Victoria Kent mantuvo un permanente contacto con las autoridades republicanas en el exilio, en especial con Félix Gordón Ordás y Fernando Valera. Aunque ya desde 1945 las Cortes republicanas la integraron dentro del Gabinete, en 1951 fue nombrada ministra delegada en Nueva York del Gobierno español en el exilio, a fin de extender su presencia entre los refugiados de Estados Unidos. Un cargo oficioso y simbólico, ya que Washington no reconocía al Gobierno español en el exilio, pero con cierto valor de representación para dar voz a los refugiados. Victoria Kent pensó en un principio que el Boletín Ibérica no era ajeno a los objetivos políticos del Gobierno republicano en el exilio y que su labor editorial convergía con sus convicciones e intereses políticos. Pero en 1954 renunció a su cargo ministerial en aras de su independencia, aunque siguió colaborando de modo particular con el Gobierno republicano. Además de su labor editorial, Kent mantuvo vivo su perfil de conferenciante y en 1964 inició una gira por diferentes ciudades de Latinoamérica, invitada por sus amigas Gabriela Mistral y Victoria Ocampo y otras instituciones.
Louise Crane, amiga y mecenas
Victoria Kent y Louise Crane, a la que los amigos españoles de la abogada llamaban Luisa (e incluso Luisita), mantuvieron la edición de Ibérica gracias a la generosa contribución de esta última. En algunas etapas la edición neoyorquina alcanzó los 20 000 ejemplares, pero no era rentable. Además de su labor de editoras, Kent y Crane fundaron el Consejo Ibérico, una asociación de carácter más político, abiertamente antifranquista, que movilizó a diversas personalidades, desde Américo Castro y Juan Marichal a Víctor Alba (seudónimo de Pedro Pagés), pasando por intelectuales estadounidenses como Arthur Miller y Mary McCarthy. Convocaban movilizaciones y protestas puntuales, bien fuera contra la detención de los políticos españoles que asistieron al Congreso de Múnich o como rechazo a la visita del secretario de Estado, Dean Rusk, a España. Esta plataforma de opinión floreció en la etapa Kennedy, un político que entusiasmaba a Kent, y luego fue perdiendo fuerza.
En Nueva York, Victoria Kent tenía su propio apartamento, mientras que Louise Crane vivía con su madre en la lujosa residencia familiar de la Quinta Avenida. No obstante, la familia Crane tenía diversas casas de vacaciones y una de ellas, la de Redding, en Connecticut, fue uno de los refugios preferidos de Victoria Kent cuando acompañaba a Louise. A la muerte de Josephine, la madre de Louise Crane, Kent se trasladó a vivir con ella en la mansión neoyorquina. Ambas experimentaban ya los achaques previos a la vejez y necesitaban cuidados mutuos. En las relaciones afectivas de Victoria Kent el compañerismo era una pieza esencial. Muchas españolas, fueran las exiliadas Chacel o Carmen de Zulueta, o quienes como Ana María Matute, Carmen Conde o Soledad Ortega iban de visita a Nueva York, encontraron siempre la hospitalidad y ayuda de Victoria Kent y Louise Crane.
