Al pecho, hecho
A lo hecho, pecho
No vale de nada arrepentirnos cuando ya hemos hecho algo. El refrán original lo deja muy claro: «A lo hecho, pecho». Pero el contrarrefrán cambia el sentido de la palabra pecho y nos lleva por otros senderos. El refrán juega con el sentido de pecho como asunción, como aceptación. Nos trae a la cabeza esas dos o tres palmaditas que nos da un amigo cuando tenemos que aceptar algo. Si hemos hecho algo, no vale de nada llorar. Asúmelo. Si lo has hecho, pecho.
Sin embargo, el contrarrefrán juega con otro sentido de pecho. ¿Qué es el pecho sino el centro de todos nuestros sentimientos? ¿Dónde sentimos la rabia, el amor, la tristeza? Cuando algo nos encoge… ¿no nos encoge también el pecho? El pecho es esa parte del cuerpo con el privilegio de conectarse a lo que sentimos y pensamos. Muy pocas partes del cuerpo tienen esa facilidad. Merleau-Ponty2 lo llama de una manera preciosa: conciencia encarnada. El pecho, o el cuerpo, como conciencia hecha carne, como mente que siente. Es, sin duda, el puente entre el resto del cuerpo físico y nuestra mente, y ahí se encuentran los sentimientos y las emociones.
¡Cuánto tiempo hemos perdido en ideas y debates de otro mundo! Hemos perdido el tiempo intentando buscar una verdad absoluta de nuestra razón, pero ¿dónde está la verdad?, ¿quién puede oler la justicia?, ¿por qué nadie puede abrazar a la obligación? ¡Y es que solo hemos pensado en la razón pura, sin el cuerpo! Nietzsche3 denuncia, con razón, que nuestra cultura europea se ha olvidado del cuerpo y la carne. Del pecho. Nos hemos preocupado de todo lo ideal: las matemáticas, el bien, el deber, etcétera; mientras que todo lo que tenía que ver con el cuerpo ha quedado en un segundo plano o, incluso, en el infierno después del cristianismo. ¡Ha sido incluso pecado el cuerpo! Pero… ¿qué somos sino conciencia hecha carne?
¿Significa esto que debemos entregarnos como unos ciegos a las pasiones y los apetitos de nuestro cuerpo? ¿Debemos hacer siempre lo que nos diga el pecho? ¡Ni mucho menos! Se trata de que entendamos que nuestra razón es siempre razón-en-un-pecho. Todos los pensadores de la Ilustración europea4 se han esforzado por estudiar la verdad con una razón alejada de todo deseo y sentimiento. ¡Deseos! ¡Sentimientos! ¡Eso solo nubla la mente, decían! La ciencia de nuestros días es la hija de esta concepción. Hasta en la psicología nos hemos olvidado de que somos un cuerpo sintiente, un cuerpo emocional y mental. Nos hemos olvidado de que somos un todo, y que desde ese todo nos relacionamos, actuamos, enfermamos...
¿Pero y ese olvido del cuerpo? Seguramente tenga razón Adorno5 cuando dice que es tremendamente imposible una razón sin deseos. Y es que lo más probable es que siempre haya un deseo que preceda a cada razón. Somos cuerpo y nuestra conciencia es conciencia encarnada.
¿No pensamos de manera distinta cuando estamos alegres o enfadados, o cuando estamos apasionados? ¡Incluso sobre los mismos hechos! ¿Por qué pensar que la razón actúa sola, sin sentimientos? ¿No hay detrás un deseo ansioso de verdad eterno e inmutable? ¿No hay detrás un miedo al poder incontrolable de los sentimientos y pasiones? ¿Qué razón puede alguna vez olvidarse del cuerpo? ¡Ninguna!
No hemos respondido a la pregunta: ¿nos entregamos de manera ciega a nuestro cuerpo? Ser conciencia encarnada no quiere decir no poder ser libres para elegir nuestros actos. Cuando nos damos cuenta de que nuestra razón y nuestros pensamientos no son libres y que siempre están condicionados por lo que sentimos, entonces es cuando podemos ser críticos con nosotros mismos. Deberían enseñarnos desde pequeños en el arte del sentir. Deberíamos recibir clases para aprender a identificar cómo me siento, ponerle nombre a esas emociones o pasiones, aceptarlas y aprender a trabajar con ellas y desde ellas. Solo así podremos conocernos lo suficiente como para no dejarnos llevar por ellas en todo momento. Aprender a escucharnos desde dentro, desde nuestro pecho, desde nuestras vivencias más personales.
