Oriol Quintana Rubio - Filosofía para una vida peor

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Es esta una obra de divulgación de la filosofía de algunos autores del siglo XX que ofrecen una visión pesimista de la existencia humana: Cioran, Orwell, Primo Levi, Jean Améry, Viktor Frankl, Heidegger, Sartre, Abraham Maslow, Julian Barnes y Simone Weil. Tal visión es presentada por el autor como opuesta al optimismo fácil e injustificado del género literario de la autoayuda: obras que, en general, «dan por sentado que estamos destinados a la felicidad». El libro ofrece, asimismo, sorprendentes y numerosas referencias a la cultura popular como refuerzo y ejemplificación de sus argumentaciones.
En su debut editorial, Oriol Quintana ofrece un curioso y a ratos fascinante ensayo de divulgación filosófica que, como todo buen libro de esta disciplina, admite diversos niveles de lectura. Por un lado, se trata de un ameno repaso a los que pueden ser considerados los filósofos más influyentes del siglo pasado; por otro, ofrece el autor una divertida refutación de los libros de autoayuda que, con su optimismo fácil y su exagerada confianza en las posibilidades y recursos del ser humano, terminan por presentar una visión distorsionada de la existencia; visión que choca casi frontalmente con los que esos mismos autores expusieron -de ahí el título Filosofía para una vida peor.
Por ende, hallará el lector en este libro justamente lo que el autor jugaba a esconder: unas orientaciones vitales verdaderamente útiles, porque, tal como se dice en el primer capítulo «la filosofía bien hecha siempre es un consuelo para el alma y una ayuda para vivir», especialmente si pretende distanciarse de aquellos libros «que dan por sentado que estamos destinados a la felicidad».

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El género zombie, además, aporta otros elementos a nuestra argumentación. ¿Qué hace que estos monstruos en particular todavía nos den miedo? Ni el vampiro, ni el hombre lobo, ni el monstruo de Frankenstein gozan de tan buena salud cinematográfica como los muertos vivientes. La forma de presentarles ha ido evolucionando: desde los primeros de los años sesenta, que eran más fantasmagóricos que carnales, hasta los zombies gore ochenteros, con su carnalidad y su podredumbre, hasta los más recientes, que son cada vez más inteligentes y atléticos, solitarios en algunos casos, gregarios en otros, y que ya no tienen nada que ver con un muertos escarbando hacia fuera desde el interior de su tumba. ¿Qué evolución han sufrido en realidad? Que cada vez se parecen más a los humanos, a las personas normales. Lo que todo ello significa, es que, probablemente, desde el principio el elemento más aterrador de los muertos vivientes es su humanidad deshumanizada. En ellos se ha operado la pérdida de algún elemento innombrable que nos hace sentir compasión y reconocerles como semejantes. Escena clásica del género: un familiar ha sido infectado y no tardará en convertirse en zombie. Los demás supervivientes tienen que decidir si le matan cuando todavía tiene aspecto humano (lo que, generalmente, resulta muy difícil a los personajes, aunque el infectado insista) o si se esperan a que pierda su humanidad.

Qué sea lo que nos hace humanos es algo que escapa al asunto de este libro, pero en pocas manifestaciones del arte más culto y elitista se logra representar de manera tan eficaz el paso de la humanidad a la inhumanidad como en la trasformación zombie. Lo que también está claro es que los sentimientos que acompañan a la trasformación son dos únicamente: pasamos de la compasión a la repulsión más profunda. Por eso en las películas paródicas del género zombie, o en los momentos en que las películas serias se autoparodian, siempre hay un más difícil todavía en la forma de eliminar a los muertos vivientes. A lo repulsivo, que siempre es anónimo, se lo elimina en masa y sin compasión. En fin: que los zombies sean aquello con los que pasamos de la compasión al sadismo más deshumanizado (porque a los zombies se les mata sin verdadero odio y buscando la creatividad y el espectáculo) nos dice mucho sobre nuestra relación con el ser humano deshumanizado, con el cadáver: debemos apartar el esqueleto de nuestra vista, la podredumbre debe estar bajo tierra. Los zombies son nuestro horror vertical del que hablaba Cioran, la versión más moderna de aquello que querríamos ocultar siempre. Es por ello que todavía nos dan miedo: porque los zombies, en realidad, somos nosotros, o, como mínimo, nuestra última metamorfosis, la que aparece cuando se han quitado las capas de carne que la cultura y la civilización han colocado alrededor de nuestros huesos, para ocultar un desamparo total que nos aterroriza.

Habremos de reencontrarnos con el hombre desamparado en más de una ocasión a lo largo de este libro. El siglo XX, con sus guerras y masacres, brindó numerosas ocasiones para hacer surgir esta figura, y no precisamente en el terreno de la ficción. Volvamos ahora a la temática de nuestro primer epígrafe.

