El hijo de Jaime I fue Pedro III el Grande, gran guerrero y singular personaje, pues, como todo buen monarca, supo hacer de su fama y fuerza elemento negociador que empleó diplomáticamente. Limitado al Oeste por Castilla, y al Sur por las conquistas de su padre, que apenas dejaban Murcia como resto fronterizo, la ambición de Pedro le impulsaría hacia el Este, a través del Mediterráneo, en un salto escalofriante que le llevó a chocar directamente contra la casa de Anjou, reyes de Francia, y el papa, protegido de éstos. El Aragón de Pedro III mantuvo, a través de los puertos catalanes, un intenso y fructífero tráfico comercial con al-Ándalus y Túnez, respaldado por los oportunos acuerdos con estos reinos islámicos. Con base en Málaga y Almería, las naves catalanas atacaban el tráfico marítimo del enemigo francés, e italiano, con patente de corso del propio Pedro, al que la historia consigna como monarca pirata. En la propia Barcelona, al sur de la montaña de Montjüich, estaba el puerto de Can Tunis, la Casa de Túnez, donde se llevaba a cabo el activo intercambio de mercancías con este reino africano de piratas.
Dominando los accesos al Mediterráneo por el Oeste (estrecho de Gibraltar) y el Este (canal de Sicilia), no es de extrañar que, en la muerte de Manfredo, rey de Sicilia y cuñado de Pedro III, y asesinato de su sobrino Conradino a manos de Carlos de Anjou, el aragonés viera una ocasión inigualable de apoderarse de esta isla basándose en los derechos de su esposa Constanza Hohenstaufen, y con la inapreciable ayuda de los propios sicilianos, que iban a masacrar a los franceses en venganza por el crimen de Conradino durante las famosas Vísperas Sicilianas.
La vanguardia invencible que el rey Pedro III empleó para hacer efectiva esta reclamación fue su poderosa flota, al mando de los almirantes Conrad de Llansá y Roger de Lauria, y los célebres guerreros almogávares, montañeses catalanes y aragoneses de enorme resistencia y capacidad combativa, que se lanzaban al ataque al grito de “desperta ferro”. La denominación de estos mercenarios parece provenir del árabe, al-mo-gauar significa incursor en tierra extraña, al-muhavir, [el que provee de noticias], es decir, ejército de observación, que siempre son los que van por delante, y gabar, que significa orgulloso, altivo. Estas tropas mercenarias, a bordo de las escuadras de galeras del rey pirata, compondrían un tándem formidable e imbatible en los notables logros durante este periodo de la corona de Aragón.
Conrad de Llansá había llegado a Aragón como criado de la reina Constanza; siciliano de sangre nórdica, iba a protagonizar la primera gran victoria naval aragonesa en aguas mediterráneas. En 1279 el rey le envía, con diez galeras, a saquear las ciudades norteafricanas del sultán de Marruecos. La expedición pirática comenzó, significativamente, en Túnez, donde, logrados los pactos oportunos de no agresión, se procede a arrasar y saquear toda la costa desde el cabo Bon hasta Ceuta, rematando la incursión con la toma de ésta última ciudad. Cuando las fuerzas del sultán Abu Yusuf acudieron a sitiarle, Llansá escapó con el tiempo justo; seis de sus barcos, con todo el botín, lograron cruzar el estrecho para refugiarse del viento de Poniente a sotavento del Peñón, en la que, desde entonces, se conoce como cala de los Catalanes. Pero otras cuatro galeras, abatidas por el viento, fueron perseguidas por tres musulmanas, hasta que, llegados a las islas Habibas, en las proximidades de Orán –fue sin duda una larga persecución, de más de una jornada– se dieron la vuelta y vencieron a las perseguidoras, capturando dos y hundiendo la restante. La victoria de las Habibas, precedida del crucero pirático por el norte de África, señaló el inicio del dominio de la Armada aragonesa, utilizando la piratería como un elemento de guerra más.
Las Vísperas Sicilianas (1282) habían trastornado los planes de Carlos de Anjou, obligándole a la represión en la isla; ciego de odio, sitió Mesina para pasarla a sangre y fuego, pero Pedro III, a la sazón en Túnez, acude en ayuda de los sicilianos desembarcando en Palermo. Mientras los almogávares dan buena cuenta del sitio de Mesina, la escuadra aragonesa, al mando del bastardo Jaime Pérez, derrota en Reggio a los franceses, tomándole veintidós galeras. Pero esta segunda victoria naval se ve empañada por la rápida destitución del hijo natural del rey, que había desobedecido a su padre atacando la plaza de Reggio contra las órdenes de aquél.
