Luis Manuel Ruiz - El hombre sin rostro

Здесь есть возможность читать онлайн «Luis Manuel Ruiz - El hombre sin rostro» — ознакомительный отрывок электронной книги совершенно бесплатно, а после прочтения отрывка купить полную версию. В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: unrecognised, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

El hombre sin rostro: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El hombre sin rostro»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

El Madrid de 1908 se ve sacudido por una ola de muertes inexplicables. Un profesor de biología es aplastado por el esqueleto de un dinosaurio. Un alto funcionario del gobierno se desangra en una sala de fiesta. Un desconocido interrumpe la vía del tren con un papel escrito a mano en la pechera. Lo único que todos estos cadáveres tienen en común es un hombre, y no cualquier hombre: el egregio Salomón Fo, el científico más brillante del reino, miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, amante de los pasteles con mucho azúcar, dotado de un cociente intelectual que supera cinco veces el de una persona normal.El profesor Fo se verá abocado, lo quiera o no, a tratar de resolver esta serie sangrienta: y al hacerlo, se internará en una tupida red de mentiras, espionaje, secretos de Estado y experimentos aberrantes que jamás deberían ver la luz pública. En su extraordinaria peripecia a través de las maravillas y horrores que promete el siglo recién estrenado, le escoltarán dos compañeros de excepción: su propia hija Irene, la más inteligente de las mujeres; el periodista Elías Arce, el más incapaz de los hombres. Comienzan las andanzas del profesor Fo: misterio, aventuras y ciencias puras.

El hombre sin rostro — читать онлайн ознакомительный отрывок

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El hombre sin rostro», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Pobre Charo, se dijo Elías al tiempo que arrojaba la pelota hecha un burujo a la cesta en que se acumulaban sus crónicas abortadas, tener que soportar que mamá, sus jerséis y su mesa camilla apretasen diariamente en torno a su garganta el dogal insoportable del porvenir. Él había conseguido desabrocharse, al menos por el momento. Aunque el precio de esa libertad fuera el patio deprimente que las nubes agrisaban al otro lado del alféizar y los monstruos disecados del vecino, que si no tenía cuidado podían seguir acechándole con la ferocidad de sus miradas desde el territorio oculto que comenzaba debajo de su cama. No era una suite del Ritz, cierto, pero eso estaba a punto de cambiar. Su vida estaba a punto de doblar una esquina que haría variar todo el panorama; y esa esquina poseía la forma de un vistoso artículo de periódico, el artículo más despampanante que jamás había sido compuesto en las cajas y los tipos de una imprenta.

Sobre él, en triunfantes letras mayúsculas, se hallaría impreso el nombre de Elías Arce.

Capítulo 4

En el número 14 de la calle de Alcalá, una fachada imperial sobrecogía al transeúnte. Cornisas, molduras y ventanales eran sostenidos por un portal titánico con columnas de granito sobre el que hacía equilibrio el abanico de bronce de una marquesina. Desde lo alto, en torno a un astro algo deslucido por la intemperie y el paso del tiempo, un rótulo bruñido proclamaba: «El Planeta. Diario nacional de noticias». Cuando Elías Arce, el día en que llegó a Madrid, contempló la entrada a aquel templo, a aquel santuario del periodismo mundial donde había redactado sus crónicas el tremendo Homero Lobo, casi sintió fiebre. Todavía hoy, tres años, cuatro meses y seis días después, no podía evitar un escalofrío al ingresar en aquel vestíbulo con trazas de mausoleo y saludar al conserje tras marearse en la puerta giratoria.

Aún recordaba su llegada a la capital con total nitidez. Para sus ojos habituados a los modestos horizontes de Sansueña, las construcciones de cuatro y cinco plantas de Madrid, las avenidas largas como noches en vela, el estruendo de carretones, aguadores, quincalleros, soldados de permiso, criadas con cofia, las tiendas que vendían objetos estrambóticos para vestirse o lustrar los zapatos, los parques poblados de títeres, los palacios y los museos valían tanto como una indigestión: su cerebro atragantado no podía asimilar tanto estímulo, tanta novedad, tanto desafío a la monotonía y el tedio de su pueblo natal. Y cuando alcanzó el umbral de la redacción de El Planeta , el altar que había motivado todo aquel peregrinaje, la cosa fue mucho peor; la visión de aquellas columnas y de aquel recibidor le colocó en un estado próximo al colapso. Por entonces ocupaba un cuarto en una pensión de la calle Santa Isabel, cerca de la Facultad de Medicina, y escribía cartas diarias a mamá en que le detallaba sus progresos en el ruedo universitario y cómo había encontrado a algunos camaradas que podían serle de ayuda en su ascenso hacia el mundo de los despachos. Pero los únicos despachos que conocía, de lejos, desde la acera opuesta, eran los de los redactores de El Planeta ; frente a su fachada pasaba horas y horas un día y otro, sin reparar en la comezón del frío invernal, la fatiga o el aburrimiento, igual que el perro que aguarda el regreso de su dueño en un anuncio.