V. Sin embargo, algo habrá que podamos hacer

¿Qué es un pesimista, al fin y al cabo? Alguien que ha alcanzado un grado de lucidez sobre la falta de valor, lo absurdo de la existencia, y no ha querido expulsar esa idea de la consciencia, no ha querido huir de ella, sino explorarla a fondo. Detenerse en ello, sin embargo suele inhabilitar para la acción. Cioran, por ejemplo, afirmó que sólo aspiraba a vivir en París y a no hacer nada (a escuchar a Bach como mucho). Pero, ¿es la inacción la única respuesta posible cuando sobreviene la lucidez que dice que vivimos en un mundo de sombras, carente de valor? El primer (en todos los sentidos) especialista español en Cioran, el filósofo Fernando Savater, lanzaba la siguiente acusación en un libro en el que se entrevistaba a personas cercanas al escritor rumano [Carlos Cañeque y Maite Grau, Cioran: el pesimista seductor, Barcelona, Sirpus, 2007]:

“El pesimista, el que cree que las cosas no tienen por qué ir bien, no se desespera. En el fondo es aquél que defiende las cosas buenas que hay, porque sabe que son improbables. Al optimista, sobre todo al optimista contrariado, nada le parece bueno”.

Para él, Cioran era un optimista contrariado. Y esto es una acusación muy seria. Se podría interpretar que toda la obra de Cioran no es más que una rabieta de niño respondón, que dedica su vida a refinar la expresión de sus frustraciones en una prosa cada vez más afilada, pero que, en realidad, se va a limitar a quedarse sentado a que alguien le solucione la papeleta o le dé lo que quiere. ¿No será, en cambio, un verdadero signo de desesperación el asumir plenamente la ausencia de bien que se da en el mundo, la ausencia de bien puro, y a pesar de todo, levantarse y caminar, penar en el vacío? Cioran aseguraba haber cometido todos los crímenes (seguramente imaginarios) excepto el de haber sido padre. ¿No es un gesto verdaderamente pesimista ser consciente de qué es ser padre, y, a pesar de ello, serlo, sin condenarse a la esterilidad que Cioran tenía por un mérito? Y así con cualquier acto de los que se consideran propios del hombre común: saber de la inutilidad de la vida en pareja y casarse, de la nimiedad de escribir un libro y, a pesar de ello, hacerlo... Todo con el espíritu del que sabe que vive en un mundo de sombras, y que sólo hace lo que hace porque espera algún día despertar, y porque para él la inacción resultaría un postura infantil y en el fondo, no plenamente desengañada.

La metáfora de la caverna platónica no tiene que ver con lugares físicos, sino únicamente con el conocimiento: la diferencia entre el protagonista y los demás está en lo que él sabe. ¿No tratará la vida, entonces, de exponerse hasta el final a todas sus posibilidades, de desenmascarar todas sus sombras, de recorrer un camino de mayor consciencia aunque ello comporte una mayor infelicidad? ¿Cuándo se sabe que el camino es oscuro, sino cuando se le ha recorrido entero? ¿No dice la alegoría de Platón que hay que andar al fin y al cabo? Quedarse a un lado de la vida, rumiando las propias amarguras, ¿no será la manera más eficaz de no librarse jamás de ese maldito yo? No cabe, pues, como hizo Cioran, sentarse al borde del camino, con los brazos cruzados, el mentón hundido en el pecho, y la frente arrugada, a esperar que la vida nos quite de en medio. Se trata de una postura que tiene algo de abuso de lo estético, algo así como estar enamorado de lo delicado de la propia alma y preferir su dolor, que es artísticamente productivo, a una vida más comprometida pero algo más estéril y indiferenciada: estéril por lo que respecta a lo filosófico, puesto que no hay tiempo de sentarse a pulir aforismos cuando uno está ahogado en las tareas anodinas de lo cotidiano, y indiferenciada, puesto que vivir significa en realidad salir de la torre marfil y perderse entre las masas.

En su anhelo de pureza, Cioran renunció a ensuciarse las manos, e indirectamente, esperaba en el fondo que su propia desesperación le obligara a abrazar un vacío redentor −aunque en el momento de la verdad, algo le detuviera. En el fondo aspiraba a la completa desesperación. Pero, ¿cómo va alguien a desesperar si no compromete su energía vital, sino vive verdaderamente? No: el pesimista auténtico lleva su dolor en secreto y actúa, externamente, como si sus actividades tuvieran pleno sentido, por mucho que sospeche que todo sea una enorme estupidez, por mucho que la lucidez le visite periódicamente para desenmascarar el timo vital. Sólo así fuerza el vacío intuido a penetrar en su interior.

Pero tampoco cabe, de la forma en que quieren hacernos creer los libros de autoayuda, recorrer las etapas vitales como quien recorre caminos de felicidad, como si de una carrera triunfal y plena de sentido se tratara, creyendo acumular crédito en un banco, o que la felicidad nos espera detrás de cada esquina. Los santos actuaban como si lo que hacían tuviera mucho valor, y a la vez, creían saber que el valor residía enteramente en otra parte. ¿No será posible, para el hombre común, actuar como si se supiera que hay un bien puro en otro lugar, afuera −pero sin saberlo ni creerlo verdaderamente− y con ello, actuar con la libertad y generosidad del que no espera nada, y, justamente por ello, es, por fin, libre?

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