La democracia tiene muchas características más allá de votar cada cuatro años. Si fuese solo esto, podríamos pensar que un país donde se vota cada cuatro años, pero los policías tienen el derecho de asesinar por doquier, es un país democrático. Sin embargo, sabemos que difícilmente lo es. Por esto, la democracia, más que una votación cada cuatro años, es una estructura de justicia.
Quizá (y decimos solo quizá) habrá países donde no se vote (tanto), pero sus gentes se sientan protegidas por el Estado ante casos de desahucio, desempleo, enfermedad, abuso de poder o de otros imprevistos. Así también podemos encontrar Estados donde se vote en las elecciones cada cuatro años, pero el pueblo no se beneficie de ello: no se persigue el bien común y el pueblo no es soberano de sí mismo. Estados donde la voz del pueblo está acallada o simplemente se escucha más a los políticos, que son quienes nos representan (al menos en una democracia parlamentaria). ¿Qué sería más democrático? ¿Lo tienes claro?
La democracia tiene un truco, y quizá por eso es el mejor sistema político (¿el menos malo?): cuantas más cosas se voten, más difícil es que se produzcan abusos de poder o que el pueblo no tome las riendas. Si en un país el pueblo vota en referéndum la mayoría de las leyes, es difícil —pero no imposible— que se aprueben leyes que les perjudiquen. A gran escala, el truco de la democracia dice: «Si no sabes cómo es un país justo, haz un país donde se vote mucho. Si no sabemos qué es la justicia, que la elija el pueblo».
¿Y cómo podríamos hacer nuestro país más democrático? Hay muchas maneras de aumentar nuestra participación en la política como, por ejemplo, aprovechando las tecnologías del siglo XXI para realizar votaciones de manera más frecuente, fomentar la participación ciudadana en la toma de decisiones (aunque al principio sean decisiones más banales, poco a poco irán adquiriendo importancia). Esto es, sin duda, un reto político que nuestras generaciones futuras deberán abordar en algún momento. Sin embargo, querido caminante, podemos empezar a andar el camino de la democracia con una votación que sería muy fácil de realizar: la de nuestro jefe de Estado, es decir, la del rey.
Es cierto que no todas las monarquías son iguales (¡ni mucho menos!): las monarquías donde el rey tenga el poder son menos democráticas que aquellas en las que simplemente representa al Estado, como es el caso de España, donde nosotros vivimos. Pero ¿acaso no es decir mucho que nos represente alguien que es quien es solo por ser hijo de? ¿Puede ser ese un país en el que se le diga a la hija del camarero que tendrá las mismas oportunidades que el hijo del banquero? ¿Es acaso una representación legítima aquella que ha sido impuesta y no votada? Si la soberanía reside en el pueblo… ¿no debe elegir también su representación?
Durante miles de años nos han venido contando el refrán de que, cuando se moría un rey, se ponía otro. ¡La monarquía debía perdurar! «A rey muerto, rey puesto» han dicho a lo largo de la historia. ¡Pero no solo nos contaban el cuento, también lo hacían! El contrarrefrán («A rey puesto, rey muerto») significa quitar cualquier aparato que no haya sido elegido de manera democrática, que el pueblo tenga el poder de elegir —por sí mismo— quién quiere que lo gobierne e, incluso, quién quiere que lo represente. En el siglo XXI, deberíamos tener bien claro que a rey puesto, rey muerto (metafóricamente hablando, por supuesto).
Afortunado en el amor, desafortunado en el juego
Afortunado en el juego, desafortunado en amores
Juego y amor, amor y juego. Jugar al amor o amar el juego. ¿En qué se parecen y en qué se diferencian el amor y el juego? Una cosa que parecen compartir es que en los dos se necesitan varias personas. Yo amo a alguien y yo juego con alguien, pero ¿es eso realmente así? ¿No puedo jugar solo? ¿No puedo amarme a mí mismo? Quizá no se necesitan varias personas, sino simplemente una que inicie el juego, una persona que empiece a amar.
