La batalla de los ciudadanos frente al lobby tecnológico o de otros sectores económicos igualmente poderosos como el financiero es limitada y desigual. Sin embargo, tienen un flanco enormemente vulnerable, su reputación. El valor de una compañía descansa principalmente en sus activos intangibles, por lo que la imagen de marca y, sobre todo, la reputación son su verdadero talón de Aquiles. La confianza es uno de los atributos esenciales para la competitividad y la sostenibilidad de las empresas, que, sumada a la creciente demanda de transparencia, está poniendo en cuestión el modelo de negocio y algunas de las prácticas de las plataformas tecnológicas e impactando de lleno en la valoración bursátil de las compañías.
El sector financiero es una de las industrias que han comprendido que tienen que preocuparse —y ocuparse— de la reputación para hacer sostenible su negocio. Los bancos, otrora incontestables y todopoderosos, son cuestionados por los ciudadanos, además de verse amenazados por nuevos competidores más ágiles e innovadores. Por otra parte, las grandes tecnológicas como Facebook sobrevivieron al huracán de la fuga de datos de Cambridge Analytica, pero pocos meses después vieron cómo las reiteradas denuncias y el impacto sobre sus políticas de privacidad, aderezado por unos resultados modestos, pasaron una importante factura a la quinta compañía más grande del planeta. En julio de 2018, las acciones de la red social se desplomaron un 19% en el índice Nasdaq, la mayor pérdida de valor en un día para una compañía americana que cotiza en Wall Street. El propio fundador, Mark Zuckerberg, perdía quince mil millones de dólares en una sola jornada. Empresas como Facebook o Google se multiplican hoy en acciones para blanquear su imagen y proteger el bien más preciado, la reputación, y es ahí donde los ciudadanos tenemos una buena dosis de influencia y, por lo tanto, de poder.
La economía de la reputación ha venido para quedarse. Ya no basta con construir un modelo de negocio rentable, innovador y escalable para convertirse en un unicornio. Las empresas y las instituciones tienen que aprender a gestionar el capital reputacional para ganar y mantener la licencia social para operar y garantizar su sostenibilidad. Sus prácticas no solo tienen que ajustarse a la legalidad, sino que deben ajustarse a los valores sociales emergentes.
En conclusión, los ciudadanos y los consumidores reclamamos una nueva forma de operar y de relacionarnos con las empresas y las marcas. Exigimos prácticas éticas y el respeto de nuestros datos personales. Nuestra valoración sobre la percepción de la reputación de las empresas, instituciones y organizaciones nos otorga un nuevo e importante poder de influencia para reconfigurar el mundo en el que vivimos. El capital reputacional es hoy un factor crítico para cualquier personalidad, ya sea político, empresario o celebrity, y es nuestra gran oportunidad para influir y exigir. En esta nueva República de la reputación global, hiperconectada y emocional, será imprescindible aprender a interpretar la nueva cartografía física y social de este nuevo mundo sin banderas ni fronteras que cuenta con un nuevo activo central y fundamental, la reputación.
1Massagué, Rosa: «Nelson Mandela, ponga un líder en su felpudo», en El Periódico, 14 de julio de 2018. Consultado el 4 de abril de 2019. Disponible en línea: https://www.elperiodico.com/es/mas-periodico/20180714/nelson-mandela-centenario-mercadotecnia-6940151
2Damásio, António: El extraño orden de las cosas, Barcelona, Destino, 2018.
3Rosique, Miguel: Poder, influencia y autoridad, Barcelona, Editorial Alienta, 2015.
4Pardo, Pablo: «La guerra de los datos: Apple contra Facebook», en El Mundo, 1 de diciembre de 2018. Consultado el 4 de abril de 2019. Disponible en línea: https://www.elmundo.es/television/2018/12/01/5c017df721efa09c7f8b4681.html
5Suárez, Gonzalo: «La profecía de Evgeny Morozov, el hereje de internet: “Todo va a ir mucho peor”», en El Mundo, 4 de diciembre de 2018. Consultado el 4 de abril de 2019. Disponible en línea: https://www.elmundo.es/papel/futuro/2018/12/04/5c0578c7fdddff92bb8b479f.html
I
La economía de la reputación
1
La desconfianza, el rasgo característico
de nuestra era
El ser humano es el único animal que se preocupa
por cosas que todavía no han pasado.
