Luis Manuel Ruiz - El hombre sin rostro

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El Madrid de 1908 se ve sacudido por una ola de muertes inexplicables. Un profesor de biología es aplastado por el esqueleto de un dinosaurio. Un alto funcionario del gobierno se desangra en una sala de fiesta. Un desconocido interrumpe la vía del tren con un papel escrito a mano en la pechera. Lo único que todos estos cadáveres tienen en común es un hombre, y no cualquier hombre: el egregio Salomón Fo, el científico más brillante del reino, miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, amante de los pasteles con mucho azúcar, dotado de un cociente intelectual que supera cinco veces el de una persona normal.El profesor Fo se verá abocado, lo quiera o no, a tratar de resolver esta serie sangrienta: y al hacerlo, se internará en una tupida red de mentiras, espionaje, secretos de Estado y experimentos aberrantes que jamás deberían ver la luz pública. En su extraordinaria peripecia a través de las maravillas y horrores que promete el siglo recién estrenado, le escoltarán dos compañeros de excepción: su propia hija Irene, la más inteligente de las mujeres; el periodista Elías Arce, el más incapaz de los hombres. Comienzan las andanzas del profesor Fo: misterio, aventuras y ciencias puras.

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Se detuvo delante de un ostentoso porche de mármol con columnas robadas de algún templo romano y trató de recuperar el resuello. Durante unos segundos en que el severo aire de marzo le royó las articulaciones por debajo del gabán, contempló la cancela de forja y el nombre grabado con solemnes letras de molde sobre la placa de bronce: «Lope Urquijo. Notario». Sabía que el señor Urquijo era un tipo bajito, del tamaño de un árbol talado, que se paseaba a veces por la calle de Goya protegido por un bombín negro como la envidia y un paraguas emparentado con los murciélagos; lo sabía no porque lo conociera, sino porque lo había visto salir o entrar en aquel edificio a la hora de las comidas y porque Vicente, el portero, el servicial Vicente, se lo había señalado alguna vez. Y allí estaba Vicente, con esa nariz suya abandonada en medio de los pómulos como una pera mordida, masticando una brizna de enea, intentando abreviar sus horas de servicio acariciando las esquinas del vestíbulo con la paja de la escoba. Recibió la irrupción en el inmueble de Elías Arce y su estridente flequillo escarlata con una sonrisa de ironía.

—Vaya —roncó—, si tenemos aquí nada menos que al secretario personal del señor Urquijo. ¿Cómo van los asuntos personales del notario, señor Arce? ¿Conseguiremos ese puesto para el sobrino en el Ministerio de Gracia y Justicia?

—Menos guasa, Vicente —contestó Arce, a la vez que extraía un sobre metódicamente planchado del interior de su gabán—. Creo que es otra cosa la que hay que tratar de conseguir, y para la que, si no me equivoco, esta carta te será de gran ayuda.

Alrededor de la pera mordida, los ojillos de Vicente parpadearon.

—¿Traes la carta? —La escoba fue dejada de lado y las manos del portero quisieron abalanzarse hacia el sobre, pero Arce dio un paso atrás—. ¿Sabrá convencerla esta vez?

—¿Hay algún paquete para mí? —replicó Elías Arce con el ceño fruncido.

El portero devolvió por unos instantes una mirada de furia a aquel mequetrefe que se atrevía a tratarle igual que a una mula que corre detrás de la zanahoria que le tiende el cochero. Lo hubiera estrujado sin dudarlo, lo habría exprimido como las sábanas, las toallas y los manteles que recibían palizas en la lavandería de la calle de Castelló, entre ollas rebosantes de agua caliente y una atmósfera atascada de vapor que recordaba a la chimenea de un volcán, donde ella, la dulce Margarita, el amor platónico de Vicente, la figura angelical que reconstruía noche a noche durante tres exhaustivas horas de insomnio, vapuleaba los juegos de cama con una pala de madera de nogal. Sus miradas se habían cruzado una mañana de febrero en que la escarcha decoraba con encajes las ventanas de la lavandería, y él apenas había logrado articular una respuesta cuando ella le preguntó, por debajo del milagro clorofila de sus ojos, a qué nombre debía anotar la ropa interior que él había llevado a recibir su correspondiente zurra. Se trataba precisamente de las mudas del señor Urquijo, para quien Vicente realizaba de vez en cuando labores de recadero, pero ahora eso importaba poco; en realidad todo importaba poco, nada importaba nada de nada salvo el prodigio esmeralda de aquellos ojos de joyería engastados en aquella cara que no podía recordar sin desinflarse en suspiros. Quiso hablarle; quiso confesarle lo que sentía; imaginaba entrevistas futuras en que penetraba violentamente en el local y le disparaba a bocajarro su pasión, y ella, enternecida, claudicaba entre sollozos de gratitud. Pero la realidad prefiere la prosa al verso y lo cierto es que Vicente, sin estudios y dotado de la elocuencia propia del aguador y el mulero, no confiaba excesivamente en sus poderes de persuasión. Por suerte para él, de repente apareció en su horizonte aquel infusorio, aquel muchachito pelirrojo con sus gabanes de talla grande que pretendía hacerse pasar por el secretario del señor Urquijo y que necesitaba que alguien recogiera los paquetes que llegaban para él desde no se sabía qué pueblo extraviado del sur. El infusorio trabajaba en un periódico, él sabía escribir. A cambio de recoger los paquetes, Vicente podría obtener, por qué no, las confesiones de amor demoledoras que necesitaba.

