Las barbaridades del almirante-pirata aragonés en su propia tierra natal debieron ser de tal entidad, que la nueva Corona de Sicilia hubo de pararle los pies, enviándole a tomar la isla de Djerba para el sultán de Túnez. Terminada esta misión, y de vuelta en Mesina, el nuevo rey de Francia, Felipe III Capeto, llamado el Atrevido, decide llevar la contienda a tierras europeas, invadiendo el Rosellón como cabeza de puente para penetrar en Cataluña. El ejército francés cruza el Ampurdán y pone sitio a la plaza de Gerona, que rindieron, pero se declara una epidemia de peste que debilita el ejército y la flota francesa.
En estas condiciones llega, incansable, Roger de Lauria a las costas catalanas después de tomar y saquear Taranto, enviado expresamente por el rey Pedro, que le dijo:
“Ya sabes, Roger, por experiencia, cuán fácil es a los catalanes y sicilianos triunfar de los franceses y provenzales por mar”.
Fuertes los enemigos en cincuenta y cinco galeras, dejaron quince en Rosas, avanzando con el resto hacia el Sur en apoyo del rey Felipe, que marchaba por tierra. Avistada una división de sólo diez galeras aragonesas, hicieron por ellas una nueva subdivisión de veinticinco francesas, que fueron a toparse con el grueso de Roger de Lauria en persona, al que no esperaban en aguas catalanas. Teniendo en cuenta su repentina inferioridad, la peste, y el adversario que habían encontrado, los franceses trataron de escabullirse al amparo de la oscuridad tomando la contraseña de sus enemigos: Aragón, y encendiendo fanales como los de las galeras catalanas. Pero Roger y los suyos no se dejaron engañar, atacando a los provenzales del almirante Jean d’Esclot. Las formidables andanadas de los ballesteros catalanes fueron en esta ocasión decisivas, de forma que, llegado el amanecer, sólo doce galeras francesas lograron escapar con Enrique del Mar. El resto cayeron prisioneras, y Roger, al ver algunas en mejor estado que las suyas propias tras el combate, no dudó en transbordar con su gente y emprender la persecución.
La victoria de Las Hormigas, llamada así pues se libró en las inmediaciones de estas islas situadas frante al cabo de Plana, entre Palamós y Llafranc, en la Costa Brava, fue la quinta del reinado y la más celebrada de Roger, pues detuvo en seco el avance franco por la mar, lo que significó desbaratar también el impulso de la invasión francesa por tierra. Los cronistas y aduladores de la época harían famosa la frase de Roger al conde de Fox tras el combate:
“Sabed que sin licencia de mi rey no ha de atreverse a andar por el mar escuadra o galera alguna ¡qué digo galera! los peces mismos, si quieren levantar la cabeza sobre las aguas, habrán de llevar un escudo con las armas de Aragón”.
La retirada francesa se consumó de la forma más catastrófica, pues falleció de peste el rey Felipe el Atrevido, y las galeras que quedaron en Roses, sin tripulaciones ni mandos, hubieron de ser quemadas para que no cayeran en manos del enemigo. Por desgracia, la ferocidad de Roger y los suyos quedó también en evidencia, pues, en venganza por los estragos perpetrados en la invasión, arrojó al mar, para que se ahogaran, trescientos prisioneros atados, y a otros tantos les sacó los ojos, en un cruel exceso criminal más propio de un pirata desalmado que de un almirante real.
Tampoco sobreviviría mucho a esta batalla el rey Pedro III el Grande; murió en Villafranca con cuarenta y seis años, dejando de heredero a su hijo Alfonso III el Liberal. Mallorca, gobernada por su tío Jaime, se había declarado independiente de Aragón aprovechando la invasión francesa, y hubo de ajustar las cuentas a la familia, tal como habría deseado su padre. Por su parte, Roger zarpó inmediatamente de vuelta a Sicilia para informar allá del óbito del monarca a su viuda. Tal vez en castigo a sus crueldades, la mar le sumió en un tremendo temporal que dispersó sus cuarenta galeras, costándole gran esfuerzo alcanzar Trapani. En su ausencia, Constanza había dado el mando de la escuadra a Bernardo de Sarriá, que, para no ser menos a los usos y abusos de la época, realizó un crucero pirático por la costa meridional italiana, arrasando Capua, Sorrento, Pasitano y Astura, además de apoderarse de las islas de Capri y Procida. Para no ser menos, Roger recompuso seis galeras con las que recorrió en pirata la costa provenzal, haciendo numerosas presas, y saqueando localidades como Engrato y Santueri. Llevaba de nuevo el almirante el correo real, es decir, un comunicado del rey Jaime de Sicilia para su hermano Alfonso.
