Por su parte, como consecuencia de la Conferencia de Paz de París, celebrada en 1919 y a la que asistieron el presidente estadounidense Woodrow Wilson, el primer ministro británico David Lloyd George, el primer ministro francés Georges Benjamin Clemenceau y el primer ministro italiano Vittorio Emanuele Orlando, se crearon un conjunto de países independientes (Finlandia, Estonia, Lituania, Letonia, Polonia y Checoslovaquia) en el Este de Europa. Dos razones llevaron a las potencias aliadas vencedoras de la Primera Guerra Mundial al establecimiento de estos nuevos estados; en primer lugar, proporcionar una soberanía legítima a las distintas nacionalidades y territorios que habían sido gobernados por los ya vencidos imperios ruso, alemán y austro-húngaro; en segundo lugar, crear un “cordón sanitario” de estados no comunistas que pudieran aislar y contener a la Rusia bolchevique de Occidente. Esta precaria frontera, verdadero antecedente de la división en bloques de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, no pudo contener la influencia revolucionaria en los países occidentales.
Las ideologías en conflicto tenían un origen secular. Pronto se polarizaron en dos bandos representados por los líderes de cada potencia, Woodrow Wilson como presidente de Estados Unidos y Vladimir Ilich Ulianov, como el líder de la revolución bolchevique, y por las dos doctrinas que imperaban en cada una de estas facciones: el liberalismo estadounidense, que hundía sus raíces en las teorías de John Locke, y el comunismo soviético, cuya base ideológica eran las teorías de Karl Marx.
La lucha de dos ideologías
El enfrentamiento entre ambas ideologías se debió a las propias características de cada una de ella. Las dos eran universalistas, es decir, ambas mantenían que su concepto de sociedad se podría aplicar a todas las naciones y pueblos. Ambas naciones se enorgullecían de su modernidad, que buscaba acabar con las tradiciones políticas anquilosadas y moribundas de Europa, y transformar de esta manera el mundo. Ambas naciones, además, consideraban progresistas a sus respectivas ideologías y a la historia como una irreversible marcha hacia el perfeccionamiento que definían como la propagación de su propia influencia; por lo tanto, el avance de una suponía el retroceso de la otra. Por último, ambas ideologías mostraban una tensión entre determinismo y mesianismo. Aunque los líderes de cada ideología creían que la historia estaba de su lado al estar ellos mismos en poder de la razón política, no querían mantenerse al margen del curso de la historia y estaban dispuestos a influir directamente en ella. Por esta razón, Estados Unidos y la Rusia soviética representaban nuevas formas de política internacional.
Al proclamar su universalismo y su mesianismo, cada una intentaba transformar el mundo entero como un medio para el progreso social. Con tal altas aspiraciones, la coexistencia estable, como se demostró posteriormente, era imposible. Las líneas de la política exterior soviética se institucionalizaron en la III Internacional, fundada en marzo de 1919. Tras relegar a las relaciones diplomáticas tradicionales al uso entre naciones, se estableció a los obreros de las distintas naciones capitalistas como los interlocutores válidos de las relaciones soviéticas, mediante los órganos dirigentes de los partidos comunistas de las diversas naciones del mundo, incluido obviamente Estados Unidos, como paradigma de sociedad capitalista. Este era el método ideado desde Moscú para internacionalizar la revolución soviética y la pretendida unión de todos los proletarios del mundo.
