Fue un nuevo mazazo para los Escrivá, que no se habían repuesto aún de los anteriores. Ninguno de sus parientes de Zaragoza y Barbastro acudió al velatorio ni al entierro, a pesar de la cercanía geográfica.
Tras el funeral, que se celebró al día siguiente del fallecimiento, Josemaría caminó hasta el cementerio acompañado por unos conocidos –su madre, su hermana y el pequeño Santiago, siguiendo la costumbre, no formaron parte de la comitiva fúnebre– y contempló cómo daban sepultura a su padre 2.
A partir de aquel momento cayó sobre sus hombros –cuando era solo un subdiácono de veintidós años– la responsabilidad de sacar adelante a su madre y a sus hermanos. Estaban tan mal económicamente que tuvo que pedirle dinero prestado a Daniel Alfaro para poder pagar los gastos funerarios.
Marzo de 1925. Ordenación sacerdotal y primera Misa
Pocos días después regresó al Seminario y siguió preparándose para el diaconado, que recibió el 20 de diciembre de 1924. Debido a las circunstancias, ni su madre ni sus hermanos pudieron estar presentes.
En las primeras semanas de 1925 Dolores se instaló en Zaragoza con Carmen y Santiago, con la idea de que Josemaría fuera a vivir con ellos en cuanto se ordenara. Alquilaron un tercer piso en un callejón oscuro, corto y estrecho del barrio de Tenerías. Era una vivienda modesta y abuhardillada, cercana al Seminario. «En el cementerio de Barbastro dejaron a tres hijas enterradas. En el de Logroño, al cabeza de familia» 3.
La mudanza de Logroño a Zaragoza –explica Herrando– trajo nuevos disgustos y mayor soledad en esas horas dolorosas. Esta decisión contrarió profundamente al arcediano, don Carlos Albás que, aunque no había asistido siquiera a los funerales de su cuñado, consideró un grave error ese traslado. En su enfado tuvo unos gestos de gran desconsideración para con Josemaría, su hermana y su madre, negándoles su ayuda y distanciándose de ellos desde ese momento. Por otra parte, desde hacía algún tiempo, se había enfriado su relación con Josemaría; de una parte, quizá, por influencia de una sobrina, y de otra, además, al descubrir los proyectos de Josemaría, que seguía una línea que no coincidía con los planes que él se había forjado para la carrera sacerdotal de su sobrino 4.
Cuenta Ángel Camo, primo de Escrivá: «Tengo entendido que mis tíos Carlos –canónigo en Zaragoza–, Mariano –también sacerdote, que fue fusilado en Barbastro durante la guerra–, Vicente –beneficiado en Burgos– y Florencio Albás pensaron en pasarles una cantidad si se quedaban en Logroño; no sé por qué –a mi modo de ver hay que saber respetar la intimidad de la vida de cada familia– los tíos se molestaron cuando decidieron venirse a Zaragoza, y no les ayudaron nada» 5. «Algunos de los tíos se distanciaron a fin de no tener que ayudarles», explica otro pariente, Pascual Albás 6.
La situación económica familiar se volvió particularmente apurada. Hasta aquel momento los Escrivá habían vivido al día con el sueldo del cabeza de familia. Al faltarles, Josemaría tuvo que comenzar a dar clases particulares 7cuando quedaban pocos meses para su ordenación. Era el único trabajo compatible con su situación en aquellos momentos.
Pocas semanas después los Escrivá se mudaron a otro piso, pequeño y modesto, en el nº 11 de la calle Rufas.
El sábado 28 de marzo de 1925 –Año Santo en la Iglesia–, Josemaría recibió la ordenación sacerdotal 8en la iglesia del Seminario de San Carlos, de manos de Miguel Díaz Gómara, obispo auxiliar de Zaragoza, junto con otros nueve presbíteros 9, cuatro diáconos y catorce subdiáconos. Tenía veintitrés años 10.
El domingo abandonó el Seminario, y al día siguiente, 30 de marzo, Lunes de Pasión, consiguió celebrar su primera Misa en la Santa Capilla de la Basílica del Pilar –no le resultó fácil que le concediesen hacerlo allí–, que ofreció por el alma de su padre.
