Myriam Rodríguez - Mentes inquietas

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Los refranes son sentencias cortas que nos acompañan a lo largo de nuestra vida. Los oímos continuamente en una conversación casual, una exposición formal, un consejo fraterno o un reproche hostil. Breves pero significativos, muchas veces resuelven situaciones confusas o absurdas. Por eso, son considerados como proverbios indiscutibles que, a pesar de desconocer su origen, se repiten una y otra vez, sin cuestionar su contenido o su forma. La sabiduría popular y los refranes siempre han ido de la mano.
Myriam Rodríguez y Javier Correa, autores del libro, utilizan los refranes como excusa para hablar de lo que más les gusta: la filosofía. Se atreven a «darles la vuelta», alterando su estructura para descubrir mensajes más significativos que los ya conocidos. Así, surgen los «contrarrefranes»: sentencias nuevas con lecciones originales, surgidas de la reflexión constante y el inacabable deseo por mantener el espíritu crítico de las personas.
De esta forma, alejándose de la ortodoxia de la historia de las ideas, nos llevan de la mano de pensadores e intelectuales de todos los tiempos, Sócrates, Immanuel Kant, Ludwig Wittgenstein, Friedrich Nietzsche, Umberto Eco, Ángel Gabilondo, René Descartes, Karl Popper, María Zambrano, Martin Heidegger, Karl Marx, Sigmund Freud, Walter Benjamin, Brigitte Vasallo, Adela Cortina y Byung-Chul Han, para hablar de temas habituales: la política, el feminismo, el movimiento LGTBI, el racismo, la ética, la moral, la libertad y, en definitiva, resolver las preguntas que nos acompañan toda la vida.

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Esto recuerda al afán de protagonismo que llevamos en esta sociedad selfie o al complejo de «yo aquí he venido a hablar de mi libro» —como dijo en esa famosa entrevista Francisco Umbral— que tenemos cada vez que se trata un tema de actualidad (y más si es un asunto polémico y tenemos una opinión radicalmente tajante). ¿Por qué tendemos a creer que la nuestra es la buena, la de verdad, la universal y la que debería pensar todo el mundo, aunque hablemos de violencia de género y seamos hombres, o de racismo y seamos blancos? ¿Por qué narices no escuchamos, al menos si el tema no nos afecta directamente y alguien puede hablar de forma testimonial? ¿Por qué somos estos oídos sordos? Parecería que siempre tenemos que tener voz, derecho a expresarnos, pero ya lo decía Ben Parker —el abuelo de Peter Parker, Spiderman—: «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad», y el gran poder de la palabra conlleva una gran responsabilidad: la de escuchar.

Ahora es el turno de la escucha, que es el arte del sabio, de saber a quién dar voz (por ejemplo, a todas aquellas personas a las que se ha acallado durante tanto tiempo, que muchas cosas tendrán que decirnos). Lo comentaba Ángel Gabilondo8 en una entrevista al diario El País: «escuchar a quienes no tienen palabras. Escuchar a quienes no hemos dejado hablar, a quienes hemos acallado [...] somos enfermos de palabra…».

Esto es dejar de estar sordos y escuchar a aquellos cuyas palabras no están vacías porque tienen algo que decir, y nunca les hemos escuchado. Por favor, dejemos de soltar palabras necias por nuestros oídos sordos.

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A más desengaños, más años

A más años, más desengaños

Uno de los temas más recurrentes en los pensadores del siglo XX ha sido el tiempo. Bergson9 fue uno de los primeros que ya denunció que el tiempo no era solo lo que dice la Física de él. Para la Física, hay un presente, un pasado y un futuro. ¡Y los tres están genial distinguidos y separados! ¿Es así realmente el tiempo?

Para Bergson, esto es un gran error y es que el tiempo es un todo indiferenciado, un continuo, no tiene partes (ni pasado, ni presente, ni futuro). Por ejemplo, cuando vas con una amiga que nunca ha estado en tu casa, veis cosas distintas, aunque estéis en el mismo salón. Ella comparará con otros salones en los que ha estado, le recordará a algunas cosas. Para ti, en cambio, el salón de tu casa está invadido de recuerdos. Si ella pone los pies en el sofá, le dirás que los baje porque tu padre un día te regañó. ¿Te das cuenta? Siempre que conocemos algo, en nuestro presente, en este mismo instante, actúa el pasado (recordando que nuestro padre nos regañó). Las cosas presentes nos recuerdan. Nos dan miedo o nos ilusionan porque nos sugieren cosas pasadas. Y es que cada uno rellena el presente con su pasado, con sus recuerdos y con sus memorias. Conocer el presente sería imposible sin nuestros recuerdos. Conocer, de alguna manera, siempre es recordar.