Y no estamos en posesión de la verdad porque podemos estar pensando esto por algún sentimiento. Nuestra razón no lo puede todo. ¡Escuchemos al otro y aprendamos dialogando y reconociendo nuestros límites!
Por último, esto muestra que toda idea que se base en la felicidad, como unas pocas emociones (alegría, seguridad, etcétera), es una amputación de nuestro pecho. Sería como decir que lo verdaderamente humano es tener una sola pierna. Nuestro cuerpo da a nuestra conciencia un crisol de emociones. ¡Todas útiles! La tristeza, el miedo, el dolor. ¡Son también parte del pecho! ¿Por qué no las aceptamos? Ay… Ese miedo al miedo, ese agobio del agobio… ¿No seremos más conscientes de nosotros cuando escuchemos al pecho? Aceptémonos. Al pecho, hecho.
A oídos sordos, palabras necias
A palabras necias, oídos sordos
Hablamos como si fuese una competición para demostrar quién sabe más. Discutimos casi de forma sistemática y sin discriminación. ¿Que tú opinas que no se debería maltratar a los animales? Pues yo defiendo que sí. Solo por hablar, por tener algo que decir. ¡Nos queremos posicionar en todos los debates! Pero ¿sabemos de todos los debates?
¿De qué sirve hablar si no tenemos nada que decir o que aporte nuevos conocimientos? ¿No es más inteligente escuchar, dedicarnos a escuchar un par de años, y después hablar? En un mundo en el que todos pueden opinar y comentar sobre todos los temas que quiera, nos hemos vuelto unos ignorantes, unos «oídos sordos». Así que por nuestra boca solo salen palabras necias, información vacía de contenido, sin argumentos, sin bases, razonamientos heredados de Twitter o, si acaso, del único amigo o amiga al que escuchas. Ya lo dice nuestro contrarrefrán: «A oídos sordos, palabras necias».
Ahí está la clave: un sordo no escucha. Y no nos referimos a una escucha solo con los oídos, ni a un sordo como aquella persona discapacitada físicamente, sino a aquella persona que no ha aprendido a escuchar y que solo habla y repite como un loro (de manera similar a cuando escuchas a un niño de 8 años con un argumento que solo puede ser de su padre o de su madre). Un sordo aquí es aquella persona que, teniendo todas sus capacidades físicas intactas, no sale de él mismo, no le da la palabra a los demás. Un sordo solo habla. Un sordo es el que siempre empieza sus frases con «Yo pienso…», «Yo opino…», «A mí me han dicho...».
La capacidad de escuchar, de atender y de aprender con esta escucha activa es uno de los primeros pasos para empezar a conocer(nos). El primer paso es reconocer que no sabemos nada, como hizo el bueno de Sócrates6: «Solo sé que no sé nada». Porque la verdad es que no sabemos casi nada de la infinita realidad que nos rodea. ¿No os ha pasado que, cuanto más investigáis sobre un tema, más os dais cuenta de lo poco que en realidad sabéis sobre ello? A nosotras sí. Así que una vez que sabes que, efectivamente, no sabes nada, escuchas, lees, observas, hueles, tocas y, por último, hablas, pero un hablar dialógico: yo hablo y te escucho, tú hablas y me escuchas, y aprendemos de compartir, compartimos nuestro aprendizaje. Cuántas guerras y conflictos solucionaríamos a través de relaciones dialógicas entre culturas, políticos, religiones, naciones… ¡Ay!
A la vez estamos en un momento histórico donde abunda la información y, paradójicamente, es cuando menos informados estamos. En una entrevista, Umberto Eco7 decía que «el exceso de información provoca amnesia y es malo». Al final, no terminamos recordando nada de lo que leemos y creyéndonos lo primero que vemos por internet o que escuchamos en un documental. Y a esta sobreinformación le añadimos la exacerbación de la libertad de expresión como un derecho fundamental y básico para todas las personas, traducido por la población como el derecho a poder soltar cualquier cosa que se nos pase por la cabeza sin ningún filtro ni empírico ni racional. Todo esto junto, amigos, son las redes sociales de hoy en día.
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