Esteban Hinojosa Rebolledo - De día gaviotas, de noche flores blancas

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De día gaviotas, de noche flores blancas: краткое содержание, описание и аннотация

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Lázaro tiene un sueño al que le teme, pero un sueño al fin. Ha escuchado cientos de veces que los sueños deben perseguirse aunque sospecha que esta vez tendrá que ser valiente. Primero, sin embargo, habrá de preguntarse dónde se consigue la valentía. ¿Detrás de las burlas de sus compañeros que no comprenden que a él le guste coser vestidos para sus muñecos? ¿Bajo la sombra fresca de los pasillos de la escuela donde a Lázaro le está prohibido jugar al elástico con las niñas? ¿O en casa, dentro de la sonrisa mortificada de su mamá y de su papá, que lo miran como si algo estuviera saliendo mal todo el tiempo?
Por suerte, Lázaro vive en un pueblo en el que el horizonte está compuesto por el mar, un río y una espesa línea de manglares donde las gaviotas se convierten en flores blancas al atardecer. Creer en la magia no es difícil, y mucho menos cuando se tiene amigos como los que Lázaro descubrirá entre las honestidades y atrevimientos de un callejón.

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Pensé que tal vez mi familia no le había dado importancia a mi silencio, porque la gente a veces decide estar callada. Pero lo mío era más grave que un simple deseo de estar callado. Mi cerebro se resistía a pensar en salir otra vez de ese pequeño espacio. ¿A dónde? Esa pregunta fue la más terrorífica de mis pensamientos. Tenía una respuesta automática. ¿A dónde? A ninguna parte, me dijo una voz que sonaba como un montón de piedritas moviéndose debajo del agua revuelta por las olas del mar. Algo en mi cerebro intentaba apagar la fábrica de paisajes y recuerdos.

El olor de la comida impregnado en la tela del mantel subía como una serpiente que husmeaba el espanto de ese niño que no podía moverse: yo. O que más bien creía no poder moverse. ¿O no quería moverse? Esa posibilidad me aterrorizó aún más. ¿No quería moverme? Eso era algo así como estar loco.

Después de un rato, mi hermano bajó cambiado. Se miraba más adulto con pantalones de mezclilla y playeras blancas, ajustadas. Yo siempre me preocupaba por ser el primero en quitarse la ropa de la escuela, en cepillarse los dientes, y soy el único que jamás se acuesta sin bañarse antes. Nadie está enterado de esa competencia secreta que tengo con mi familia. Para ellos, simplemente soy ordenado. La verdad, lo importante para mí es ser mejor que ellos. Pero aquella tarde hasta eso me pareció poca cosa. ¿Mi hermano estaba cambiado y yo no? Bien por él. Mi inmovilidad, además de asustarme, comenzaba a provocarme rabia.

Anselmo pasó a mi lado. Tomó sus llaves de sobre el trastero. No se dio cuenta de que yo seguía sentado en la mesa. Lo vi salir, borrarse entre el brillo de la calle. El viento que entró por la puerta me ayudó a bajarme de la silla. Un revoltijo de olores transparentes corrió en busca de una salida, que encontró en la ventana de la cocina. Aquella ráfaga me hizo saber que los Rodríguez habían comido pescado, que una olla de arroz humeaba cerca, que los Pérez seguían sin barrer su patio, sin recoger los mangos podridos, y que los Fernández acababan de cortar la hierba.

Fue tan violento el regreso de la energía a mi cuerpo que sentí mi piel abrirse, como cuando inflas de más un globo. Las plantas de los pies me hormigueaban. La realidad se abría camino con un montón de lanzas invisibles, que se clavaban en mis poros: los huequitos que aparecen al mirar la piel desde muy cerca. Salté de la silla y subí la escalera pasando de tres en tres los escalones. Llegué a mi cuarto y me tiré al piso. Las fuerzas seguían regresando a mi cuerpo como si me las estuviera tragando revueltas en un caldo caliente, lleno de espinas. Pensé en pedirle auxilio a mamá, pero ¿qué le iba a decir? Así que apreté el control de la tele con la punta de la nariz y miré lo que apareció en la pantalla. Eran las noticias, no sé cuántos asesinados en el norte del país, balas, balas, balas. No intenté cambiar.

Me quedé dormido. Cuando desperté, ya casi de noche, me puse a recortar telas para hacerle ropa a mis muñecos. De la tarea me ocuparía después. O simplemente no la haría. Uno no sale de un gran susto y se pone a hacer la tarea. En cambio, recortar, medir y costurar pedacitos de tela me parecía un refugio contra la angustia, ese sentimiento que apachurra el pecho y hace que la respiración se detenga a veces y a veces se acelere. Costurar y diseñar ropa para mis muñecos es mi segundo pasatiempo favorito. El primero es caminar por las afueras del pueblo o por el malecón, junto al río. Pero para eso se necesitaba mucha más energía de la que yo había conseguido recuperar.

