Uriel Quesada - Vivir el cuento
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Mi siguiente libro, Lejos, tan lejos, es una obra de exilio. Su escritura refleja un desplazamiento: Nuevo México, Nueva Jersey, Florida, La Habana, Cartago… lo mismo ocurre con sus temas y sus paisajes, desde lo más urbano hasta los maravillosos espejismos del desierto norteamericano. Este libro también muestra un cambio de influencias. Lo maravilloso ha dado paso a la alucinación, los juegos de lenguaje procuran estar al fondo, como escondidos, para que la trama sea más transparente. Estos cuentos beben más del realismo sucio estadounidense que del realismo mágico latinoamericano, aún muy en boga en aquel tiempo, aunque transformado y asimilado por otras culturas. Ciudades como Las Cruces o Nueva Orleans se vuelven protagonistas centrales del relato, influyen en los personajes a tal punto que determinan su estado emocional. Esos personajes se extravían en las calles, pierden consciencia de sí mismos ante la riqueza que ven o por la inclemencia de un clima que jamás imaginaron que podía existir. Este es el libro que ha viajado más, y se ha dicho mucho de historias como Bienvenido a tu nueva vida o El elefante birmano. Un cuento que personalmente me resulta muy significativo es Lejos, tan lejos, que podría agruparlo con otros en torno a un problema central: la disolución del ser. Basado en un hecho real, mis primeras experiencias en Nueva Orleans, la trama se refiere a esos momentos límite en que todas las certezas están en crisis y el futuro se limita al instante mismo que se está viviendo. Sin embargo, al contrario de otros cuentos, Lejos, tan lejos ofrece una salida en la solidaridad entre marginados, en el cariño, en el contacto físico, en el calor humano. Creo que el personaje de La Figura, con su espíritu de lucha, su simpatía y generosidad, le permite al narrador retomar su vida y seguir adelante.
El último libro que forma parte de esta antología es Viajero que huye, de 2008. Quisiera referirme a un ensayito al final de la colección titulado Post Scriptum, principalmente al siguiente párrafo: «las referencias a lugares y fechas al final de cada historia tienen el propósito de integrar a la ficción la circunstancia vital en la que el cuento ha sido escrito, algo así como una biografía oculta, apenas mencionada como dato». Esa idea de la biografía oculta me lleva de vuelta al principio de esta introducción. Si un libro como Ese día de los temblores es una búsqueda de la identidad desde un espacio cultural y político local/nacional, con un futuro que parecía cierto dentro lo que era la cultura costarricense de los años ochenta, Viajero que huye es su opuesto: la identidad no se encuentra ni aquí ni allá, se construye desplazamiento a desplazamiento, carece de asidero, emigra, deambula. Es, por lo tanto, un elemento fluido, capaz de cambiar y contradecirse. Tres de los cuentos incluidos en esta antología se refieren a ese fluir: Escuchando al maestro, Madame Sessmá y Retrato hablado. Por su parte, Todos los poetas muertos parte de una anécdota que me contó la escritora nicaragüense Irma Prego sobre el día en que se publicó la noticia de la muerte de Yolanda Oreamuno. Ese hecho afectó a quienes la conocían y admiraban, y me permitió componer un homenaje a gente fundamental en mi etapa de formación como escritor.
Vivir el cuento está organizado en cuatro secciones con temáticas comunes. La primera, Las transformaciones tiene cuentos sobre personajes que experimentan profundos cambios, aun a su pesar. Esos cambios son un paso hacia otras realidades y experiencias vitales. Los deseos agrupa historias sobre amor, sexo y voyerismo. La mayoría de mis cuentos sobre la experiencia homosexual se encuentran en esta sección. Los mundos muestra algunas de las historias fantásticas (en los noventa se hablaría de «lo maravilloso») que se hallan dispersas en todos mis libros. La última sección, Los ausentes, aborda el tema de la muerte y el cambio, pero desde una perspectiva distinta a Las transformaciones. El morir es aquí más sombrío, con pérdidas que los personajes apenas empiezan a procesar.
