La estructura social sudafricana quería mantener a los negros fuera de las ciudades, había que tratarlos como ciudadanos de segunda día tras día. Sin embargo, los reyes tribales y los líderes comunitarios sí eran recibidos con reverencia, casi con veneración, en determinados lugares donde la dominación blanca era una evidencia. Uno de esos lugares eran las minas. ¿El motivo? Una sola palabra, apenas una indicación de los líderes comunitarios, servía para que jóvenes de las aldeas emprendieran el fatigoso camino hacia lo que parecía un futuro prometedor: las minas de oro de Johannesburgo. Con esa petición, directa o indirecta, las grandes compañías mineras, en poder del capital blanco, se nutrían de la mano de obra poderosa, barata y silenciosa de los negros que escarbaban la tierra hasta hacerla sangrar, llorar o regurgitar la mayor cantidad posible de oro que hubiera en sus entrañas. En el caso de Crown Mines, por la escasa calidad del mineral, la hemorragia de trabajo debía ser abundante. Muy abundante.
En este contexto, la carta del regente y la mentira de Justice los convirtieron casi en privilegiados. Casi entre comillas. El hijo de Jongintaba Dalindyebo pasó a engrosar el equipo de oficinistas, algo que era casi un exotismo para un ciudadano negro. Nelson, por su parte, ocupó un puesto como guarda nocturno. Ambos tendrían, además del trabajo, la comida gratis y un lugar para dormir. Piliso, obsequioso por la carta del padre de Justice, e ignorando la mentira propinada, les dejó dormir varios días en su casa. Después tendrían que pasar a los barracones.
¿El salario? Ahí no había diferencias. Escaso. Pequeño. Raquítico.
En la soldada, Justice y Nelson se igualaban con el resto de trabajadores negros que agujereaban las tripas de Johannesburgo.
Ese pequeño sueldo era un caramelo con sabor a pequeño privilegio que consolaba, o alegraba, a dos jóvenes que habían dejado atrás una boda no deseada.
Una vez hubieron abandonado la relativa comodidad del hogar de Piliso, Justice –en su condición de hijo del regente– era tratado con deferencia por sus compañeros de barracón. Le recibieron con regalos, agasajos e, incluso, con un dinero que compartía con el camarada Nelson. De este modo, junto a la ausencia de compromisos familiares o matrimoniales, los dos amigos se antojaban poseedores de las cartas marcadas de la vida: un trabajo no demasiado exigente, al que se añadía la pleitesía de sus compañeros convertida en más monedas con las que llenar el bolsillo.
Una de las infinitas diferencias entre los trabajadores negros y blancos de la mina era el espacio donde pretendían descansar y lamerse las heridas provocadas por el trabajo diario. Los lugares infectados por su propio nombre, los barracones, eran para los negros, que eran estabulados según su comunidad o lugar de procedencia. De este modo, los responsables de Crown Mines y de otras tantas compañías trataban de mantener cierta paz social. Sin embargo, si este objetivo no se cumplía y se producían enfrentamientos entre unos y otros, la empresa se ponía de perfil y no gastaba ni un gramo de sus energías –ni de sus recursos– para cuidar a su mano de obra, sabedora de que en los bantustanes la gente seguía anhelando el sueño de la gran urbe, de Johannesburgo, la ciudad del oro.
Su primer y efímero éxito como amigo de un respetado miembro del equipo de oficinistas fracasó porque Piliso les pilló en la mentira. Ni era hermano de Justice ni el regente había sugerido a Crown Mines su admisión. Fue despedido. Se acabaron las monedas regaladas, la envidia de los compañeros y un trabajo sin demasiadas exigencias.
Justice, a pesar de la patraña, mantenía una buena agenda de contactos de su padre. Por eso no dudó en recurrir a un antiguo amigo del regente que, además, ocupaba un alto cargo en el ya pujante Congreso Nacional Africano, A. B. Xuma. A través de este, y por la circunvalación de un tercero, llegaron de nuevo con una solicitud de trabajo a Crown Mines a la que tuvo que dar respuesta Piliso, el capataz. Esta vez no hubo turno de réplica ni tiempo para la duda: los echó de allí sin contemplaciones.