Otra semejanza es que ambas son actividades. Nadie puede jugar fútbol tumbado en el sofá. Para jugar al fútbol, hay que estar jugando al fútbol; es una actividad que requiere acciones y movimiento. ¿Ocurre igual en el amor? ¿Puede haber amor sin una actividad? ¿Puede ser el amor solo sentimiento? ¿Puedo amar a alguien sin hacer nada? ¿O en cambio el amor necesita de acciones? ¿No es amor la entrega, el cariño y el cuidado? ¿No son estas tres palabras acciones? Parecería que sí. Que igual que solo hay juego cuando jugamos, y no cuando estamos parados, solo hay amor cuando amamos, y no cuando estamos quietos y fríos.
Pero también tienen grandes diferencias. Por ejemplo, en el juego se gana y se pierde. Se gana cuando se superan ciertos objetivos o cuando es mejor que el resto de jugadores. El juego es, muchas veces, competición. Y por contra, en el juego se puede perder cuando no conseguimos superar los retos a los que el propio juego nos empuja. ¿Puede verse el amor como un juego? ¿Es amor si se pierde y se gana? Sin duda, hay muchas relaciones que vemos en nuestro día a día en las que hay un amante que pierde más y otro amante que gana más, que reclama. La balanza del amor se desequilibra en estas relaciones. ¿Puede ser amor si uno de los dos pierde? Parecería que no, pero… ¿no necesitamos perder siempre un poco para amar? Fácilmente, podríamos decir aquí varios puntos en los que un amante tiene que ceder. El ejemplo más claro es la exclusividad sexual. ¿No perdemos nuestra libertad sexual para ganar una pareja estable? Parecería, pues, que en el amor también se pierde y se gana, pero ¿es esto amor o es un juego más?
Yo pierdo para ganar. Yo cedo para que tú me des. No hago esto a cambio de que tú no hagas esto tampoco. Reglas. Reglas del juego y reglas del amor. Los dos nos quitamos libertades y así los dos ganamos. Pero, si hacemos esto, ¿los dos ganamos o hemos perdido? Reglas, reglas. ¿Y si no qué? No me gusta que hagas esto, no lo hagas, por favor; a cambio, yo no haré esto otro. ¿A cambio? ¿El amor como contrato? ¿Son nuestras relaciones contratos? Pero, si en el amor pido, ¿estoy amando a la otra persona? Si la otra persona tiene que cambiar para que yo la pueda seguir amando, entonces ¿a quién amo: a ella o a mí? Si la otra persona tiene que cambiar para que encaje en nuestro modelo, ¿con quién tenemos una relación: con la otra persona o con nosotros mismos? ¿No implica amar que no pongamos condiciones? Si pongo condiciones al Otro para yo sentirme mejor… ¿a quién amo?
Pero, si en el amor no hay reglas, si en el amor no se pierde, entonces el amor no puede ser un juego. ¿Qué es el amor entonces? Decía Julieta (de Romeo y Julieta) que su amor era como el mar: infinito; y que, cuanto más lo daba, más tenía. Quizá, visto así, el amor sea lo único que al darlo nos hace más ricos, que al darlo nos hace tener más (amor). El amor sin cambio, el amor puro en entrega. Pero ¿por qué entonces sufrimos cuando amamos? ¿Por qué nos sentimos vacíos sin la otra persona y con la otra persona completos? ¿No se convierte así la otra persona en la medida exacta de nuestras carencias? ¿No se convierte así en un parche? ¿No se convierte en un medio para mi propia felicidad? Cuando amamos y sufrimos, ¿por qué sufrimos? ¿A qué tenemos miedo? ¿A que nos dejen solos? Pero ¿no debería centrarse el amor en que la otra persona sea feliz más que en atarla a nuestro lado? Si atamos a alguien para paliar nuestros miedos, surge la pregunta de siempre: ¿a quién narices estamos amando?
Si en el amor no se pierde, ¿se gana?, ¿ganan los dos? Y cuando no ganan los dos, ¿es amor?, ¿o es un juego? ¿Qué clase de amor nos obliga a quitarnos privilegios de nuestra soltería para poder estar con alguien? ¿Cómo alguien nos puede amar, pero a la vez querer cambiar? ¿Entonces nos ama?
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