No sabía qué pretendía, si esperaba algo, si confiaba en que su constante imaginaria podía reportarle algún beneficio. Simplemente estaba embrujado por el portal, y miraba bobamente el orbe de bronce sobre el que se desplegaba el letrero dorado con el gesto que suelen emplear los ayudantes de los hipnotizadores de circo. Miraba sin cesar. Miraba cómo se abría la cortina metálica al inicio de la jornada, comiscando rápidamente un bocadillo desde la cantina de enfrente; miraba entrar a los trabajadores, a los linotipistas, a los impresores, a los redactores, a los directores de sección, a las secretarias, a los conserjes; miraba ir y venir al recadero, un chico de rodillas como avellanas que sobrepasaba sin esfuerzo a los caballos de los fiacres; miraba el relampagueo de la puerta giratoria sobre la penumbra del zaguán y no cesaba de maravillarse, imposibilitado para hacer nada más, para marcharse de allí y proseguir su vida en otra parte.

Sin embargo, había alguien a quien no veía. Un día se atrevió a aproximarse al conserje de la entrada, un individuo de piel de cereza estrangulado en el interior de un uniforme con alamares, y le preguntó:

—Dígame, ¿no trabaja aquí el gran Homero Lobo?

El conserje se las dio de importante atusándose los bigotes con ademán de sostener un pincel.

—El señor Lobo no necesita venir a la redacción —reveló—. Escribe sus crónicas en casa y el recadero las trae hasta aquí, para imprimir.

—Ajá. ¿Y dónde se encuentra su casa?

El pincel marcó artísticamente un trazo bajo la nariz del conserje.

—No puedo darle esa información, jovencito —dijo—. ¿Es para eso para lo que lleva usted esperando al raso desde hace dos semanas? Podría haberse ahorrado el trabajo preguntando simplemente. El señor Lobo es muy celoso de su intimidad. Debe protegerse. Ha realizado reportajes muy comprometidos y prefiere la discreción.

Pero Arce no cejó. Contaba solo con el gabán que había pertenecido a su padre, que ya comenzaba a serle desleal a la altura de las mangas y los codos, y aunque el invierno comenzaba a convertir el aire en un cristal roto que arañaba los pulmones, no se movió de su puesto de vigilancia, o de castigo. Observó que el recadero, el chico de las rodillas desnudas, salía de la redacción a cosa de las seis y cuarto de la tarde y que regresaba una hora después con un revelador fajo de manuscritos en una carpeta. Le siguió. No fue tarea fácil, sobre todo porque tenía las articulaciones atrofiadas después de tanto imitar a las estatuas delante de la fachada: el chico corría endiabladamente y puso varias veces el corazón de Arce al filo del estallido. En su persecución, esquivando tranvías, coches de punto, niñeras con carritos y golfos que haraganeaban frente a los patios, atravesó la Puerta del Sol, remontó la calle Mayor y giró frente al Palacio Real por Segovia. El Paseo de Melancólicos se extendía ante la vía del tren y el ajedrez de huertos que descendía hacia el Manzanares. El chico se detuvo por fin en un edificio de cuatro plantas, desde la superior de las cuales una ventana teñía la acera de color amarillo. Esperó: ya era todo un especialista en eso. A los pocos minutos, el chico abandonó de nuevo el portal y regresó calle arriba. Arce reunió aplomo, se subió las solapas del gabán y penetró en el vestíbulo.

En la cuarta planta, le abrió un negro. Llevaba puesto un chaleco rojo recamado de hilo de oro sobre la camisa, como si hubiera salido de un cuento oriental. A Arce le recordó a los negritos de pelo ensortijado que sostienen bandejas en las etiquetas de los botes de cacao.

—¿El señor Homero Lobo, por favor? —recitó sin poder reprimir un temblor en la barbilla.

El negro desapareció en el interior. Pasados diez minutos, Arce temió que se hubieran olvidado de él y se introdujo sigilosamente en el piso. Lo primero que vio, al aproximarse a la salita, fue un biombo donde un dragón chino se enroscaba sobre la laca como el humo de un cigarrillo. Detrás del biombo se encontraba el caos más delicioso que había contemplado jamás: grabados japoneses se disputaban las paredes con postales de San Petersburgo, Nueva York y Buenos Aires, el suelo era invisible debajo de las alfombras iraníes, las esteras de junco y las otomanas, un caudal de chatarra acaparaba las mesas en forma de puñales exóticos, teteras, cascos militares, aparatos de navegación, la lámpara de papel difundía una luz de miel y trigo sobre los muebles y los convertía en mazapán. Y en un rincón junto a la chimenea, flanqueado por las cortinas de la ventana, un gordo descomunal reposaba como un Buda en el fondo de su sillón. Tenía dos ojos diminutos, ojos de cerdo, y dos tildes en el labio superior que se pretendían bigotes.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «El hombre sin rostro»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El hombre sin rostro» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «El hombre sin rostro»

Обсуждение, отзывы о книге «El hombre sin rostro» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x