Aquel cambio de manos del más importante baluarte del Mediterráneo oriental, que garantizaba el dominio del mar Egeo, y, por lo tanto, el rápido acceso de los barcos turcos al Mare Nostrum, significaba que, en el intrincado mundo marítimo de la época, donde piratas pisanos, venecianos, genoveses, franceses, aragoneses y musulmanes campaban por sus respetos, robando o dejándose robar entre ellos o por los nuevos piratas castellanos –que, a la vez que hollaban tímidamente los horizontes atlánticos, penetraban en las líneas de navegación mediterráneas de la mano de una u otra alianza coyuntural– acababa de irrumpir una fuerza que unificaría la piratería y el corso africano, desatando una vastísima ofensiva que impulsaría a los otrora enemigos a unirse también para hacerles frente bajo las banderas de España, Venecia y el papa.
Pero todo éso estaba aún por llegar; de momento, la guerra de guerrillas del Mediterráneo del siglo XV era un confuso reino de taifas en el que Génova, sus piratas y sus mercaderes, con mayor o menor fortuna, se desempeñaban para abrirse un hueco entre los demás. La irrupción de los turcos tuvo para Génova una importancia fundamental: si, durante el siglo anterior –XIV– Génova se había volcado en el comercio oriental, Egipto y Oriente Medio, expandiéndose gradualmente hacia el Norte por el curso del Danubio, e incluso al mar Negro, el empuje de los otomanos, que eran conquistadores soberbios y excluyentes, además de comerciantes rapaces y poco predispuestos a tener socios, negó a Génova este camino, dejando aislados a los pocos genoveses que trataron de abrir, audazmente, mercados en Persia o India. A fines de siglo, no le quedaba a Génova en el Este nada más que una solitaria posesión, peligrosamente próxima a la costa turca ¿lo adivinan?, la isla de Quíos.
No había otro camino que el Oeste: Occidente ofrecía también buenas posibilidades. A diferencia de los turcos, los castellanos y andaluces de la Península Ibérica se habían mostrado bien dispuestos a llegar a un entendimiento siempre que existiera la perspectiva de un beneficio mutuo. Gracias a ello, al ser la República genovesa Señora de los Mares, sus emigrantes y comerciantes habían podido instalarse con cierta seguridad en las ciudades españolas más importantes, participando en los negocios y la vida civil. El más lucrativo de los que se avecinaban, sin duda alguna, era el previsible comercio atlántico, que los castellanos dominaban ya hacia las Canarias y África occidental, en plena expansión de su poder, y aprovechando el hueco hacia el Oeste dejado por los portugueses, que habían preferido la ruta sur y el largo periplo a India iniciado por Vasco da Gama. Por lo tanto, no tendría nada de particular que la punta de lanza de la expansión castellana hacia el Oeste fuera, precisamente, un genovés; ni que este genovés, durante la época de su aprendizaje marítimo, se viera envuelto en el mundo de la piratería y el corso, pues, esto era lo único que existía en el Mediterráneo; ni tampoco, por último, que este genovés y sus propósitos colisionaran, una vez más, con los del Reino de Aragón y los comerciantes catalanes, pues eso era lo que había venido sucediendo en el Mediterráneo durante todo el siglo. La antipatía entre Fernando el Católico y Colón es algo mucho más profundo que lo originado por las veleidades de la reina Isabel: no es más que el eco, reflejado contra las vetustas paredes de la historia, de la rivalidad entre Génova y Aragón, sabiéndose ya la primera tocada de muerte.
Sobre la personalidad, orígenes y hechos de Colón existen todo tipo de opiniones y teorías. Abandonada, hace tiempo, la sempiterna versión del gran descubridor, apareció la imagen del seductor de la reina Isabel, el visionario, o el adelantado que amplió los dominios castellanos al otro lado de los océanos, para caer luego en el infortunio del que se aprovechó de descubrimientos de otros, el embustero, e incluso el estafador y falsario, del personaje de humildes orígenes con una desenfrenada ambición de cargos y riquezas terrenales. Posiblemente de todo tuvo un poco Colón, que, siendo un personaje rico en matices, ofrece, al que quiera explotar alguno de ellos, abundantes perspectivas.
