Wolfgang Hohlbein - La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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Como todos los chicos de su edad, Dulac sueña con una vida de caballero legendario. Pero lo más probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representación del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente héroe de sus sueños. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ejército del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania está en juego.

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Él había desaparecido.

Dulac emprendió deprisa el camino hacia el castillo y la hora larga que quedaba desde allí para llegar a la orilla en donde Arturo y sus caballeros solían ejercitarse. Estaba casi seguro de que Stan y los otros dos habían corrido a sus casas como si el demonio en persona les pisara los talones, pero nunca se sabía… En todo caso, mejor andarse con ojo. Su cupo de aventuras estaba cubierto por el momento. El de peleas también. Con el recuerdo de la odiosa escena, su rostro se ensombreció. Le había asegurado a Dagda que el incidente no le importaba, pero no era cierto. No era para nada cierto.

Dulac hervía de rabia cuando pensaba en ello de nuevo. No era por los golpes que había recibido. A eso estaba acostumbrado. Además, había asestado más de los que había recibido: los tres iban a amanecer al día siguiente con una buena colección de rasguños y moratones, que nada tendrían que envidiar a los de Dulac.

Pero lo que más le dolía era la humillación.

Stan y los otros llevaban martirizándole desde que había llegado a la ciudad. Y a medida que pasaban los años la cosa iba a peor. Cuanto mayores se hacían, más duras eran las bromas que se permitían con él, y desde hacía unos meses el juego se había vuelto realmente peligroso. Estaba próximo el momento en que uno de ellos (lo más probable, Dulac) caería severamente herido, y cuando Stan fuera un poco mayor y un día, no muy lejano, tuviera un arma en sus manos…

No, Dulac prefería no pensar en lo que podría suceder en ese caso. Algún día, lo sabía, ellos iban a pagárselo. Cuando vistiera una armadura y se hubiera ganado su lugar en la Tabla Redonda del rey Arturo…

– Hasta entonces te queda un largo trecho, amigo mío -esta vez Dulac reconoció la voz enseguida. Asustado, se dio la vuelta.

– Y me temo que está un poco alejado para ti -añadió Arturo. Su voz había adquirido un tono de reproche, pero sonreía y Dulac se dio cuenta de que no estaba enfadado.

De todas formas, desanduvo dos o tres pasos y bajó la vista. Dando un respingo, comprendió que había pronunciado parte de sus pensamientos en voz alta, y por eso Arturo los había oído.

– Perdonad, señor -murmuró-. No quería…

– ¿Qué? -le interrumpió Arturo-. ¿Soñar? Por eso no tienes que disculparte. Los sueños son el bien más preciado que los hombres poseen.

Dulac no entendió realmente lo que quería decir, pero estaba tan embargado por la admiración que tampoco era capaz de darle muchas vueltas. Aunque no acostumbraba a pasar ni un solo día sin ver al rey, Arturo no parecía sentir su presencia. Y que le hablara -salvo para comunicarle alguna orden- le resultaba portentoso. Dulac se preguntó si Arturo sabría en realidad quién era él.

– Me temo que yo… yo no entiendo del todo lo que decís -balbuceó.

Para su sorpresa, Arturo sonrió como si él hubiera dicho algo divertido.

– Entonces eres un chico con suerte -dijo y rió despacio-. Así que quieres convertirte en un caballero -añadió tras una breve pausa-. Si es así, tendrás que familiarizarte con el escudo y la espada -miró en todas direcciones-. Es temprano. Los otros tardarán un rato. Si quieres… -Desenvainó la espada y los ojos de Dulac se abrieron de la emoción. Arturo debió de entender mal su gesto, porque bajó rápidamente el arma y dijo en tono tranquilizador-: No tengas miedo. No voy a hacerte nada.

– Lo… lo sé, señor -tartamudeó el chico-. Sólo que me… me he sorprendido. ¿Arturo, rey de Britania, quería enseñarle el arte de la espada a un simple mozo de cocina? Resultaba difícil de creer.

– Palabras -dijo Arturo.

Se dio la vuelta, se dirigió hacia su caballo y regresó un instante después. En la mano llevaba una segunda espada algo más pequeña y ligera; se la entregó a Dulac por el lado de la empuñadura.

– Cógela -le invitó-. No va a morderte.

