1 ...8 9 10 12 13 14 ...23 Como no tenían dinero, los dos novios –convertidos de repente en prófugos– vendieron furtivamente dos bueyes del regente para coger un taxi hasta la estación de tren más cercana. Pero Jongintaba Dalindyebo se adelantó y dio órdenes para que no dejaran comprar los billetes a los dos jóvenes huidos. Exprimieron un poco más sus bolsillos y pagaron al taxista para que les llevara a la próxima estación, a unos 80 kilómetros de distancia. Allí pudieron tomar un tren que, descubrieron entonces, no les llevaría hasta su Dorado particular, sino que se quedaría en Queenstown.
Las horas que siguieron a su negativa a casarse se convirtieron en una carrera de obstáculos, donde las vallas se sucedían cada vez con menos zancadas de por medio. No solo se tuvieron que enfrentar a la obstinación de Jongintaba Dalindyebo por cumplir con la boda, ni con un tren que no llegaba a su destino. También se tuvieron que enfrentar a las propias leyes que regían en Sudáfrica: «En la década de 1940, viajar era un proceso complicado para un africano. Todos los negros de más de 16 años tenían que llevar obligatoriamente “pases para nativos” emitidos por el Departamento de Asuntos Nativos y debían mostrárselos a cualquier policía, funcionario o empresario blanco que lo solicitara. No hacerlo podía significar un arresto, un juicio, la cárcel o una multa» 13.
Justice y Nelson tenían el pase. Pero para cambiar de distrito, como era su caso, necesitaban también documentos que acreditaban que podían viajar, un permiso de trabajo más alguna recomendación de algún empresario. Solo tenían el pase y debían conseguir el resto.
En Queenstown vivía el jefe Mpondombini, un hermano del regente que conocía a los dos jóvenes. Le pidieron que mediara con el comisario local para conseguir la documentación que les permitiera proseguir viaje a Johannesburgo. Cuando lo hizo, este llamó por cortesía a su homólogo de Umtata para darle a conocer la situación de aquellos dos chicos. Por mero azar, en la comisaría de Umtata estaba el padre de Justice, que pidió al comisario que hiciera volver de inmediato a aquellos dos jóvenes. La todavía escasa formación jurídica de Mandela le sirvió, no obstante, para argumentar que con la ley en la mano no podía obligarlos a regresar, ni detener, ni retener. Aunque fuera un jefe local el que se lo pidiera, eran hombres libres que no habían cometido delito alguno.
El comisario reconoció que les amparaba la ley, pero el jefe Mpondombini también les advirtió que se sentía engañado y que, por lo tanto, dejaría de prestar cualquier tipo de soporte a estos dos jóvenes que se habían embarcado en una huida sin retorno a Johannesburgo.
Ahora solo les quedaba completar el trayecto que unía Queenstown con la ciudad del oro. La madre de Sidney Nxu, un amigo de Justice, les ayudaría en aquel viaje largo, muy largo, de más de 700 kilómetros. Esa mujer iba en coche hasta la ciudad de sus sueños. Les cobraría 15 libras, un precio más que elevado para dos individuos sin trabajo y con muy pocos recursos. Pero era su única posibilidad.
Salieron por la mañana y «a eso de las diez de la noche vimos ante nosotros, parpadeando en la distancia, un laberinto de luces que parecía extenderse en todas direcciones. Para mí –reconoció Mandela– la electricidad siempre había sido una novedad y un lujo, y delante tenía un enorme paisaje eléctrico, una ciudad de luz. Estaba terriblemente excitado por ver el lugar del que llevaba oyendo hablar desde que era un niño. Siempre me habían pintado Johannesburgo como una ciudad de ensueño, un sitio en el que uno podía pasar de ser un pobre campesino a ser un hombre rico y sofisticado, una ciudad de peligros y oportunidades» 14.
A medida que se adentraban en el corazón de la ciudad, los coches crecían, crecían y crecían. Y a medida que la densidad del tráfico crecía, la velocidad se ralentizaba, se ralentizaba y se ralentizaba. El joven Mandela vivió el primer atasco de su vida.