Aquí corresponde investigar la vida del Colón pirata, tarea nada fácil; pues, si como asegura Eslava Galán, Colón era un mentiroso, y la única fuente de sus andanzas marítimas anteriores al Descubrimiento era él mismo, es decir, lo que él contó, hemos de concluir lo que asegura Ricardo de La Cierva en su Gran Historia de América:
“Antes de 1492, Cristóbal Colón, el descubridor de las Indias, es, fundamentalmente, dos cosas: un misterio y un secreto”.
Siguiendo por éste camino, resulta fácil dejarse llevar por hipótesis como las de Angel Joaquinet, que asegura que Colón (nombre falso de otro seudónimo: Joan Scolbus) era en realidad un pirata, impostor, espía al servicio de los genoveses, asesino y aventurero, compañero de correrías del pirata bretón Jean Cotelen, que, asociado con piratas andaluces de Huelva, los hermanos Pinzones, logró de ellos, y de otros, la información, el gran secreto a voces, de lo que había al otro lado del Atlántico, una riqueza sin límites, y, para hacerse con ella, ideó el patrocinio del Reino de Castilla –él solo, un simple marino, no habría podido apoderarse de nada– para lograr, alcanzado el objetivo, el ennoblecimiento que le convertiría en dueño de todo. La hipótesis no deja de tener verosimilitud, pero, como la versión oficial, carece de pruebas de rigor histórico. Lo realmente objetivo es que no se puede ir sobre terreno firme más allá de lo asegurado por de La Cierva.
Oficialmente, Cristoforo Colombo nació en Génova en verano de 1451, hijo de un tejedor genovés, de nombre Domenico, y Susanna, una lavandera. Tuvo dos hermanos, Bartolomeo y Giacomo (Diego), y una hermana, Bianchinetta; ésta última, por su boda con un quesero, desaparece de la historia, mientras que los dos hermanos permanecen en ella. La familia, de origen humilde, y escasos recursos, no puede proporcionar un futuro al joven Cristóbal, que ha de abrirse camino como grumete en los barcos comerciales genoveses:
“De pequeña edad entré en la mar navegando, y lo he continuado hasta hoy” y “ Ví todo el levante y poniente”.
Nada que objetar a estas afirmaciones, salvo que, como anota Hugh Thomas, no deje de preocuparnos que nunca escriba en italiano, sino en español salpicado de portugués, cuestionando así su propio origen.
El caso es que la persona que rubricó tales palabras estuvo en la mar durante su juventud, y, cuando aún era muy joven, se vió inmerso en una de las escaramuzas originadas por las dispersas contiendas de la época. Año 1472; Génova se halla en franca decadencia, y sus navegantes han de ponerse al servicio de otros señores. Por parte de su padre, Domenico, a Colón le toca el bando galo; aragoneses y franceses luchan en el Mediterráneo, y Barcelona sufre asedio. El señor de Marsella, Renato de Anjou, pretendiente al trono de Nápoles, manda a un joven con pretensiones de corsario a capturar la galera Ferdinandine aragonesa al golfo de Túnez; a la hora de la verdad, este joven “lobezno”, Cristoforo, la encuentra protegida por otras dos, al sur de Cerdeña, por lo que opta por enprender el regreso a Marsella; pero una parte de la tripulación se amotina, al fallar el objetivo. El joven Colón decide engañarlos:
“Se alteró la gente que iva conmigo, y determinaron de se bolver a Marsella, ante lo cual, visto que no podía, sin algún arte, forzar su voluntad, otorgué su demanda, y, mudando el cevo de aguja, dí la vela al tiempo que anochecía, y, otro día, al salir el sol, estábamos dentro del cabo de Carthágine, tenido todos ello por cierto que ívamos a Marsella”.
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