Durante los meses que he trabajo en la preparación de esta antología, he visto casi todos los episodios de una serie producida por la Universidad de Guadalajara, titulada Café Chéjov. Como su nombre lo sugiere, el programa se dedica al cuento. Por él han desfilado decenas de autores de habla hispana –apenas un centroamericano, Sergio Ramírez– que tienen una obra cuentística importante. También han participado algunos críticos y editores. El show siempre se inicia con una primera reflexión sobre lo que es un cuento, y quisiera referirme a ideas que me han gustado y que comparto en alguna medida. La escritora boliviana Liliana Colanzi, por ejemplo, habla de la extensión del texto como propósito y de la intensidad en la prosa que hermana al cuento con la poesía. El mexicano Ignacio Padilla llama al cuento un género utópico, que busca una imposible perfección –la imperfección, por contraste, sería el rasgo distintivo de la novela–, y así, lo que llega a manos del lector es el resultado de una derrota, los restos de un intento por encapsular un mundo completo en un texto caracterizado por la concentración e intensidad de los hechos narrados y la austeridad de los elementos de la historia. Clara Obligado habla de contar más con menos elementos; nos dice también que un cuento crece a través del despojo –de lo superfluo, aclararía yo–, de la condensación y contención. El editor Juan Casamayor insiste en la importancia de la elipsis en la composición de un relato, y nos advierte que la escritura final de un cuento ocurre en el acto mismo de su lectura.
Personalmente creo que en la escritura del cuento hay un propósito de brevedad. Claro que breve es un concepto esquivo. Yo mismo he escrito cuentos de un par de renglones y cuentos de casi cincuenta páginas. La brevedad, sin embargo, se logra por un uso muy consciente de los recursos narrativos (las musas no existen, al menos no para mí), guiados por la concisión, la precisión y la economía. Como han señalado varios de los escritores antes citados, el lector juega un papel central en completar el sentido, expandiendo sin necesariamente proponérselo las posibilidades de significado del texto. Ese reto no es nuevo, viene de una larga tradición en la que los cuentos –orales o escritos– plantan en nuestra imaginación un mundo que vamos haciendo más y más complejo cada vez que leemos u oímos la historia. Como lector, me gustan las historias que me causan un impacto inicial, que no me dejan indiferente, que me invitan a volver para descubrir lo que está implícito o sugerido, lo que se dice como por casualidad pero forma el corazón del conflicto, lo que explica la reacción o el destino de los personajes.
Algunos escritores clásicos se mencionan una y otra vez en Café Chéjov como fundamentales en la formación de las nuevas generaciones. Antón Chéjov, por supuesto, y en menor medida Edgar Allan Poe. También Guy de Maupassant, John Cheever, Flannery O’Connor, Alice Munro… De América Latina, Jorge Luis Borges, pero más aún Julio Cortázar. Juan Rulfo tiene sus seguidores, sobre todo en México, y de Brasil las referencias más recurrentes son Clarice Lispector y Rubem Fonseca. En mi altar personal están, además, Juan Carlos Onetti, Augusto Monterroso, Raymond Carver, Rodrigo Rey Rosa, Carmen Naranjo y Myriam Bustos. No puedo decir exactamente qué aprendí de cada quien. Sus influencias las descubro en detalles, en homenajes que pongo en mis cuentos a manera de pistas, en preocupaciones éticas y estéticas que han guiado la escritura de mis cuentos.
Nueva Orleans, Louisiana, 11 de julio de 2019
Abuela anda de viaje
Abuela horneaba pan, galletas y bizcochos, como toda abuela. Le encantaba la sopa de verduras y sorber el café ruidosamente. Era una señora especial, tan distinta, tan contenta de ser quien era.
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