Pau Solanilla - La República de la reputación

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La ilusión de la tecnoutopía que despiertan las nuevas formas de comunicación nos ha llevado a una falsa era de libertad digital, en la que las grandes plataformas de contenidos se han convertido en las auténticas vertebradoras de la información y en la que los algoritmos secretos moldean la vida de la sociedad y de las personas, con la posibilidad de generar burbujas ideológicas radicales o poco democráticas. La consecuencia inmediata es que hoy son más vulnerables las empresas, las instituciones y los ciudadanos.
La batalla frente al lobby tecnológico o al poderoso sector financiero es –siempre lo ha sido– limitada y desigual; sin embargo, tienen un flanco enormemente vulnerable: su reputación. La posibilidad de valorar a empresas, instituciones u organizaciones, y la incidencia que dicha valoración tiene sobre su reputación, nos otorga un nuevo e importante poder de influencia para reconfigurar el mundo. El capital reputacional es hoy esencial para cualquier personalidad, político, empresario o celebrity, al tiempo que ofrece al ciudadano una herramienta valiosa de presión.
En esta nueva República de la reputación, hiperconectada y emocional, debemos interpretar esta cartografía física y social para, a través de las historias y las nuevas narrativas corporativas, aprender a cuidar nuestra reputación como un activo que no conviene menospreciar.

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La confianza y la reputación no son atributos que se proclaman o que pueden adquirirse, son activos que se otorgan o reconocen por parte de los demás. La notoriedad puede comprarse, pero la reputación y la credibilidad se construyen gracias a la notabilidad. Y es que celebrities hay muchas, pero grandes personalidades contemporáneas admiradas y admirables a escala global hay más bien pocas.

Del poder a la influencia

El poder, otrora gran ordenador de nuestras sociedades, ha dejado de ser el principal articulador y ordenador de las relaciones humanas. El poder tradicional se ha debilitado, ya no es lo que era, ha perdido buena parte de su capacidad para imponerse. El hard power —el poder duro— se debilita frente a la influencia. Hoy, seducir y emocionar es más efectivo que imponer o coaccionar. La influencia y la reputación se han convertido en el software más eficiente de empresas y organizaciones.

En una sociedad desorientada, confusa y sometida a la incertidumbre, se buscan líderes que nos guíen por las aguas turbulentas de un mundo en constante cambio y disrupción. Necesitamos nuevos líderes, referentes renovados que nos inviten a construir juntos un camino de certezas y de seguridad compartida. En ese proceso, los símbolos vuelven a situarse en el centro de nuestras mentes. Los símbolos generan sentimientos que no son más que las experiencias subjetivas de nuestras vidas. El neurólogo Antonio Damasio nos explica en su libro El extraño orden de las cosas2 cómo la subjetividad y la experiencia integrada son los componentes esenciales de la conciencia, esto es, son los actores principales en la creación de la mente cultural. Hasta hace relativamente poco tiempo, en nuestras mentes culturales el poder había sido la máxima expresión de la autoridad en nuestras sociedades. Ya fuera en el seno de la familia, la empresa o la sociedad, aquellos que ostentaban el poder hacían y deshacían a su antojo, doblando o manipulando voluntades si era menester.

En el mundo líquido de hoy, hipertransparente, hiperconectado y desconfiado, el poder tiene que aprender a reconciliarse con los ciudadanos mediante nuevas formas de relacionarse. Una de las claves del liderazgo es la forma en que se trata a las personas y el impacto de la conexión emocional que se genera. El liderazgo no se conquista, sino que un grupo de personas o colectivo se lo otorga a una persona o personas porque generan confianza, y en ese proceso las imágenes, las historias y los símbolos juegan un papel muy relevante.

La memoria, el lenguaje, la imaginación y el razonamiento son los actores principales de los nuevos procesos culturales resultado de las múltiples interacciones a las que nos enfrentamos cada día. En su libro Sobre el poder, el filósofo Byung-Chul Han desarrolla las distintas dimensiones —lógica, semántica, metafísica, política y ética— en las que se sustenta el poder, que se compone y descompone en nuestras mentes según las múltiples interacciones en las que participamos. Hay decenas de definiciones distintas de qué es el poder, pero quizá una de las que más me gustan es aquella que reza que el poder es conseguir que la gente haga lo que tiene que hacer. El poder es básicamente poder hacer, y eso depende fundamentalmente de dos elementos, de la autoridad y de la influencia. De poco sirve tener poder o creer tenerlo si no se es capaz de cambiar las cosas.