La costura funcionó. Poco a poco, olvidé lo que me había pasado en el comedor. Comencé a pensar en la horrible experiencia como si hubiese sido de mentira, un invento de mi imaginación, que tal vez necesitaba sustos porque mi vida era siempre muy tranquila. Para la hora de la cena ya estaba relajado. Nadie notó nada extraño en mí. Pero al llegar a la mesa no pude evitar reconocer que lo del mediodía no había sido ningún invento. De verdad había perdido las ganas de hacer cosas, y aunque hubiesen regresado a mi cuerpo luego de un rato, algo dentro de mí me decía que debía hablar con alguien para descubrir cuál era mi problema.

*

Estuve sin novedades un par de semanas hasta que otra tarde calurosa en - фото 3

Estuve sin novedades un par de semanas, hasta que otra tarde calurosa, en junio, me volvió a invadir la inmovilidad. Fue como si saltara desde un rincón empolvado de mi casa. Esta vez apenas si duró unos diez minutos. Quizás mi enfermedad se vio interrumpida por la tormenta que empezó a caer. Las lluvias del verano tropical no son como las lluvias tristes que salen en las películas grabadas en los países del norte. En el trópico, las gotas caen tan cálidas y con tanto poder que aplastan la tristeza, no la riegan.

El cielo de junio amanece especialmente limpio en mi pueblo. Alrededor de las dos de la tarde empiezan a aparecer las primeras nubes, que chocan unas con otras. Se hacen más y más gordas cada vez. De pronto, lo que era un cielo azul, pista de carreras de nubecitas blancas, se convierte en un paisaje de torres altísimas de algodón gris, casi negro, inmóviles. Y el viento sopla con más coraje mientras más altas se hacen las torres. Como si quisiera derribarlas él mismo, que las construyó uniendo una con otra. Las ventanas de las casas como la mía comienzan a temblar. Las mamás salen a las terrazas a gritar a quien esté cerca para escucharlas que ahí viene el viento de agua. Si tienen hijos jugando en los columpios, corren en su búsqueda y se los llevan de regreso a casa cubriéndoles el pecho.

Todo eso pasa en quince o veinte minutos Dentro de los hogares nada cambia - фото 4

Todo eso pasa en quince o veinte minutos. Dentro de los hogares nada cambia, salvo que se tienen que encender las lámparas y que, al ras del suelo, un vientecito frío que se cuela por los resquicios de las ventanas y las puertas hace cosquillas en los pies colgantes de los niños sentados en torno a la mesa. Jamás la comida caliente, un caldo de gallina con cilantro, un bistec a la cazuela o unos taquitos dorados me saben mejor que cuando alrededor de mis pies juega ese viento frío, medio húmedo, aliento de la tierra mojada.

Tal vez fue por eso por lo que aquella segunda vez me pude recuperar de la ausencia de ganas de hacer cosas a tiempo para participar en la plática de sobremesa. Pero sentía las palabras pesadas. Ya no me causaban el gusto de antes. ¿Había sacado diez? ¿Y eso por qué era importante? Mi propia voz me estorbaba. No podía controlarla. Seguía hablando como de costumbre, aunque las palabras me dejaran la garganta y la boca amargas. Era como si mi propio cuerpo me estuviera traicionando. Más que miedo, sentía coraje.

Pasó pronto, pero a partir de entonces empezó a ocurrirme la falta de energía una vez cada semana. Ya hasta lo esperaba. Al dirigirme al comedor me temblaban las piernas. Jamás me había importado que las paredes estuvieran pintadas de amarillo pálido. Ahora detestaba ese color. Me provocaba dolor de estómago nada más imaginármelo. Lo mismo me pasó con la forma de comer de mi hermano y de mis papás. Los días que se servía pollo asado o taquitos dorados, yo me distinguía de ellos usando cubiertos. Mirar sus dedos llenos de grasa al sostener las piezas por el hueso o la parte más dura de la tortilla frita me daba ganas de vomitar. Necesitaba pretextos para justificar mi cambio de ánimo y mi casa y el comportamiento de mi familia eran lo más obvio. Mis pensamientos se comportaban como el viento que construye nubes de tormenta. ¿Qué podía hacer para que toda esa oscuridad lloviera fuera de mi cuerpo y yo pudiera ser el Lázaro de siempre?

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