Toma entonces el mando de la escuadra el calabrés Roger, nacido en Scala, hijo del señor de Lauria y doña Bella, dama y posiblemente, ama, de leche, de la reina Constanza de Aragón. Se había criado en la corte como compañero de juegos de Pedro III, y los monarcas aragoneses le ennoblecerían con los títulos de conde de Cocentaina y señor de Calpe. Se trataba, pues, de persona que, aunque no emparentada de sangre con la familia real, lo estaba por todo lo demás, pues era un íntimo de toda la vida en quien depositar absoluta confianza. Cuando Pedro III, prosiguiendo las operaciones de guerra para controlar el canal de Sicilia, pone sitio a la fortaleza de Malta, las galeras francesas acuden para levantarlo, seguidas de cerca por las de Roger de Lauria. Atrapados los franceses en el puerto de La Valetta, Roger los conminó a la rendición, y, rechazada ésta, se trabaron las dieciocho galeras aragonesas en combate con las veinte de Guillermo Corner. El francés acometió personalmente la galera de Roger y le buscó con un hacha; mal momento pasó el almirante aragonés cuando una lanza le clavó un pie a las tablas del plan, inmovilizándole contra tan formidable enemigo, pero la piedra almogávar oportunamente lanzada desde una honda anónima desarmó al francés, y Roger, desclavando la azcona, atravesó con ella a su enemigo. Fue el principio del fin para la flota francesa, que perdería diez galeras apresadas antes de poner pies en polvorosa, dejando en manos aragonesas las islas de Malta, Gozo y Lípari. Tercera gran victoria para el intratable Pedro III, al que, a falta de nada mejor, excomulgó el papa afrancesado, y retó a duelo personal Carlos de Anjou, quedando ambas “represalias” en agua de borrajas.
Entretanto, la conquista de Sicilia proseguía: Constanza desembarcó para ser coronada reina, y Roger, tras su victoria, se dirigió a Nápoles para buscar los restos del enemigo en su propio cubil. Aceptó el desafío el hijo de Carlos de Anjou, príncipe de Salerno, y, con todos los nobles de su corte, armó una escuadra mucho más numerosa que la aragonesa, saliendo en su busca. Roger de Lauria, al verlos venir, simuló la huida para sacarlos del puerto, logrado lo cual, los aragoneses se volvieron repentinamente contra las galeras francesas. Mientras los cortesanos y caballeros francos estorbaban la maniobra de éstas últimas, Roger y sus almogávares acometieron con agilidad y ligereza, logrando rodear y sitiar la galera de Capua, donde iba el príncipe de Salerno, que, con su barco desfondado por varios arietes, tuvo que verlo irse a pique, siendo rescatado personalmente por Roger junto al almirante Jacobo de Brusson; acto seguido, la moral francesa se vino abajo, siendo completamente derrotados por cuarta vez consecutiva. Roger de Lauria se dirigió entonces de vuelta a Nápoles, y, confirmada su victoria por el enemigo, marchó a Mesina con los prisioneros para presentarse a Constanza. La reina, para que los sicilianos no ajusticiaran al de Salerno en venganza por el asesinato de su primo Conradino, se las tuvo que ver y desear. Aún así cayeron, linchados por la multitud, sesenta prisioneros, y dos más que se apuntó el propio Lauria por traidores.
Carlos tuvo que bajar con una escuadra a lo largo de la costa italiana para hacerle frente, pero, víctima de problemas internos y la enfermedad, murió en Foggia este rey de Nápoles y Sicilia, hermano de san Luis de Francia, a comienzos de 1285, sin haber podido rescatar a su hijo. Entretanto, Lauria, reforzado con las galeras de Pedro III, y viendo que su enemigo no reaccionaba, se lanzó al saqueo de la costa calabresa, empezando por Nicotera, siguiendo Castelvetro y Castrovilari, y acabando por arrasar toda la Basilicata en una estremecedora campaña pirática, en la que inocentes pagaron por los pecados de su rey francés.
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