La autoridad, auctoritas, pese a que muchos piensen lo contrario, no se adquiere, sino que la otorgan los colaboradores, los miembros de la familia, de un grupo o de la comunidad. Es la legitimación social y hay que ganársela, ser merecedor de ella para poder ejercerla. Por su parte, la influencia es inversamente proporcional al tradicional potestas, esto es, cuanto más poder se necesite ejercer para que se cumplan las exigencias de uno, de menor calidad es este poder.

Frente al tradicional empuje del poder en cualquiera de sus formas, la influencia permite avanzar en los objetivos individuales y colectivos sin necesidad de coaccionar, presionar o imponer. La influencia es hoy más efectiva, ya que supone, en definitiva, el arte de generar confianza para reducir el margen de incertidumbre en la construcción de nuevas coherencias, esto es, de soluciones colectivas. Como nos recuerda Miguel Rosique3, donde la autoridad formal no alcanza, llega la influencia. Si el poder es poder hacer, la influencia es conseguir que las cosas finalmente ocurran, y eso tiene mucho que ver con el capital reputacional para empoderar personas, organizaciones y sociedades. Así pues, la influencia y la reputación son factores de primer orden para ejercer el liderazgo en el mundo tanto en las instituciones como en las organizaciones empresariales.

Esta nueva realidad consolida la imparable emergencia de una nueva disciplina social: la economía de la reputación. Si hasta hace pocos años el valor de una compañía residía en sus activos tangibles, es decir, en sus fábricas o sus productos, hoy el 80% del valor está en activos intangibles como la reputación, la marca y la licencia social para operar. En este nuevo entorno reputacional, tenemos que aprender a gestionar mejor la información, así como las expectativas de las personas y grupos de la comunidad o comunidades en las que operamos. El liderazgo en la era de la economía de la reputación tiene que ver en buena medida con la capacidad de conseguir que las personas y los equipos reconozcan el valor de sus acciones y cómo afectan al entorno o a los grupos de interés con los que se relacionan. Como recuerda Byung-Chul Han, cuando el poder tiene que hacer expresamente hincapié en sí mismo, es que ya está debilitado.

Narrar, compartir y emocionar

El poder muta hacia la influencia y para poder influir la comunicación persuasiva emerge como una de las herramientas fundamentales para conectar con nuestros públicos de interés. Atrás quedaron las técnicas de comunicación unidireccionales. Hoy vivimos en el mundo de las redes, de la gran conversación global, y las compañías viven inmersas en el proceso de recuperar el «alma» y aprender a relacionarse de otra manera con el entorno en el que desarrollan su actividad. La digitalización y los valores sociales emergentes están cambiando la forma de producir y consumir información y contenidos, y la neurociencia nos enseña que las emociones permiten conectar con los clientes en un entorno de creciente mercantilización.

Ya no es suficiente con tener éxito económico o rentabilidad, sino que hay que dar prueba de responsabilidad y sostenibilidad para garantizar el progreso de la sociedad. Hasta los mercados financieros lo saben; y las grandes compañías intentan adaptarse a las nuevas reglas del juego de la economía de la reputación. El Índice de Sostenibilidad Dow Jones (DJSI World, por sus siglas en inglés), que mide el comportamiento y la buena praxis de las empresas, es una muestra de ello. El mundo financiero ha comprendido que las empresas tienen que hacer las cosas bien y aprender a contarlas a la sociedad de una forma amable y empática a través de nuevas narrativas corporativas que generen ilusión y adhesión.

De nuevo sale a colación el mundo de las palabras. A través de pequeñas historias, las organizaciones pueden hacerse grandes y establecer conexiones emocionales con un impacto directo en la cultura corporativa y en los resultados de las compañías. Los nuevos líderes, ya sea en empresas o instituciones, tienen que aprender a desplegar una nueva estrategia de persuasión capaz de trasladar su historia, o sus historias, para generar notoriedad, reputación y adhesión. Como muestra el caso de Mandela, no hay memoria sin emoción, por lo que debemos aprender a narrar y compartir pequeñas grandes historias que pongan en contexto la actualidad y al mismo tiempo las perspectivas de futuro de nuestras empresas, instituciones y organizaciones. No se trata solo de entretener, como creen algunos, sino de crear relaciones más sólidas y duraderas. Pero, atención, los relatos y las ideas no son suficientes si no van acompañados de acciones que los validen.

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