La madre de Sidney Nxu se dirigió a una vivienda de un barrio residencial, donde el lujo obnubiló las percepciones de los dos pasajeros ocasionales de aquel vehículo. Aunque les condujeron a las dependencias del servicio doméstico, aquel primer dormitorio de Johannesburgo fue el más lujoso en el que había dormido en su vida.
II
Lazar Sidelsky
(1941-1948)
Johannesburgo era una de las fuerzas motoras de la economía sudafricana. La ciudad apuraba el paso por el esfuerzo que suponía la participación del país en la II Guerra mundial, en la que había declarado oficialmente las hostilidades contra el gigante nazi. Esa ciudad iluminada que habían descubierto Justice y Nelson en el coche que les trajo desde Queenstown era capaz de devorar mano de obra de cualquier rincón del país. De día, el hormiguero se trasladaba a las áreas industriales. De noche, a sitios como Sophiatown, Alexandra, Martindale o George Goch. Eran barrios para negros, para trabajadores llegados de fuera. Sitios inhóspitos, sin árboles, donde la gente se arremolinaba en pequeñas casitas, construidas con chapas o con lo que el ingenio o la casualidad pusieran por delante de sus inquilinos. Tan minúsculas y tan parecidas unas a otras que fueron bautizadas como cajas de cerillas . Aquellos suburbios eran, en realidad, guetos alejados de la exuberancia de los barrios de los blancos.
Justice y Nelson no tenían dinero ni porvenir, por lo que la primera encomienda a la mañana siguiente fue la búsqueda de empleo. Johannesburgo significaba, para muchos sudafricanos, trabajo. Y trabajo, para esos mismos hombres, era sinónimo de minería. De oro. De túneles. De picar. De excavar. De una vida bajo la superficie. Dos millones de negros trabajaban en las minas sudafricanas; 600.000 de los cuales lo hacían en el entorno de Johannesburgo. De aquellas explotaciones salía cerca del 70% de la producción mundial de oro; un 20% del uranio y el 35% de los diamantes.
Los dos recién llegados se dirigieron a Crown Mines con una recomendación que el regente había trasladado a la compañía para que contrataran a su hijo. Del resto, del puesto de trabajo para Nelson, se encargarían sus ingenios y sus mentiras. Justice se entrevistó con Piliso, el capataz de la mina. Además de ajustar sus condiciones, le advirtió de que Nelson era su hermano y que el regente pedía también un empleo para él. Piliso cayó en la trampa y le contrató.
En la superficie, la ciudad podía alcanzar el millón de habitantes, a los que se sumaban los que vivían en las zonas aclimatadas para los trabajadores. Allí, en el primer entorno laboral que Mandela conoció en la Johannesburgo de sus sueños, experimentó el contraste entre trabajar dentro y fuera de las minas; entre hacerlo en los túneles o en las oficinas. Y una diferencia, posiblemente la más evidente, procedía del lugar donde cada uno de aquellos hombres se ganaban el pan. Bajo tierra solo había trabajadores negros: «Una mina de oro no tiene nada de mágico. Desnuda y perforada, todo tierra y sin árboles, vallada por los cuatro costados, una mina de oro recuerda un campo de batalla devastado por la guerra. El ruido era estridente y constante: el chirrido de los ascensores, el golpeteo de las perforadoras, el rugido constante de la dinamita, el ladrido de las órdenes. Allá donde mirara –recordaría Mandela–, veía hombres negros con monos polvorientos, de aspecto cansado y abatido. Vivían sobre el terreno en desnudos barracones que contenían cientos de lechos de cemento separados entre sí solo unos cuantos centímetros» 1. El mito del que les había hablado Banabakhe Blayi se desmoronaba delante mismo de sus ojos.
Mandela comenzó a conocer no solo la injusticia de las leyes que segregaban, donde los trabajos se dividían según el color de la piel de quien los ejecutara, o según el privilegio que pudiera conseguir algún jefe local, sino también la de un capitalismo salvaje que ya hacía de África su campo de experimentación más lustroso y, a la vez, más luctuoso. Aquellas excavaciones de Crown Mines fueron para los jóvenes Nelson y Justice un aldabonazo de la realidad que acompañaba, y acompañaría, al continente. Eran clases en directo de materias muy diferentes a las impartidas en Mqhekezweni, Clarkebury o Fort Hare.
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