– Yo os juro, señor, que no… no sé lo que ha sucedido -tartamudeó Dulac, y decía la verdad. Sólo recordaba que… algo había ocurrido. Como si no hubiera sido él quien hubiera blandido la espada, sino la espada quien le hubiera dirigido a él, y tan rápido que ni siquiera había planeado sus propios movimientos.
Temblando de miedo, cayó sobre sus rodillas y hundió la cabeza.
– ¡Perdonadme, señor! -imploró-. Por favor, no me matéis. Os juro que no ha sido intencionado.
Arturo lo observó con una mirada lúgubre, luego se dio la vuelta y se arrodilló junto a la orilla del río para lavarse la sangre del cuello.
– Puedes irte -murmuró.
– ¿Irme? -Dulac levantó incrédulo la cabeza-. ¿Queréis decir que no vais a castigarme?
– ¿Por qué? -pregunto Arturo malhumorado.
– Os he herido -dijo Dulac.
– ¿Herido? ¡No me hagas reír! Ha sido mi propia torpeza, ¿qué te crees, chico? ¿Tengo que aceptar que un mozo de cocina me gane con la espada? -sacudió la cabeza con fuerza-. Vete de una vez. Ve y busca a Dagda, ese viejo curandero. Que venga deprisa y traiga vendas. Y en lo que se refiere a ti, no quiero verte por la corte en los dos próximos días.
Media hora después se hizo de día, pero no encontró a Dagda. Para decir la verdad: no había empleado mucho tiempo en buscarlo.
Dulac se encontraba al otro lado de la ciudad, pero no sabía muy bien cómo había llegado hasta allí. Continuaba absolutamente turbado. Seguía sin comprender ni un ápice de lo que había ocurrido en la ribera del río, pero algo sí tenía claro: no había sido una simple casualidad y tampoco una torpeza del rey. Seguramente Arturo no era invencible en el manejo de la espada, como decía la mayor parte del mundo (los que no vivían en Camelot, se entiende), pero sí era un caballero con largos años de experiencia. Era del todo imposible que un mozo de cocina que nunca antes hubiera empuñado una espada pudiera desarmarlo, y dos veces seguidas.
Y, sin embargo, eso es lo que había ocurrido.
Tenía que hablar con Dagda.
Dulac meditó un momento. No sabía si regresar al castillo, donde a esas alturas Dagda estaría ya sanando las diversas heridas que Arturo y sus caballeros se provocaban cuando se ejercitaban con las armas. Pero el rey le había prohibido muy claramente aparecerse por allí en los dos próximos días, y no tenía ganas de probar hasta dónde llegaba su paciencia. De pronto, recordó que Dagda había emprendido el camino de la posada. Con un poco de suerte todavía podría encontrarlo y les daría tiempo a conversar de regreso al castillo.
Se puso rápidamente en camino. La ciudad despertaba a su alrededor cuando llegó, las calles estaban llenas de gente enfrascadas en su trabajo.
La posada todavía estaba en silencio. No había ninguna luz encendida, pero se oían ruidos que provenían de la cocina y, cuando fue hacia allí, se chocó con Tander, todavía muy dormido y del mismo humor de siempre: detestable.
– ¿Qué haces aquí, holgazán? -le espetó antes de que Dulac dijera una sola palabra-. Hace horas que tendrías que estar en el castillo, trabajando.
– El… el rey me ha mandado -improvisó el joven- para buscar a Dagda.
– Ha estado aquí -gruñó Tander-. Pero llegas tarde.
– ¿Se ha marchado ya?
– Sólo ha estado un momento -dijo Tander contrariado-. Ha hablado con Uther y su esposa.
– ¿Has oído lo que han dicho? -preguntó Dulac.
Tander entrecerró los ojos.
– ¿A ti qué te importa? ¿Estás acusándome de espiar a mis huéspedes?
No, no quería acusarle. Simplemente sabía que era así.
– ¿Ya no tratas conmigo? -preguntó Tander enfurecido cuando vio que el otro no respondía enseguida. Dulac bajó la cabeza por si acaso-. Pero, claro, casi lo había olvidado: ahora eres especial, desde que cenas con reyes y das paseos nocturnos con reinas…
Dulac decidió no contestar tampoco, pero con eso ya contaba Tander, porque siguió sin apenas una pausa:
– No te alegres demasiado pronto. En cuanto esta tarde llegues del trabajo, se te habrá acabado la buena vida.
