la quiero ver bailar por lo bien que lo baila Hermosa Soledad.
(Ronda infantil)
De este texto se ha dicho que es un retrato veraz y valiente de los acontecimientos del Chile de los años 70 y 80, donde acontecimientos y personajes son vistos en forma íntima en sus diversas facetas.

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Se pone en cuclillas frente al es­tan­te para abrir la co­rre­de­ra, tras la cual hay un mar de papeles que Ja­vier mi­ra, se­guro que allí se aloja un enor­me pedazo de historia en­ce­rra­do en una caja de car­tón. Por allí, por acá, saca y saca, en­su­ciando las manos con trozos del pa­sa­do y olor a polvo, re­co­no­ciendo que no sabe lo que busca, qué es pre­ci­sa­­mente lo que, en esta tarde en que Is­mael está detenido, espera en­con­trar, intuyendo que allí puede estar la clave de la liberación de su ami­go, la li­beración defi­nitiva de todas esas re­des en las que es­tá cautivo. Cuan­do en­cuen­tra la caja gris de cartón (“re­cuer­dos per­so­na­les”, dice la or­denada letra de Marisa) se in­tro­duce vo­raz en las nostalgias y por pri­­me­ra vez en mucho tiempo des­cuida su impecable pan­­talón maren­go que se marca con pol­vo.

Van saliendo los papeles, uno tras otro, ama­ri­llo­sos, des­coloridos, llenos de historia personal, diplomas de me­jor compañero, car­tas que cir­cu­la­ban en clase de inglés bur­lán­dose de la voz aguda del pro­fe­sor, anotaciones de química, dos o tres poemas de Jaime, la foto de pri­me­ro, la foto de la des­pe­dida de los sextos en la que es­tán tam­bién la Ber­nardita y la Ca­talina.

Catalina. Catalinda.

Pasan los papeles por su mano y las imá­ge­nes por la me­mo­ria, has­ta que de pronto aparece la foto que tomó el Pa­dre Jaime luego de la reu­nión de la Academia Literaria: los cua­tro, Ra­món, Javier, Is­mael y el Negro Con­cha. Ja­vier el más al­to, delgado, más del­ga­do que aho­ra, patillas largas, la cor­ba­ta suel­ta, estatura de adul­to ya conseguida, la mirada sonriente y ca­riñosa, co­queto tal vez. Ja­vier sabe que ahora, casi veinte años después, sigue atlético y buen mo­zo. Se sabe atractivo y se cui­da, gimnasia, tenis, buena ropa, pocos exce­­sos permitidos, pei­nándose con calma cada ma­ñana después de afei­tar­se. Tal co­mo a los 17. Sujeta la fotografía y mantiene la vista fija en el pa­pel im­pre­so, como si esa fuera la llave maestra para in­gre­sar a un pa­sa­do que ca­da vez parece más hermoso, sobre todo aho­ra, en este día hú­medo y ca­lu­ro­so, so­bre todo cuando en­ci­ma de la mesa hay una es­cri­tu­ra que espera co­rrec­ciones, so­­bre todo cuando se sabe exi­to­so abo­ga­do lleno de honores, re­dac­tando es­cri­tu­ras de compraventa y for­mu­la­rios de con­tra­tos para una empresa cons­truc­to­ra de amigos con­quis­ta­dos en los últimos años. Por un mo­men­to Javier no ve más que su pro­pio re­tra­to en la fotografía, per­ma­ne­ce en silencio con la son­ri­sa en los labios, mirándose fino y fuerte, elegante, con los ojos un poco hundidos en sus oje­ras heredadas del abuelo ma­ter­no. Era el más alto del curso, exce­len­te atleta, buen de­por­tis­­ta, estudioso, or­de­na­­do, ideal amigo de muchos, más de una vez calificado de “mejor com­pa­ñe­­ro”. Pe­ro jamás líder. Tran­qui­lo y si­len­cio­so muchas ve­ces, no era el centro de las fiestas, aun­que más de alguna vez to­dos lo mi­raron en si­lencio mien­tras tocaba la guitarra pa­ra cantar suavecito las canciones de Ada­mo. Sonríe al pasado, con el pantalón sucio y des­cu­bre, al ver los rostros de sus compañeros, que ese pasado está vivo, que se olvidó de las hor­migas in­di­fe­rentes que circulan por las calles bajo el calor y la humedad del oto­ño.

En­fras­cado en este mundo de felicidad, no sintió en­t­rar a Marisa.

− Javier, lo busca su amigo Ramón.