Dulac la asió con el corazón desbocado. El arma era más pesada de lo que imaginaba y tenía un solo filo y la punta roma, seguramente para ejercitarse sin peligro de salir mal herido. Tampoco había sido forjada con valioso acero como la espada de Arturo, sino con simple hierro. A pesar de eso, cuando asió la espada con miedo se sintió, por decirlo de alguna manera,… bien.

– ¿Has tenido alguna vez una espada en tus manos? -preguntó Arturo-. Quiero decir: para pelear, no para bruñirla o jugar con ella sin ser visto.

Dulac negó con la cabeza. Realmente, había desenvainado la espada de Arturo en numerosas ocasiones secretamente. Le gustaba admirar el resplandor de su hoja y blandiría para sentirse un verdadero caballero, pero a la pregunta de Arturo debía responder honestamente que no.

– Entonces, ha llegado el momento de la primera lección -dijo Arturo con una sonrisa-. Pero antes de que comencemos, piensa siempre que un arma no es ningún juguete. Hasta esta espada de adiestramiento resulta peligrosa, puede herir e incluso matar. ¿Lo has comprendido?

– Sí, señor -dijo Dulac respetuosamente.

– Todo bien, entonces -dijo Arturo-. Y ahora… atácame.

Dulac no se movió.

– Vamos -dijo Arturo animoso-. Sin miedo. Coge tu espada e intenta tocarme con ella.

– ¿Estáis… seguro, señor? -preguntó Dulac.

– Claro que estoy seguro -contestó Arturo. Su voz sonó algo impaciente-. ¿A qué esperas? ¡Atácame!

El muchacho agarró la espada con ambas manos… y, un momento después, Arturo estaba jadeando de espaldas en el suelo, mientras miraba atónito la espada cuya punta Dulac apoyaba en su garganta.

Nadie estaba más asustado que el propio Dulac. Con un movimiento de horror, saltó hacia atrás, dejó caer el arma y sus ojos desconcertados fueron de sus manos a Arturo, y viceversa.

– ¡Disculpad, señor! -balbuceó-. Por favor, ¡no me lo tengáis en cuenta! Yo… no sé cómo… Oh…

Enmudeció cuando comprendió que Arturo no escuchaba sus palabras. El rey se levantó inseguro, observó a Dulac y, luego, con ojos de desamparo buscó el lugar al que había volado su espada.

– ¿Cómo lo has hecho? -se asombró.

– No lo sé, señor -respondió Dulac, y era cierto. No sólo no tenía ni la más remota idea, sino que tampoco recordaba exactamente lo que había hecho. Todo había ocurrido muy deprisa-. ¡Por favor, disculpadme, señor! ¡No quería heriros! No sé cómo…

– Tengo que haber tropezado -murmuró Arturo-. Qué torpe por mi parte. Levanta tu espada, vamos a intentarlo otra vez.

– Mejor no, señor -dijo Dulac-. No creo que…

Arturo se agachó para recoger su arma, se levantó enérgicamente e insistió:

– ¡Levanta tu espada e inténtalo otra vez!

Era una orden que Dulac no podía rebatir. Con manos temblorosas levantó la espada de adiestramiento y miró a Arturo.

– Realmente no quiero hacer esto, señor -dijo-. Quiero decir…

– Pero yo quiero que lo hagas -le interrumpió el rey. Su voz ya no sonaba amistosa-. ¡Atácame!

– Como ordenéis, señor -suspiro Dulac.

Cuando Arturo se levantó por segunda vez del suelo, su rostro había perdido buena parte de su color y un hilillo de sangre manaba a través de una herida de su cuello. Su espada había salido volando tan lejos que no se distinguía en la oscuridad.

– Lo… lo… lo siento muchísimo, señor -volvió a balbucear Dulac. Estaba próximo a las lágrimas. ¡Había vertido la sangre del rey! Daba lo mismo que lo hubiera hecho a propósito o no, merecía la muerte.

– Ah, ¡cierra la boca! -gruñó Arturo. Se levantó, palpó su cuello y miró con el ceño fruncido la sangre adherida a sus dedos.

– Así que no has tenido nunca una espada en tus manos, ¿no? -gruñó-. O tienes un talento natural o eres el mayor mentiroso con el que me he topado jamás.

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