¡Pero no solo eso! Y es que no solo actúa el pasado en el presente, sino también el futuro. Cuando llegáis al salón, ibais ahí por algo, ¿no? Ibais para poner una peli. Así, nuestro presente es inseparable del futuro. Siempre hacemos cosas en el presente pensando en el futuro. Estudiamos porque mañana tenemos examen, esperamos en la acera porque en cinco minutos vendrá el autobús, etcétera. El presente tampoco se puede entender sin el futuro. Por eso, Bergson dice que no podemos dividir el tiempo en presente, pasado y futuro. ¡El tiempo de las ciencias no es del todo correcto! Ya no podemos entender el tiempo de forma lineal. No es una línea en la que pasado, presente y futuro tienen su momento concreto, sino que son inseparables.

¿Por qué es importante y por qué os contamos esta visión del tiempo de Bergson? Porque abrió la puerta para entender el tiempo de diversas maneras. Una de ellas es que no hay un solo tiempo objetivo, el del cronómetro, el del móvil, el que todos compartimos, el del reloj, sino que hay miles de tiempos subjetivos. ¡Cada uno genera su propio tiempo! Por ejemplo, en nuestro grupo de amigos, Gema se fue a vivir a otra ciudad. Para ella, el tiempo corría de una manera distinta a como lo hacía el tiempo en nosotros. Nosotros seguíamos en la rutina, en los mismos quehaceres. Pero ¡para ella, era todo novedad, no había descanso! Cuando ella pudo parar a llamarnos, habían pasado dos semanas desde que se fue. Según ella, nos llamó en cuanto pudo y es cierto. Según nosotros, había tardado demasiado tiempo en llamarnos. Simplemente habíamos vivido la realidad a distintos tiempos.

Esto se llama tiempo vivido, concepto de Husserl10, que lo diferencia del tiempo físico (tiempo objetivo y lineal tal y como lo miden los relojes). El tiempo vivido sería el tiempo tal y como lo experimentamos. ¿No te ha pasado en verano que los dos o tres meses se te pasan muy rápido en comparación con tres meses del curso? Esto es el tiempo vivido, tu vivencia o experiencia del tiempo. Para él, pasado, presente y futuro no tienen sentido, sino se presentan referenciándose entre ellos, pero es el presente el que adquiere mayor importancia porque sobre él se asientan el pasado y el futuro.

El refrán original («A más años, más desengaños») se parece un poco al tiempo de las ciencias: todos tenemos un mismo tiempo, los años; ese tiempo objetivo que para todos pasa igual. Así, cuantos más años objetivos, más desengaños. Sin embargo, ¿no hay gente muy desengañada a los 23 y gente inocente con una confianza plena en la humanidad a los 56? Es que ¿no tenemos distintos tiempos cada uno independientemente de nuestros años biológicos? Eso que dicen que la edad no está en el carnet quizá sea cierto…

Pero hay una cosa que no hemos resuelto todavía. ¿Con base en qué se organizan los distintos tiempos de cada uno? En el ejemplo que pusimos más arriba, los distintos tiempos de Gema y de nuestros amigos se organizaban en torno a la novedad: así, para nosotros, que seguíamos en nuestra ciudad y en nuestra rutina, el tiempo corría más despacio, pero para Gema, que estaba descubriendo una nueva vida, el tiempo volaba.

El contrarrefrán nos da otro centro en torno al cual pueden girar nuestros tiempos. Así, y como dice nuestro contrarrefrán, a más desengaños, más años. La vida, entonces, andaría entre momentos rápidos donde todo cambia (los del desengaño) y tiempos más lentos, reposados, donde no parece haber decepciones o malas noticias. En los tiempos rápidos, donde ocurre el desengaño, todo lo que pensábamos que era cierto se viene abajo. Así como veíamos a nuestra pareja de una manera, de repente, la vemos de otra. Todas las acciones pasadas se reinterpretan (decimos cosas como «¡Ah! O sea que lo de la otra vez lo hiciste por esto!»). Nuestra vida cambia, nos sentimos engañadas y tenemos que cambiar nuestra visión del mundo: hay que hacer algo, no podemos hacer como si nada. De repente el desengaño se asimila. Estamos en los tiempos lentos. No ocurre ningún desengaño, pero todavía estamos asimilando las lecciones que la vida nos ha dado. No pasa nada especialmente importante en nuestra vida, lo importante fue la sacudida que nos dio la decepción o el susto. Ahora simplemente estamos en otro tiempo. Si el de antes era el tiempo de cambiar, este es el de aprender y aceptar.

Así la vida va girando en tiempos discontinuos, en tiempos rápidos y tiempos lentos que se organizan en torno a decepciones y desengaños. Son esos momentos los que sacuden nuestra vida. Los que nos mandan a otra etapa, los que inician una nueva época de relaciones con las personas. Así, el tiempo se mide en decepciones y engaños, y a más desengaños, más años.

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A rey puesto, rey muerto

A rey muerto, rey puesto

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