El despido trajo a Mandela un nuevo compañero de viaje, su primo Garlick Mbekeni, con el que se fue a vivir y con el que emprendió la azarosa tarea de encontrar un nuevo empleo.
La nueva búsqueda de trabajo le llevó a ver a un importante agente inmobiliario en Market Street, era Walter Sisulu, pieza destacada de una agencia especializada en la compraventa de inmuebles para negros.
La oficina de Market Street supuso el descubrimiento de un mundo protagonizado por ciudadanos negros, algo impensable para él hasta entonces. El fogonazo sucedió por medio de la secretaria de Sisulu. A aquella entrevista de trabajo fue con su primo Garlick: «Nos sentamos en la sala de espera del agente inmobiliario mientras una bonita recepcionista africana anunciaba nuestra presencia a su jefe en el despacho que había dentro. Una vez transmitido el mensaje, sus ágiles dedos bailaron sobre el teclado de una máquina mientras escribía una carta. Jamás en mi vida había visto un mecanógrafo africano, y menos aún una mecanógrafa. En los pocos despachos oficiales y empresariales que había visitado en Umtata y Fort Hare, los oficinistas habían sido siempre blancos y varones» 2.
Aquello era Johannesburgo, un ambiente completamente diferente a todos los lugares por los que había pasado antes. De su aldea natal a Qunu sintió que había un escalón. De ahí a Mqhekezweni, entendió que había subido un tramo de golpe. Pasar a Clarkebury equivalió a una zancada de un piso de altura. Fort Hare, más de lo mismo. Pero Johannesburgo fue diferente. Era una ciudad que impartía lecciones casi en cada baldosa de sus aceras. Aquí entendió que no era necesario que un negro tuviera un título universitario para triunfar en la vida. Aquello, que casi se había amachambrado en su mente en las distintas etapas formativas que había completado, se había venido abajo con estrépito tras los primeros contactos con Walter Sisulu, ese hombre negro de impecables trajes grises cruzados, inglés fluido y don de gentes que se había convertido en una referencia para muchos sudafricanos que querían emprender una nueva vida en Johannesburgo. Sisulu no había terminado ningún ciclo universitario. El modelo en el que se miró entonces, y en el que seguiría mirándose años y años, rompía el tinglado que tanto trabajo había costado levantar a Nelson. En Johannesburgo la universidad no garantizaba, en principio, nada más que un título. Nada más.
Después de un breve período en casa de su primo Garlick se fue a vivir con el reverendo J. Mabutho a Alexandra, una barriada de apenas ocho kilómetros cuadrados a las afueras de Johannesburgo. En aquel momento, Alexandra también era conocida como la ciudad oscura por la ausencia de suministro eléctrico. Fue el primer contacto de Nelson Mandela con un entorno donde la segregación era más que evidente: «Allí aprendí a adaptarme a la vida urbana y entré físicamente en contacto con todos los males de la supremacía de la raza blanca. Aunque el distrito segregado tenía edificios bonitos, era el típico suburbio pobre, superpoblado y sucio, con niños desnutridos deambulando por ahí desnudos o vestidos con sucios harapos. [...] A pesar de eso, Alexandra era más que un hogar para sus 50.000 residentes. Al ser una de las pocas áreas del país en las que los africanos podían adquirir bienes inmuebles de propiedad y gestionar sus propios asuntos lejos de la tiranía de las regulaciones municipales, era tanto un símbolo como un reto» 3.
Los primeros pasos de Mandela en Johannesburgo fueron una secuencia de mentiras que le hicieron perder trabajos y lugares donde vivir. Esas mentiras, o esas verdades contadas con matices, esos relatos que bordeaban lo real con lo imaginado sostuvieron sus primeros tiempos en la gran ciudad. Los embustes que arrastraba desde su huida de casa del regente provocaron que también tuviera que abandonar la casa del reverendo cuando este se enteró por terceros de las trapacerías de su joven inquilino. La salida de su nuevo y efímero hogar tuvo algo de pedagógico. El reverendo dio ejemplo con él y le mandó al purgatorio de la búsqueda de una nueva casa. Eso sí, fue una penitencia con indulgencia incorporada, ya junto a la expulsión hizo posible que Nelson se instalara con la familia Xhoma, que vivía en el vecindario.
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