Por otro lado, la política exterior estadounidense giraba alrededor del planteamiento internacionalista de la doctrina wilsoniana. El presidente Wilson configuró sus relaciones internacionales a través de la redacción de sus Catorce Puntos, es decir, de las propuestas presentadas por él el 8 de enero de 1918. En ellas preconizaba, además de la creación de una asociación general de naciones, la conveniencia de promover un internacionalismo liberal basado fundamentalmente en la garantía de la independencia política y de integridad territorial para todos los estados, así como la expansión del libre comercio, pilar fundamental del capitalismo. Los líderes estadounidenses veían la Revolución Rusa como una amenaza para su libertad y para el “modo de vida americano”, puesto que la influencia bolchevique se había infiltrado con fuerza y extensamente en Estados Unidos. La sociedad estadounidense sufrió una verdadera fiebre antibolchevique bajo el mandato de Woodrow Wilson que afectó a los emigrantes europeos, porque se les culpaba de haber introducido en el país las ideologías izquierdistas revolucionarias. El presidente estadounidense presionó al Congreso para que aprobara la Ley de Sedición el 16 de mayo de 1918, que permitía en tiempos de guerra imponer una multa de 10.000 dólares o prisión por no más de veinte años, o ambas penas, a cualquier ciudadano que profiriese, imprimiese, escribiese o publicase cualquier contenido desleal, profano, difamatorio o abusivo contra la política del gobierno estadounidense. Esta ley no fue la única que se promulgó contra los miembros de la izquierda más radical; el 16 de octubre de 1918 se ratificó la Ley de Inmigración, que endurecía sobremanera la legislación contra los extranjeros que pretendían ser acogidos en Estados Unidos, amparándose en la necesidad de deportar a los anarquistas de origen europeo que eran contrarios a la participación del país en la Primera Guerra Mundial; también impedía la entrada en territorio estadounidense de todo europeo susceptible de ser anarquista o del ala izquierdista radical. De esta manera comenzaba el llamado “Primer Terror Rojo” en Estados Unidos.
Aunque todas estas decisiones no evitaron la radicalización anarquista en dicho país, las medidas preventivas llevadas a cabo por Wilson continuaron con el nombramiento de Alexander Mitchell Palmer como fiscal general, el 27 de febrero de 1919, cargo que ocupó desde el 5 de marzo del mismo año. Al mes siguiente una serie de atentados con cartas bomba perpetrados por seguidores del anarquista de origen italiano Luigi Galleani, intentaron acabar con la vida de treinta hombres de negocio y políticos; entre ellos estaba el propio Palmer. Otra oleada de atentados, esta vez con paquetes bomba, tuvo lugar el 2 de junio; Palmer, de nuevo, sufrió un ataque terrorista, cuando explotó uno de los artefactos en el porche de su propia casa.
Estos atentados fueron el punto de partida de las famosas “redadas de Palmer”, una serie de detenciones masivas de presuntos activistas anarquistas, seguidores o simpatizantes de dicha ideología. Las primeras se realizaron en Buffalo, Nueva York, en julio de 1919. El 1 de agosto de 1919, Palmer puso a un joven John Edgar Hoover, convencido anticomunista, a cargo de la División de Inteligencia General, también conocida como División Radical, que era una nueva división de la Oficina de Investigación del Departamento de Justicia. Edgar J. Hoover se encargaría de investigar los programas ideológicos de los grupos radicales (de ahí el nombre del departamento a su cargo) y de identificar a sus miembros. Demostrando su capacidad de organización y de trabajo, Hoover y sus agentes consiguieron tener en su poder en noviembre de 1919 una lista con el nombre de 60.000 sospechosos de la izquierda radical. Este ingente conjunto de datos permitió que los arrestos de presuntos saboteadores ascendieran a 6.000 en enero de 1920; unos meses después, los arrestados llegaban a 10.000, de los que solo 3.500 permanecieron encarcelados con pruebas fehacientes de su culpabilidad, mientras que 556 residentes extranjeros en Estados Unidos fueron expulsados a sus países de origen. Entre estas masivas deportaciones, uno de los casos que más expectación causó fue la expulsión de la activista anarquista de origen lituano Emma Goldman, que fue repatriada junto a otros 248 rusos en el Buford , barco que fue apodado despectivamente por la prensa del momento como el “Arca Soviética”, o el “Arca Roja”. Esta política de persecuciones masivas se basaba en la exagerada e incluso paranoica creencia en una supuesta e inminente revolución de ideología bolchevique en Estados Unidos, que nunca llegó a producirse. La opinión pública empezó a criticar esta actividad antirradical por los continuos arrestos sin cargos de tantos ciudadanos en tiempos de paz.
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