Miguel Rosique
El mundo se mueve a un ritmo vertiginoso con acontecimientos inesperados y difícilmente comprensibles para muchos ciudadanos. El auge de tecnologías disruptivas está cambiando la forma de comunicarnos, aprender, trabajar, producir, consumir y relacionarnos, lo que genera importantes desajustes funcionales y emocionales en amplios colectivos económicos y sociales.
La última década ha supuesto —sobre todo en Occidente— un tsunami económico, tecnológico y social para millones de personas, que han visto cómo se derrumbaba el relato vital y su proyecto personal. Aquel vaticinio victorioso e incontestable que proclamaba la sociedad de la abundancia del capitalismo financiero global, y que anunciaba que caminábamos hacia una nueva tierra prometida, reestructuró no solo la economía, sino los valores, las normas y los comportamientos. Todo ello fue posible gracias a la eclosión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que vinieron a revolucionar cómo se hacían los negocios financieros: rápidos, transnacionales y desmaterializados. Un profeta del nuevo tiempo como el politólogo estadounidense Francis Fukuyama tuvo un importante predicamento con su teoría del fin de la historia, según la cual la política y la economía del libre mercado se impusieron a las denominadas utopías de la Guerra Fría. Su teoría principal suponía la victoria del pensamiento único y el fin de las ideologías, que ya no eran necesarias y que serían sustituidas por la economía capitalista del libre mercado desregulado.
El poder de las redes: fast and furious
Sin embargo, el capitalismo tecnológico de este mundo fast también creó sin querer su propio antivirus, el infocapitalismo, el ser humano hiperconectado e informado, lo que ha permitido cuestionar y hacer frente a las estructuras de poder. Algo que David de Ugarte anunció en su lúcido libro El poder de las redes6, donde anticipaba hace más de una década las consecuencias del ciberactivismo, la emergencia de la cultura colaborativa en red y las ciberturbas, que vendrían a ser la versión digital de las grandes movilizaciones sociales de antaño, que como hemos visto a lo largo y ancho del planeta han socavado los cimientos del poder tradicional.
Hoy, la comunidad en la que vivimos y en la que trabajamos ha dejado de ser únicamente física o territorial para mudarse a la red y multiplicar nuestra pertenencia a una o varias comunidades. Es lo que el ensayista e informático estadounidense Steven Johnson7 calificó de «peer progressive» (par progresista). Estamos ante el nacimiento de una nueva polipertenencia a comunidades distribuidas y conversacionales cuyos miembros se relacionan entre sí de forma no jerárquica, y donde el que tiene la mejor historia es el que lidera la conversación.
La globalización y su alumno aventajado en aquel momento, el capitalismo financiero, nos transportaron en apenas diez años del sueño de la tierra prometida a la pesadilla de la incertidumbre, la crisis y la anemia política, social y económica. El storytelling del neoliberalismo demostró que en realidad era solo eso, una historia de ficción y, una vez despertados del sueño, la dura historia del día a día de millones de personas ha hecho de la rabia y la desconfianza en las élites y en las estructuras tradicionales el rasgo característico de nuestro tiempo. La consecuencia de ello es la cólera ciudadana y la revuelta contra las élites tradicionales, lo que alimenta nuevos movimientos populistas o xenófobos ante la incapacidad de las instituciones y los partidos tradicionales de dar respuesta a la enorme complejidad de nuestras sociedades. Nos toca hoy gestionar una época compleja no exenta de riesgos y contradicciones, y es precisamente en momentos como estos «donde nacen los monstruos de la historia», como proclamó el pensador italiano Antonio Gramsci.
Читать дальше