Luis Manuel Ruiz - El hombre sin rostro

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El Madrid de 1908 se ve sacudido por una ola de muertes inexplicables. Un profesor de biología es aplastado por el esqueleto de un dinosaurio. Un alto funcionario del gobierno se desangra en una sala de fiesta. Un desconocido interrumpe la vía del tren con un papel escrito a mano en la pechera. Lo único que todos estos cadáveres tienen en común es un hombre, y no cualquier hombre: el egregio Salomón Fo, el científico más brillante del reino, miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, amante de los pasteles con mucho azúcar, dotado de un cociente intelectual que supera cinco veces el de una persona normal.El profesor Fo se verá abocado, lo quiera o no, a tratar de resolver esta serie sangrienta: y al hacerlo, se internará en una tupida red de mentiras, espionaje, secretos de Estado y experimentos aberrantes que jamás deberían ver la luz pública. En su extraordinaria peripecia a través de las maravillas y horrores que promete el siglo recién estrenado, le escoltarán dos compañeros de excepción: su propia hija Irene, la más inteligente de las mujeres; el periodista Elías Arce, el más incapaz de los hombres. Comienzan las andanzas del profesor Fo: misterio, aventuras y ciencias puras.

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A medida que hacía girar la rodela del gas y rascaba el fósforo contra la caja, iba captándolo más claramente: volvía, el hombre de los pasos apáticos regresaba después de su paseo de cada noche. Y detrás, el rumor aumentaba, el otro se aproximaba también, la muerte en forma de dos suelas claveteadas que chocaban con la solería de piedra iba avanzando a través de los corredores. Se arrastró como pudo hasta el centro de la sala, allí donde el esqueleto del diplodocus le servía de sombrilla, y se detuvo finalmente, incapaz de convencer a su pierna lesionada de que la salvación estaba apenas a la distancia de una pedrada. Justino estaba a punto de llegar, su silueta de campesino rechoncho se materializaría de un momento a otro en el vano de la puerta, pero no sabía si tendría suficiente tiempo.

No, no lo tenía. Lo supo en el mismo instante en que un chasquido le hizo girar la cabeza para contemplar la figura de su ejecutor, aquel diablo invisible que había estado persiguiéndole toda la noche a través de los pasillos y las habitaciones, convertido en dos zapatos que mantenían una conversación interminable con las sombras. Hubo un instante en que se le ocurrió suplicar perdón, o negociar su rendición, pero el pánico que le desbordó al descubrir el rostro del asesino le impidió articular una sola palabra. Desoyendo el dolor que le taladraba el tobillo, se puso bruscamente en pie e intentó dar un paso. Fue un segundo antes de que el esqueleto del pterodáctilo, que hasta aquel momento pendía de la bóveda, se derrumbara pesadamente sobre él.

Capítulo 2

Lo único que quedaba de don Ernesto Silva, director del Museo de Historia Natural de Madrid, miembro de la Real Academia Española de Ciencias, era un bulto informe malamente tapado por una manta de color gris, de la que sobresalía un zapato. Debía de haber calzado más o menos un treinta y nueve, calculó Elías Arce, así que seguramente no se trataba de un hombre de estatura muy elevada. A aquel pie se reducía todo lo que el trasiego de autoridades y enfermeros permitía entrever del cadáver. Hombres de batas blancas conversaban a un lado, con la camilla en el suelo, mientras vigilaban con desconfianza el cráneo del diplodocus que se elevaba sobre ellos; dos o tres policías de uniforme se desplazaban por la sala, tratando de intimidar a los periodistas con miradas de irritación; los empleados del juzgado se aburrían pacíficamente detrás del estrado que acababa de ser improvisado en mitad del parqué para atender a la prensa, y al que en aquellos momentos estaba a punto de subir un individuo muy bien vestido, con chaqueta de terciopelo y un bigote en forma de manillar que había esculpido a base de untar con pomada. De pie frente al cadáver, Elías Arce reconoció al comisario Noreña, con su sombrero hongo, su dilatada barriga y el abrigo gris de pelo de camello.

—Señores de la pr-pr-prensa, tengan la amabilidad de dedicar-car-carme un momento —entonó el hombre de la chaqueta de terciopelo.