Victoria Kent realizó un primer viaje a España en 1977 con Louise Crane y, posteriormente, en 1978, regresó para presentar su libro Cuatro años en París, editado por Bruguera con una introducción de su amiga Consuelo Berges y un muevo título: Cuatro años de mi vida. El entonces director general de Prisiones, Carlos García Valdés, le presentó el libro. Le emocionó ver que era recordada y querida y que los nuevos responsables de Prisiones y del primer gobierno Suárez la agasajaban como si fuera una leyenda. Llegó a escribirle a Suárez haciéndole ver que el estado de las prisiones era el termómetro de la sociedad, que había que estar atento… Pero comprendió que representaba el pasado para aquellos jóvenes reformistas: era venerada como una reliquia, pero no tenía sitio en la nueva democracia. Se produjo la paradoja, además, de que, aunque el Gobierno en el exilio decidió disolverse tras las primeras elecciones democráticas, Victoria Kent mantenía viva la llama del ideario republicano y simpatizaba con Acción Republicana y Democrática Española (ARDE), el único partido que no fue legalizado para las elecciones del 15 de junio de 1977. El empeño en mantener la palabra republicana en sus siglas dificultó y alargó el trámite: ARDE fue legalizado finalmente en agosto de 1977. Pero Kent criticó esta demora y dijo que las elecciones de junio no habían sido del todo libres. Porque Victoria Kent, que se despojó de tantas cosas y que abjuró de algunas otras de carácter secundario, no dejó de ser nunca republicana. Era su fe principal. La Segunda República se lo dio casi todo. Y ella le fue fiel. Murió en Nueva York en 1987. Neoyorquina, española, y un poco extranjera en todas partes. Una lápida en Redding la recuerda. En ella, debajo del nombre, aparecen las fechas 1897-1987, y su lectura provoca cierta perplejidad: Kent siguió manejando en Estados Unidos que nació en 1897 mientras sus biógrafos mantienen la fecha de 1892. Cinco años de diferencia que encierran un pequeño misterio: o estudió demasiado deprisa si nació en 1897 (obtuvo el título de maestra en 1911) o deliberadamente eligió nacer cinco años después de su alumbramiento.
Clara Campoamor: la fuerza visionaria
Ha pasado a la historia por defender —y ganar— el derecho al voto de las españolas en las Cortes Constituyentes de 1931. Una epopeya personal e histórica que la convirtió en un icono del sufragismo y un referente para el movimiento feminista. Nacida en el popular barrio madrileño de Maravillas, Clara Campoamor (Madrid, 1888-Lausana, 1972) fue una oradora incisiva y una diputada independiente e insobornable. Su trayectoria parlamentaria fue aún más breve que la de la República con la que se identificó, pero su estela sobrevivió a su exilio y a su muerte.
El 1 de octubre de 1931, después de varios días de feroces discusiones parlamentarias, las Cortes españolas aprobaron el sufragio universal. La diputada Campoamor había logrado arrancárselo a sus compañeros más reticentes. Ni se restringía ese derecho, como querían algunos, ni se aplazaba hasta que las españolas comprendieran el alcance de la República y estuvieran preparadas, como había pedido la diputada radical-socialista Victoria Kent. Las discrepancias habían girado en torno al artículo 34 del proyecto de Constitución, que recogía una exigencia histórica: «Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales, conformen determinen las leyes». Se había redactado de acuerdo con el sentir republicano de no discriminar a una parte de la población en función de su sexo. Pero al leerlo, algunos diputados sintieron vértigo. El diputado radical José Álvarez Buylla, compañero de Campoamor, aseguró que, aunque la mujer tenía todos sus respetos dentro del hogar cantado por Gabriel y Galán, en política era retardataria, y darle el voto equivalía a poner «en sus manos un arma política que acabaría con la República». Era un temor extendido que Campoamor logró vencer.
Pero después de la votación del 1 de octubre las reticencias seguían y hubo diputados que trataron de retrasar su aplicación para ganar tiempo. Los argumentos eran similares. Fueron desmontados uno a uno por Campoamor y, finalmente, desestimados. El 1 de diciembre de 1931, las Cortes Constituyentes confirmaron la votación del sufragio femenino y conjuraron las últimas escaramuzas. Clara Campoamor, republicana del Partido Radical, había defendido de nuevo en el hemiciclo un voto sin restricciones. Así fue. Un logro que las españolas hicieron efectivo en las elecciones municipales y generales de 1933. Parte de los perdedores, sin embargo, siguieron acusando a Campoamor de haber desafiado la pervivencia de la democracia. Así lo recordó ella con ironía en Mi pecado mortal. El voto femenino y yo.
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