La piratería aragonesa provocó la reacción del gobernador de Nápoles, decidido a la invasión de Sicilia en connivencia con el papa. Mandaba la expedición Reinaldo de Aveliá y el obispo de Marturano, legado del papa; tomaron Augusta, al norte de Siracusa, desde la que se vislumbra el Etna justo por la vertiente contraria que lo contemplaban desde Mesina los aragoneses, como cabeza de puente para pasar el ejército de Brindisi. Estaba Roger precisamente en el astillero de Mesina, sucio y envuelto en una toalla, preparando como solía, personalmente, sus galeras, cuando se enteró de que los volubles sicilianos le acusaban de lo sucedido, y, ni corto ni perezoso, tal como estaba, se presentó en la corte ante Constanza y su hijo Jaime, espetándole a los cortesanos:
“¿Quién de vosotros es el que, ignorando los trabajos míos (que detalló uno por uno), no está contento de lo que he hecho hasta ahora?”.
Calló la corte, y Roger, hombre fuerte del reino, y, como tal, mal visto por los que mucho quieren y nada hacen, partió con cuarenta galeras al encuentro del enemigo. De un rápido golpe de mano, puso sitio y reconquistó Augusta, donde cayeron prisioneros Aveliá y el legado papal. Sin descanso, se dirigió a destruir la flota enemiga, de ochenta y cuatro barcos, fondeada en Castellmare di Stabia, y la avisó de que la iba a combatir. Dispuestos los franceses en batalla, se arrojaron contra los de Aragón, rodeándolos con ventaja inicial. Pero, viendo que podían ganar gracias a su superioridad numérica, empezaron a estorbarse unos a otros por conseguir el mejor botín, creando masas de barcos atascados que eran fácil presa del enemigo, y, en especial, de los ballesteros catalanes. El momento cumbre de la confusa batalla de Castellmare, posiblemente la mejor de Lauria, llegó cuando fueron tomadas las dos taridas con los estandartes del almirante enemigo, Enrique del Mar, que, una vez más, huyó para ponerse a salvo. Fueron apresadas un total de 44 galeras enemigas, es decir, la mitad de la escuadra francesa, que fueron llevadas a Mesina en medio de grandes hurras y aclamaciones para Roger y los suyos. Crecido por la victoria, el marino aragonés se creyó capaz de lograr personalmente un armisticio con sus derrotados, pero el nuevo rey Jaime de Sicilia no le respaldó, ordenándole ponerse a sus órdenes en la contraofensiva por tierras calabresas. Frente al castillo de Bellveder volvió Roger a poner de manifiesto un proceder típicamente pirático, como fue exponer al tiro de las máquinas de guerra enemigas, en vanguardia, al hijo del señor que defendía la plaza, resultando el joven muerto. Tomó acto seguido el rey Jaime el puerto de Gaeta, y, cuando se preparaba una cruenta batalla con las fuerzas de Nápoles que acudían a combatirlos, el papa logró poner paz entre ambos contendientes, iniciándose una tregua de dos años. Paz también buscaba el rey Alfonso de Aragón con Francia, pero, antes de consumar el tratado, falleció con sólo veintisiete años, en 1291.
Heredaba el trono el rey Jaime de Sicilia, ahora Jaime II de Aragón, ocupando el de Sicilia Fadrique. Roger de Lauria aprovechó el interregno para realizar una nueva expedición pirática en aguas africanas; llevó luego al nuevo rey a la Península, y regresó a Sicilia, donde, desembarcando, le ganó una fiera escaramuza al caballero francés Guillermo Estenardo en Castella, tras lo que saqueó Malvasía y la isla de Chío, regresando porteriormente a Mesina.
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