Ninguno de los periodistas conocía a aquel individuo ni sabía qué hacía allí. Las tareas de dirección del museo correspondían ahora al secretario, Fernán Ferrero, quien tendría que hacerse cargo de la gestión de las instalaciones hasta que la Real Academia hallase un sustituto apropiado para el difunto señor Silva. Lo más natural habría sido que Ferrero se hubiera encargado de atender a la prensa y de suministrarle los detalles del macabro suceso, puesto que él oficiaba ahora de cabeza visible de tan venerable institución. Pero desde hacía unos meses circulaban rumores en ciertos ámbitos de que el director no se llevaba bien con su segundo, de que no aprobaba el modo chapucero que tenía de realizar ciertas gestiones y que pensaba proponer al Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes su reemplazo por otra persona más capaz. En su lugar habían colocado a aquel maniquí de sastre, con su bigote convertido en un virtuosismo de la cosmética, al que las erres se le atascaban en la lengua como si tuviera la boca llena de bechamel. Y los periodistas sudaban terriblemente sobre los cuadernos de notas para extraer frases coherentes de su balbuceo. Parecía un automóvil que se niega a arrancar el motor, al que hay que darle vueltas con la manivela hasta desinflarse los brazos.

—En realidad, a quien competería ofr-fr-frecer esta información a los medios sería al señor Fernán Fer-Fer-Ferrero, que desgr-gr-graciadamente no se encuentr-tr-tra en estos momentos…

Veintiséis minutos y cuarenta y tres segundos, según el reloj de bolsillo de Elías Arce, invirtió aquel pobre tipo en informarles someramente de que el señor Ferrero no se encontraba en Madrid porque formaba parte de una expedición que había partido a la Patagonia, tres meses hacía ya, para estudiar las costumbres sexuales de un crustáceo. El cocotar, que así se llamaba la criatura, era un fenómeno de la biología que solo atravesaba época de celo una vez cada nueve años, y que necesitaba para consumar su apareamiento tres horas, las mismas que le serían precisas al tipo del bigote para pedir su menú en un restaurante. De todos modos, la presencia del señor Ferrero no era imprescindible al objeto de informar a los señores periodistas de lo sucedido, puesto que los detalles saltaban a la vista del observador menos perspicaz.

—Así que dejemos en su barco al señor Fer-Fer-Ferrero…

—Diga «el señor secretario», si le es lo mismo —imploró un reportero.

—Bueno —respondió el hombre del bigote, elevando las cejas—. Pues dejemos en su barco al señor secr-cr-cretario…

Dejando al secretario en su barco, con su crustáceo anacoreta, y volviendo al desdichado señor Silva, en realidad su muerte se había debido a un lamentable accidente: así, tal como la oyó, copió Elías Arce aplicadamente la información en su libreta. El director del museo revisaba las salas durante la noche para comprobar que cada pieza se encontrase colocada de manera correcta y que las vitrinas estuvieran limpias, cuando, a causa de un fallo en la sujeción al techo, el esqueleto del pterodáctilo cedió y cayó sobre él, estrujándole el cráneo. Al menos les quedaba el consuelo de saber que no sufrió, porque, según había testificado el forense, la muerte había sido automática. Por desgracia, cabos traicioneros y maromas desleales son algo común en los barcos, que demasiado a menudo se cobran la vida de los incautos.

Elías Arce pensó que existía un puñado de diferencias razonables entre un barco y un museo de historia natural, pero siguió registrando las palabras del hombre de terciopelo en el papel sin hacer caso a sus objeciones personales. Sin embargo, existían otros más quisquillosos. Pedro Sábana, aquel listillo del Heraldo de la mañana que hacía perder los nervios al comisario Noreña con sus deducciones insólitas, alzó la mano con el lápiz.

—Usted asegura que tan solo se trata de un desgraciado accidente —prorrumpió—. Y, no obstante, el bedel, señor Justino Márquez, ha atestiguado que vio un asesino.

Un asesino, eso es, nada del rutinario imprevisto que tan poco lucía en los titulares: era la golosina que atraía el olfato de todos los periodistas, y en cuanto Sábana hubo pronunciado la palabra, una decena de manos la trazó frenéticamente sobre los cuadernos de notas. Pero el hombre de la chaqueta de terciopelo, alarmado, no quería dar pábulo a semejante versión, sin preocuparse de su superioridad estética sobre la que él ofrecía.

—No, por favor, señores —gritó—, me temo que el testimonio del señor Márquez no es cor-r-rr-rrecto. Además, él mismo se ha retr-tr-tractado de lo que afirmó y en estos momentos se encuentr-tr-tra disfr-fr-frutando de un perm-m-miso…

En síntesis: Márquez estaba disfrutando de un permiso especial a causa de una indisposición. La hipótesis del crimen debía ser desestimada sin más remedio; pero a pesar de ello ninguno de los periodistas tachó la palabra que un momento antes había adornado con signos de exclamación sus aburridas libretas.

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