Septiembre de 1923. En la Facultad de Derecho
El 4 de junio de 1923, a finales del curso académico, dos anarquistas asesinaron al cardenal Soldevila. Escrivá, muy afectado por el hecho, veló su cadáver junto con otros seminaristas. Aquel suceso produjo gran consternación en el país.
Durante aquel verano Escrivá concluyó cuarto de Teología con buenas calificaciones y el curso siguiente, cumpliendo el deseo de su padre y de acuerdo con su tío Carlos –que tenía sus propios planes para «la carrera eclesiástica» de su sobrino y deseaba «dirigirla» personalmente–, se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza y comenzó a asistir a clases como oyente 53.
Hizo amistad con varios profesores como Miguel Sancho Izquierdo, Carlos Sánchez del Río, Juan Moneva (que le llamaba afectuosamente «el curilla») y, sobre todo, con José Pou de Foxá, sacerdote y catedrático de Derecho Romano, al que consideraría con el paso del tiempo, además de un maestro, «un amigo leal, noble y bueno» 54.
Esa formación universitaria en la Facultad de Derecho tuvo gran trascendencia en su vida: le proporcionó una mentalidad jurídica 55y le facilitó un contacto directo con los afanes de la vida académica y civil. Muchos de sus profesores, como apunta Martin Schlag, eran «representantes de la que se ha denominado como Escuela Social de Zaragoza, uno de los núcleos más significativos del pensamiento cristiano-social de la época» 56. Esa formación dejó una profunda huella en su pensamiento, que ya estaba sensibilizado en este aspecto por la educación familiar que había recibido.
* * *
Poco antes de comenzar primero de Derecho, el 13 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera, entonces capitán general de Cataluña, había exigido al rey que le concediera plenos poderes; y Alfonso XIII, ante el temor a un golpe de Estado, había aceptado el establecimiento de una dictadura, pensando que respondía a los deseos de un gran sector de la opinión pública.
Suárez y Comellas retratan a Primo de Rivera como un militar enérgico, simpático y no demasiado inteligente, pero «con intuiciones», que implantó el Directorio Militar como una situación transitoria, creyendo que todo se arreglaría con «diez o quince medidas bien tomadas», en un plazo de «cuatro o cinco meses».
«Las cosas no eran tan fáciles. Tomó medidas eficaces, desa parecieron los desórdenes y el terrorismo, mejoró la economía, aumentó el empleo y la gente aplaudía cuando detenían a un político corrupto o multaban a un cacique. Pero la idea de que, arregladas las cosas, era posible volver “a lo de antes” se vio cada vez más complicada». No bastaba con sustituir a unas personas por otras: para que el país funcionara era necesario cambiar todo el sistema 57. Además, era necesario un cambio de mentalidad, también entre los católicos.
Luis Cano ha estudiado algunos rasgos de la mentalidad católica que dominaba en ese periodo, en el que se dieron algunos hitos históricos, como la consagración de España al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles, el 30 de mayo de 1919; el comienzo del pontificado de Pío XI, el 6 de febrero de 1922 y el llamamiento a la paz que hizo este Papa en su primera encíclica Ubi arcano , en unos momentos en los que el país «se encontraba atribulado por el terrorismo, la inestabilidad social y la guerra de Marruecos» 58.
«Los obispos –escribe Cano–, como la mayoría de los españoles, acogieron positivamente a Primo de Rivera. La difícil situación social y económica, el desgaste de la clase política, la interminable guerra de Marruecos, pedían aquel “cirujano de hierro” por el que había clamado Joaquín Costa y la “revolución desde arriba” que había pregonado Maura. Primo de Rivera se prestó a desempeñar ambos papeles».
Esa acogida por parte de la Jerarquía no estaba exenta de reservas, como señala este autor; pero, en general, muchos eclesiásticos vieron en este militar al hombre que podría poner en marcha los ideales regeneracionistas con los que soñaban.
Volvió a brotar con fuerza, tanto en los círculos eclesiásticos como en los intelectuales, una interpretación religiosa y patriótica de la historia de España, que enlazaba con la creencia común en el siglo de Oro de que la prosperidad del Imperio dependía de la religiosidad y moralidad de sus habitantes.
Cano recoge los consejos cargados de ironía que le dio el cardenal Gasparri al nuevo nuncio Tedeschini. Sus palabras reflejan el momento emocional en el que vivían muchos españoles de aquel tiempo, con una tendencia a las confusiones político-patrióticas. «Quizá no haya pueblo que guarde de los felices tiempos un recuerdo tan vivo como el pueblo español –comentaba el Cardenal–, el cual habla de Carlos V, de Felipe II, de Hernán Cortés o de Juan de Austria como si fuesen héroes de su tiempo y los hubiese visto el día anterior entrar triunfalmente en la ciudad» 59.
«La idea de que el catolicismo propiciaría la vuelta a esos tiempos gloriosos –afirma Cano– no era un postulado ideológico, sino una simplificación gratuita de la historia y un ensueño. Pero esta convicción tan arraigada formaba parte del deseo de colaborar activamente en la regeneración del país que tenían los obispos españoles» 60.
Esa mentalidad, que este autor denomina «cato-patriótica», informaba profundamente aquel periodo, en el que muchos católicos suspiraban por una vuelta nostálgica a la «España “de siempre”, la auténtica, la que amaban y no querían separar del catolicismo, so pena de destruirla» 61.
En medio de aquel clima social tenso y crispado, en el que se iba larvando una revolución, Escrivá concluyó su quinto y último año de Teología 62.
IV
Una muerte repentina
Ordenación sacerdotal y estancia en Perdiguera. Tiempo de espera
(1924-1927)
27 de noviembre de 1924. Una muerte repentina
El 14 de junio de 1924 recibió el subdiaconado de manos de Díaz Gómara, el obispo auxiliar; y pocos meses después su vida dio otro giro inesperado: cuando faltaban pocas semanas para su ordenación como diácono, falleció su padre, el jueves 27 de noviembre de 1924, con cincuenta y siete años.
Era la fiesta de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. José Escrivá había estado rezando por la mañana, antes de marchar al trabajo, ante una imagen peregrina con esa advocación que albergaban en su hogar durante aquellos días. Se entretuvo un rato con Santiago, su hijo pequeño, y a la hora acostumbrada se dirigió hacia la puerta. Antes de alcanzarla, se desplomó en el suelo. Su esposa y su hija le pidieron que se acostase, pero él les dijo que prefería ir a trabajar. Dolores fue corriendo a hacerle una manzanilla, pensando en que podría haberle sentado mal algo del desayuno. Cuando se la llevó estaba tan desfallecido que tuvieron que ayudarle para que se acostara.
Dolores llamó al médico, que le aplicó unas rudimentarias sanguijuelas, en el cuello para que le bajara la tensión sanguínea, y a Daniel Alfaro, un sacerdote amigo, que le administró los últimos sacramentos. Murió dos horas después, sin volver en sí.
Mientras tanto vino a la casa Manuel Ceniceros, para preguntar qué sucedía, porque solía ser extremadamente puntual y siempre estaba a las nueve en su puesto de trabajo, hora en que se abría. Dolores le pidió que pusiera a Josemaría un telegrama urgente pidiéndole que viniera.
«En ese telegrama –me contaba Ceniceros– solo le decía que su padre estaba gravemente enfermo».
Ceniceros fue a recoger a Escrivá a la estación de tren y solo cuando se encontraban cerca de la casa, antes de que pudiera ver la mesa con las firmas de condolencia que había en la entrada, se atrevió a decirle que su padre había fallecido 1.
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