Dulac logró evitar preguntar a que buena vida se estaba refiriendo. En lugar de eso, encogió los hombros de manera apenas perceptible y dijo despacio:
– El rey Uther y su séquito viajan hoy, lo sé.
– Ya están en camino -replicó Uther-. Tus protectores se han marchado en cuanto Dagda se ha ido. Y te puedo decir que lo que me han pagado dista mucho de ser «real».
– ¿Ya se han marchado? -se asombró Dulac.
– Ya puedes olvidarlos -dijo Tander con un punto de sarcasmo-. Y te aseguro que vas a trabajar cada minuto que malgastaste con Uther y esa muchacha.
– ¿Se han ido? -volvió a la carga Dulac-. ¿Sin más? Quiero decir… ¿no han… dicho… nada?
– ¿Qué se te ocurre que tenían que haber dicho? ¿Que Uther te hubiera adoptado o que te hubiera incluido en su testamento? -resopló-. Siempre he tenido claro que eras un soñador. Pero te voy a quitar los pájaros de la cabeza. Vete fuera y trae leña del cobertizo y luego…
– Tengo que regresar al castillo -le interrumpió Dulac-. Arturo me ha ordenado buscar a Dagda.
– Entonces, esta tarde harás lo que no has hecho esta mañana -dijo Tander-. No te preocupes, ya diré que te guarden el trabajo.
Dulac no escuchó más, estaba demasiado decepcionado. Naturalmente, no se había hecho ilusiones de que entre Ginebra y él pudiera nacer algo más que una simple amistad, una amistad más fuerte por parte de él, porque seguramente la joven reina lo olvidaría en pocos días. Pero, a pesar de ello, había esperado verla por lo menos otra vez, para poder despedirse.
– ¿Cuándo… cuándo se han marchado? -preguntó a trompicones.
– Ya hace un rato largo -contestó Tander. Sus ojos brillaron maliciosos-. Y por mí no hace falta que vuelvan nunca más. ¡Vaya con la nobleza! Viven bien a costa de nosotros, pero no les importa lo más mínimo cómo nos va.
Dulac se fue. Cuando Tander empezaba con las recriminaciones, sus palabras no parecían tener fin y la mayor parte de las veces acababa volcando la rabia sobre él. Además, Uther y Ginebra todavía no andarían muy lejos. Sólo había dos vías que llevaban a Camelot y más allá. Por una había regresado él, así que Uther y los suyos tenían que haberse marchado por la otra. Y con toda la comitiva, y sus equipajes, no podrían darse mucha prisa. Dulac tenía una oportunidad de alcanzarlos. Abandonó la posada dirigiéndose hacia el oeste e hizo algo en verdad inaudito: sin saber muy bien por qué, en vez de regresar al castillo, como le había asegurado a Tander, adoptó un paso ligero y se dispuso a alcanzar al rey Uther y a Ginebra.
Al oeste de Camelot, más o menos a medio día de camino, se extendía un terreno de suaves colinas cubiertas por la hierba y salpicado de vez en cuando por diminutos bosques, en algunos casos de gran espesor. Por allí vivían muy pocas personas. Camelot era la ciudad más grande a lo ancho y a lo largo y la siguiente localidad que podía denominarse así estaba a un día a caballo. En todo caso, en el camino hasta allí había fincas y posadas, en donde Uther y su séquito podrían reponerse del viaje, así que Dulac no dudaba en tener la oportunidad de alcanzarlos tarde o temprano. Se había propuesto no caminar más allá del mediodía para estar de nuevo en la ciudad, como muy tarde, a la caída del sol. Una vocecilla le martilleaba obstinadamente la cabeza con la pregunta constante de qué hacía allí… Era de locos perder un día entero de camino sólo para ver a Ginebra otra vez y despedirse de ella. Sin embargo, Dulac se negaba a escucharla.
De todos modos, las cosas tenían que suceder de otra manera.
Dulac llevaba una hora de marcha más o menos. El camino bordeaba la orilla de un lago pantanoso y era muy estrecho en aquel lugar. A la derecha se erigía un espeso bosque, invadido todavía por la escarcha de la noche pasada, y justo enfrente de él, el sendero hacía un pronunciado recodo, que seguramente le salvó la vida. Iba con la cabeza gacha porque el sol todavía estaba muy bajo y su luz le cegaba los ojos, pero también porque esperaba descubrir algún rastro en la tierra blanda.
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