1 ...7 8 9 11 12 13 ...23 Casualidad o no, el CNA se iría adhiriendo poco a poco a la piel de Mandela. Casi sin darse cuenta. Como por azar. Así, de un modo aleatorio y sutil. Otro de sus amigos en Fort Hare, Paul Mahabane, tenía un vínculo familiar con el histórico movimiento de liberación. Su padre, Zaccheus Mahabane, había presidido en dos períodos el CNA. Y su hijo, en Fort Hare, compartía aulas con Nelson. Como ambos hicieron buenas migas, este invitó a Paul a pasar unos días de vacaciones en el Transkei.
Un día, en Umtata, el comisario local, un hombre blanco con una edad cercana a los 60 años, pidió –casi exigió– a Paul que le comprara unos sellos. En aquellos tiempos, los jóvenes negros eran casi de facto los recaderos de los blancos. Estos tenían un derecho implícito, pero no consensuado, para pedir algún favor o algún pequeño trabajo a cualquier negro con el que se cruzaran por la calle. Estos, aunque podían negarse, solían agachar la cabeza, aceptar y cumplir con el deseo de los dueños del país. Pero Paul no actuó así. Se negó y acusó de holgazanería a aquel hombre, que representaba a la autoridad en la ciudad. «La conducta de Paul me hacía sentir sumamente incómodo. Si bien respetaba su coraje, también me resultaba inquietante. El comisario residente sabía muy bien quién era yo, y que si me hubiera pedido a mí que le hiciera el encargo en vez de a Paul lo habría hecho sin más y me habría olvidado del asunto. Pero admiraba a Paul por lo que acababa de hacer, aunque yo aún no estuviera listo para seguir su ejemplo. Empezaba a comprender que un hombre negro no tenía por qué tolerar las docenas de pequeñas indignidades a las que se ve sometido día tras día» 11.
Se sintió falto de valor, como cuando calló esos segundos eternos que fueron desde la circuncisión hasta que pronunció el grito con el que abandonaba la pubertad y pasaba a la edad adulta, pero la contestación de Mahabane no fue estéril. El coraje de su amigo y compañero se unió a la semilla de mostaza que otros habían plantado en él y que, paradójicamente, en la única universidad para negros de todo el país no se habían preocupado de regar.
En Fort Hare no se abordaba el problema de la discriminación que sufría la población negra en el país. Ni dentro de las aulas, ni en los diferentes ambientes que rodeaban el campus se podía debatir sobre el germen de aquella forma concreta de injusticia. Fort Hare era un espacio de formación para adquirir determinados hábitos profesionales; era un semillero de las élites negras. Si hubiera sido un espacio en el que se pudiera debatir sobre la opresión racial, si se hubiera orientado a los alumnos sobre qué lecturas completar, sobre qué camino seguir para acabar con la incipiente discriminación, probablemente Fort Hare no habría existido jamás. Era, a fin de cuentas, y de forma indirecta, una institución al servicio de la minoría blanca.
En su segundo año en la universidad, con las expectativas de la graduación, Nelson entendió que recuperaría para la familia el prestigio que nunca debió perder por aquella lejana discusión de su padre. También el nivel económico. En aquel tiempo, el hecho de que un sudafricano negro alcanzase una graduación, y con ella un puesto funcionarial en algún departamento estatal o local, era lo máximo a lo que se podía aspirar. Nelson Mandela comenzó a escribir su propio cuento de la lechera: junto a la reputación personal y a la vanidad del reconocimiento ajeno, contaba con comprar una casa en Qunu a su madre, los muebles, la decoración y el atrezo que la vivienda de su madre precisara.
Pero toda aquella secuencia se descabaló cuando fue nominado para formar parte del Consejo de representación de estudiantes en medio de una protesta de los alumnos, que reclamaban a la universidad una mejora en el rancho diario. La forma de boicotear aquella elección era, precisamente, no elegir a nadie, no votar. La inmensa mayoría de los universitarios secundaron la iniciativa, pero cerca de 25 sí depositaron sus papeletas. Y entre los seis representantes estaba Mandela. Como querían seguir adelante con la protesta, los elegidos presentaron la dimisión. El responsable de Fort Hare la aceptó y acordó unilateralmente que habría una segunda votación la noche siguiente durante la cena, para garantizar el quorum necesario que hiciera válida la elección. Salió elegido, aunque con los votos del mismo número de alumnos. Nelson no se veía legitimado para ser representante de todos sus compañeros, por lo que dimitió por segunda vez. El rector le emplazó a abandonar las aulas hasta el próximo curso. Le expulsó de Fort Hare. Eso sí, si decidía reincorporarse a las aulas, debía hacerlo también al Consejo de representación de los estudiantes. Fue el doctor Kerr quien le comunicó la decisión y quien le emplazó a tomarse un verano de reflexión antes de valorar si se reintegraba a la vida universitaria con ese único requisito. En la toma de aquella decisión, Mandela compartió sus inquietudes con su amigo y compañero K. D. Matanzima, quien le advirtió de que los principios estaban por encima del beneficio o perjuicio que pudiera obtener de aquello. Y decidió no dar marcha atrás: «Aquel joven había renunciado a una ventaja educacional que lo habría convertido en una fuerza más poderosa para luchar contra la discriminación. No todos los principios son iguales. Tienes que sopesar las ventajas relativas. En este caso el principio era intrascendente y el sacrificio fue considerable. El precio superó con creces el beneficio» 12. Después de una efímera victoria frente a las autoridades académicas, con la graduación a la vista, obtendría un duro revés. No se puede decir que perdiera la guerra, pero sí que dejó un reguero demasiado evidente.
Volvió a Mqhekezweni expulsado de Fort Hare, y el regente le reprendió por ello, además de recordarle el compromiso que adquirió con él antes de ingresar en aquellas aulas. El regente pensó por él y le obligó a volver a la universidad en otoño. Hasta entonces, retomó algunas de las tareas que había acometido con entusiasmo en los años de la infancia que siguieron a la muerte de su padre. Lo que recuperó también fue su amistad con Justice, el futuro rey de los thembus, del que se habría de convertir en fiel consejero si todo seguía el orden previsto.
Sin embargo, cuando esperaba el regreso a Fort Hare, lo que se encontró fue con una boda pactada. Se lo encontró él, y también Justice. Sus vidas, aunque ocasionalmente separadas, volvían a encontrarse y a transitar de la mano. Justice se tenía que casar con la hija de un miembro de la nobleza thembu, mientras que Rolihlahla, como siempre le llamaba el regente, debería hacer lo propio con la hija de un sacerdote thembu. El regente, con la autoridad que le correspondía por su cargo, dispuso que los enlaces fueran casi inmediatos.
Entre los planes de Mandela no estaba, desde luego, el matrimonio. Tampoco entre los de la joven a la que también habían impuesto la decisión. Intentó frenar el enlace a través de la esposa del regente, pero fue imposible torcer su voluntad. También lo fue quebrar los ideales por los que Mandela comenzaba a pelear. Su paso por aquellos centros educativos había abierto la mente de Nelson. Las tradiciones de su pueblo ya no eran su única referencia. Había compartido aula con chicos y chicas y había dado por amortizados un par de amores juveniles. No era ya el niño modelable que planchaba los trajes del regente. Ahora tenía capacidad para decir «sí» o «no» a aquella propuesta. Y había optado por la segunda opción, aunque tuviera que pagar un peaje demasiado elevado para sus exiguos recursos. De momento, no podían cuestionar la autoridad del regente, por lo que Justice y Nelson decidieron huir. El destino sería Johannesburgo.
Читать дальше