Entró Ramón, apurado y calmoso a la vez, en una mez­cla inal­can­za­ble para los ti­pos comunes y corrientes, in­quie­to en los ojos, desordenado en la ropa, trans­pirando co­pio­sa­­men­te, la barba rala, la casaca en la mano y miró con sor­pre­sa el espectáculo de su amigo abo­gado sentado en el suelo de la ofi­ci­na, entre papeles, fotos y medallas, un poco ridículo, co­­mo los dos se die­ron cuen­ta, metido en el pasado irres­pon­sa­ble de la adolescencia cuando en es­te presente están pasando tan­tas cosas.

− Hola, Monchito.

Como todo saludo Ramón estiró su brazo para que Ja­vier pudiera le­van­tar­se, de­jan­do en el suelo todo un de­sor­den esparcido, como si así debiera es­tar el pasado cuando el pre­­sente es tan dramático.

− Detuvieron a Ismael, di­jo Ramón, como si fuera lo único que sa­­bía decir, de­ján­dose caer en un si­llón.

Javier acusó el golpe y regresó al presente y a la hu­­me­dad, po­nien­do la ca­ra seria y bajando un poco los ojos fue a sentarse frente a su ami­go, ami­go del alma y de toda la vida, que junto a Ismael había sido parte de su his­­to­ria y repitió men­­tal­mente la frase de Ramón, pensando que ahora no po­día pre­guntar por la hora de la de­ten­ción porque ya la sabía y no se atrevía a de­cir nada, porque en realidad quería escuchar de la de­tención de Ismael, pa­ra lue­go pensar, pensar juntos para en­contrar las soluciones. Y pen­san­do en la mis­ma frase de sa­lu­do, “detuvieron a Ismael”, se sentó dando la cara a Ramón.

− Putas madre, Moncho...

− Si, compadre, lo detuvieron, esta mañana, a las tres.

Se quedaron mirando y al mismo tiempo se dieron cuen­ta que no se habían di­cho na­da nuevo. La risa se les ins­ta­ló en la cara, man­tu­vie­ron la mi­rada su­jetándola y con sim­pa­tía, con nerviosismo, con la tensión acu­mulada, con el cariño in­menso para el amigo detenido, la dejaron fluir, sa­lir por to­das par­tes y soltaron simul­tá­nea­mente carcajadas, bo­tan­do ese do­­lor ins­talado en el pecho, el miedo por la suerte del amigo tan querido que quizás dónde mier­da estaba y en qué con­di­cio­nes.

La risa fue interrumpida por Marisa que les traía ca­fé y se re­tiró dis­puesta a cum­plir la orden de no pasar in­te­rrup­ciones de nin­gu­na especie. Ella sabía lo que era es­ta amis­tad de los cuatro hom­bres, tan diferentes unos de otros, pero que se tenían un cariño enor­me. No sólo los había visto cuan­do se juntaban en la oficina, sino tam­bién aquella vez que Ja­vier cometió la es­tu­pi­dez de llevarla a una reu­nión “con se­ño­ras”, como si ella fuera la novia y no sólo su secretaria, con la que a veces se comparte un poco de vida personal, pero sin nin­­gu­­na proyección. Esa noche, a los diez minutos de haber lle­gado, ya es­ta­ban los cuatro hom­bres en grupo aparte ha­blan­do de sus cosas, todas muy serias, pero con la risa a flor de piel, mien­tras las tres mujeres que se conocían hacía tanto tiem­po hablaban de sus propios temas y ella pa­re­cía una idio­ta, una intrusa. La señora de Ramón, embarazada en­ton­ces del cuar­to hi­jo, había si­do la más amable, pues se dio cuenta de la si­­tua­­ción. Bonita, tranquila, un po­co más alta que su marido −lo que no era difícil− intentó en varias opor­tunidades in­te­­grar­la, pero no re­sultó. Javier no se dio cuenta de nada, has­ta el extremo de invitarla otra vez, lo que ella rechazó con una ex­cusa gentil. En momentos de in­ti­midad, en los que la vida per­sonal tras­cendía a la de la ofi­ci­na, Javier le hablaba de sus ami­gos como si fueran lo más im­por­tan­te para él.

− Ordenemos la cosa, flaco, para ver qué hacemos.

Javier se dio cuenta que esta vez Moncho no re­cu­rría a él como fuen­te de so­lu­ción, sino que lo invitaba a en­con­trar juntos los caminos de sa­li­da, exac­tamente como él lo es­­pe­raba. Es decir, si es que había salida.

− ¿Quién sabe de esto, Moncho?

− Todo el mundo.

Todo el mundo, menos yo, pensó Javier.

Lo que pasó fue que Ismael no es­ta­ba alo­jando en su casa. El día do­mingo, mejor dicho, ya iniciado el lunes, ha­­bían allanado y no lo en­contraron. Ca­talina llamó a Ramón en la mañana tem­prano, muy asustada.

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