No fue una Misa solemne, sino simplemente rezada, con ornamentos morados. Comenzó a las diez y media de la mañana y solo estuvieron presentes su madre, vestida de luto, al igual que Carmen y Santiago; el Rector del Seminario; dos sacerdotes conocidos; Juan Moneva, su profesor de Derecho, junto con su mujer y su hija; su prima Sixta Cermeño y su esposo; dos chicas de Barbastro, «las de Cortés», que eran amigas de su hermana Carmen, y un primo de su madre, junto con su esposa. En total, unas quince personas.
A Josemaría le ilusionaba que su madre –que ese día se encontraba enferma– fuera la primera en recibir la comunión de sus manos; pero una señora se arrodilló antes que ella en el reclinatorio y no quiso hacerle un desaire.
Dolores Albás estaba feliz por tener un hijo sacerdote, pero debió ser especialmente doloroso para ella que no quisieran asistir a esa primera Misa ninguno de sus hermanos y cuñados de Barbastro y Fonz; y que ni siquiera su hermano Carlos, canónigo arcediano de aquella misma catedral, la tercera dignidad eclesiástica de la archidiócesis, hubiese estado presente; ni su otro hermano sacerdote, Vicente. Lo habitual es que ellos hubieran sido «los padrinos de altar».
Por no tener, Josemaría no disponía siquiera de la cinta con la que ataban las manos del nuevo presbítero durante la ceremonia y la tuvo que pedir prestada. Se entiende que, al terminar la Misa, el joven sacerdote se apartara a un lado, y tras cubrirse con su manteo, comenzara a llorar 11.
Del 31 de marzo al 17 de mayo de 1925. Perdiguera
Un día después, el 31 de marzo, Dolores Albás se quedó otra vez sola con su hija Carmen y el pequeño Santiago. En la misma jornada en la que celebró su primera Misa, poco después de la comida –un buen plato de arroz para los invitados más cercanos en la casa de la calle Rufas– le indicaron a Josemaría que se trasladase a Perdiguera, un pueblo de los Monegros, con ochocientos setenta y un habitantes, para sustituir temporalmente a Jesús Martínez, el párroco, que había caído enfermo hacía un tiempo 12.
No protestó, aunque debió resultarle especialmente duro alejarse de los suyos en aquellas circunstancias 13. Lo mismo le sucedió a los suyos. No era habitual dar un destino pastoral de aquel modo precipitado 14.
Afortunadamente Perdiguera, un pueblo de secano, quedaba a pocos kilómetros de la ciudad. Escrivá sabía, además, que anteriormente habían contemplado la posibilidad de enviarle a uno de los pueblos más a desmano de la provincia.
Subió al coche de línea tirado por mulas y, tras recorrer cuatro leguas y media, arribó a la plaza de Perdiguera, donde le esperaba un muchacho, Teodoro Murillo, hijo del sacristán 15.
Se hospedó en la modesta vivienda de un campesino del pueblo, Saturnino Arruga. Su hijo pequeño, de unos diez o doce años, se dedicaba únicamente, como era habitual entonces, a cuidar de las cabras, sin acudir a la escuela:
Me daba pena –recordaba Escrivá– ver que pasaba todo el día por ahí, con el rebaño. Quise darle un poco de catecismo, para que pudiera hacer la Primera Comunión. Poco a poco, le fui enseñando algunas cosas.
Un día se me ocurrió preguntarle, para ver cómo iba asimilando las lecciones:
—Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?
—¿Qué es ser rico?, me contestó.
—Ser rico es tener mucho dinero, tener un banco...
—Y... ¿qué es un banco?
Se lo expliqué de un modo simple y continué:
—Ser rico es tener muchas fincas y, en lugar de cabras, unas vacas muy grandes. Después, ir a reuniones, cambiarse de traje tres veces al día... ¿Qué harías si fueras rico?
Abrió mucho los ojos, y me dijo por fin:
—Me comería ¡cada plato de sopas con vino!
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