—Por aquí —indicó Vicente, como si Arce no conociera ya el camino de sobra.

Al otro lado del vestíbulo, donde se abría el patio de coches y en invierno el caño de la fuente se convertía en adorno de cristal, se encontraban las dependencias del portero. Encima de una mesa situada frente a la ventana aguardaba el paquete de Arce, envuelto como siempre con el cordel que servía para reforzar los esquejes de los rosales. Mamá seguía conservando su ancestral afición por la jardinería, pensó Arce con un arrebato traicionero de ternura que rápidamente dejó pasar. Acomodó el paquete debajo del gabán, a una altura discreta para que el olor del chorizo y las empanadas no arruinase todavía más su sufrido traje de estameña, y tendió el sobre. Las manos de Vicente lo tomaron con una delicadeza casi cómica, como si sostuvieran el zapatito de cristal olvidado por la protagonista del cuento.

—¿Es la definitiva? —resopló con ansiedad—. ¿Me contestará? ¿Vendrá conmigo al cinematógrafo?

—Garantizado —Arce alzó la mano al estilo indio a la vez que retrocedía en dirección a la salida—. Quizá en nuestras tentativas anteriores pecamos de poco osados. Hablar de la belleza de sus ojos o la delicadeza de los rizos de su frente es algo que no impresiona a las mujeres, muchas se preguntan si no las tomamos por un maniquí. Hay que apostar por adjetivos más fogosos, bélicos, avasalladores. Tiene que comprender que no se las está viendo con un vulgar petimetre de barriada, ni con un aprendiz de barbero. Caerá rendida en tus brazos, estoy seguro.

Alrededor de la pera mordida de la nariz, los ojillos del portero recorrían ciertas frases de la carta con un resquemor de duda.

La íntima turgencia que oculta tu camisa… —recitó a media voz—. El talle sutilmente torneado que habrían envidiado las meretrices de Babilonia… Las selvas profundas de tu feminidad… —Vicente pestañeó—. Yo no entiendo mucho de literatura, pero ¿no está el tono un poco subido?

—En absoluto —Arce ya corría por Goya en persecución de un tranvía—. Se acabaron los suspiros y empiezan las exclamaciones. Ya me contarás el mes que viene. Saludos al señor notario.

En el tranvía logró un puesto junto a una anciana con chal de cuyas encías despobladas se derramaba un monólogo interminable, y extrajo el paquete para estudiarlo con mayor atención. Rozó el trapo del envoltorio con la punta de la nariz y jugó a adivinar lo que contenía. No solía equivocarse. Era cierto que la naturaleza le había dotado de escasas dotes de perspicacia, como alguna vez le hacía notar un compañero más insidioso de la cuenta en la redacción, pero a cambio gozaba de una pituitaria de un talento envidiable. Sin necesidad de moverse de la cama solía enterarse de lo que cocinaban todas las vecinas de su bloque desde el bajo hasta la buhardilla, cocido, manitas de cerdo, acelgas, garbanzos o menestra, conocimiento este que en más de una ocasión constituía menos una ventaja que un suplicio, sobre todo a la altura del estómago y a la altura de fin de mes. Por cuanto le informó su olfato, mamá se había decantado ahora por el bollo preñado con morcilla, media libra de manteca y un queso de cabra. Por el precio de aquellas fragancias paradisíacas, merecía la pena partirse la imaginación buscando adjetivos aparatosos y comparaciones de curar el hipo para las cartas de Vicente. En realidad, no sabía si sus frases plagiadas de poemas decadentes obtendrían fruto o no, porque en cuestión de derroteros sentimentales Elías Arce no se hallaba mejor informado que el portero al que aconsejaba; tendía a ver el amor como una especie de función de teatro donde se pronuncian palabras esdrújulas y las muchachas se desmayan entre los brazos del galán justo antes de la ovación de la platea, y eso le planteaba ciertos problemas operativos a la hora del galanteo. Por ejemplo, a la hora de abordar a la señorita Irene Fo, a la que había entrevisto el día previo en el Museo de Historia Natural, mientras su padre reconocía el cadáver del director. Dudaba de si dirigirse a ella parangonándola con la sutil Cleopatra o con la hipnótica reina de Saba cuando el tranvía alcanzó su parada. De cuatro letras, condimento que convierte cualquier frase anodina en fruta garrapiñada: amor.

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