Wolfgang Hohlbein - La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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Como todos los chicos de su edad, Dulac sueña con una vida de caballero legendario. Pero lo más probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representación del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente héroe de sus sueños. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ejército del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania está en juego.

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– ¿No quieres? -preguntó Stan con una mueca. Colocó los brazos delante del pecho y se aproximó dando pequeños saltitos-. ¿Y qué pasa si nosotros sí queremos?

– Entonces, vosotros mismos -dijo Dulac altanero-. No voy a defenderme. No tengo ninguna oportunidad con vosotros tres.

– Muy hábil -dijo Stan y se acercó algo más mientras sus compañeros se separaban hacia los lados para cortarle la huida; igual que habían hecho antes sus perros con Lobo-. ¿Te crees que yo soy un hombre de honor y te voy a dejar escapar?

– En absoluto -respondió Dulac-. A lo dicho, no me voy a defender. Si os produce alegría luchar tres contra uno, ¡adelante!

Stan bajó los brazos. Su rostro se ensombreció.

– ¡Contigo acabaré yo solo! -gritó y se abalanzó sobre él.

Era justamente lo que Dulac esperaba y estaba preparado. Stan era más fuerte que él, pero también más lento, y rabioso luchaba con tanta consideración como un toro bravo.

Dulac le dejó hacer, se escabulló bajó su salto y le pegó un puñetazo en la nariz al mismo tiempo que le ponía la zancadilla. Stan chilló de furia y dolor, tropezó torpemente y acabó cayendo todo lo largo que era sobre el lodazal.

Antes incluso de que llegara al suelo, Dulac lo rodeó para recibir a Evan, que arremetía por la derecha, con una fuerte bofetada que mandó al chico junto a Stan, pero él, por su parte, le dio un intenso golpe en la espalda, que le hizo doblarse sobre las rodillas. Dulac jadeó de dolor, pero no estaba nada sorprendido. No había contado ni por un segundo con que los tres fueran a mantener su palabra y dejaran a Stan solo frente a la batalla.

Intuyó la embestida de Mike antes de que la llevara a efecto y se dejó caer a un lado. La potente patada de Mike dio en el vacío y, en vez de empujar a Dulac al suelo, del impulso de su propia patada salió despedido hacia delante y tuvo que luchar por mantener el equilibrio en una postura realmente cómica.

Dulac contribuyó al pisarle violentamente la articulación del pie, Mike aterrizó dándose un buen porrazo en el trasero y comenzó a aullar en tonos agudos. Por su parte, Dulac saltó rápidamente hacia arriba.

Estaba claro que al final no iba a tener la más mínima oportunidad. El era más rápido y se daba más maña que cualquiera de sus tres competidores, pero el desequilibrio numérico era demasiado grande. Había peleado a conciencia, pero al final estaba en el suelo, y Stan, Mike y Evan, inclinados sobre él, le rodeaban con una mueca de sorna.

– Realmente se ha comportado como un valiente, nuestro caballero encantado -dijo Mike con una falsa sonrisa.

– Sí, sólo que no le ha servido de nada -añadió Stan mientras le asestaba una patada en el costado, que le hizo chillar de dolor. El chico se rió con sarcasmo y cogió aire para propinarle otra más cuando en la oscuridad, por detrás de ellos, se oyeron unos pasos severos y una voz profunda dijo:

– ¿Os parece cosa de valientes lanzaros tres contra uno?

Stan se dio la vuelta, al igual que los otros dos, y los tres se quedaron muy sorprendidos. Dulac levantó con esfuerzo la cabeza y observó a los tres chicos: tras ellos había aparecido una figura oscura entre las casas, pero todavía no estaba tan cerca como para reconocer a quién pertenecía.

– ¿Quién eres? -preguntó Stan desafiante.

– Sólo un hombre al que le parece de cobardes que tres peleen contra uno -contestó la sombra, cuya voz resultó conocida a Dulac. Algo peligroso parecía emanar de la tenebrosa figura.

Quizá Stan también lo sintiera porque, aunque no hizo amago de retroceder, ni siquiera de bajar las manos, al volver a tomar la palabra su voz sonó más obstinada que retadora.

– No te metas en esto -dijo-. No tiene nada que ver contigo. Desaparece o tú mismo vas a experimentar cómo se siente uno cuando es atacado por tres.

– ¿Así que ésas tenemos? -preguntó la figura-. Bueno, no os quedéis con las ganas -adelantó dos pasos más y se paró de nuevo; todavía no había alcanzado la zona de luz, pero no estaba ya totalmente oculto por las sombras.

Stan dio un respingo y Dulac pudo observar cómo perdía cualquier atisbo de color. Mike emitió un chillidito casi ridículo y Evan se dio media vuelta y salió corriendo a toda velocidad. Ni siquiera un segundo después, Mike se fue volando también y el mismo Stan reculó unos pasos.

– ¿Y bien? -preguntó Arturo riéndose-. ¿Querías decirme algo más? -como en un gesto casual su mano se posó sobre la espada.

– No… señor -tartamudeó Stan-. Yo… yo -se calló, bajó la mirada y susurró con una vocecilla sofocada-: Perdón, señor. Lo… lo siento. Al principio… no… no os había reconocido.

– Desaparece -dijo Arturo-. Corre a tu casa y piensa si es honrado pegar a alguien desarmado.

Stan no se lo hizo decir dos veces: se dio la vuelta y desapareció tan rápidamente como si la noche se lo hubiera tragado. Con el corazón latiéndole con fuerza, Dulac miró un momento en la dirección por la que el chico se había evaporado, luego se levantó con dificultad y se volvió hacia Arturo.

– Os doy las gracias, señor -dijo-. Si no hubierais venido, no…

– No te habría ido nada bien -acabó Arturo la frase mientras Dulac lo miraba con los ojos muy abiertos.

Porque Arturo ya no era Arturo, sino Dagda.

– ¿Dag… da? -murmuró Dulac tartamudeando.

– La última vez que hablaron conmigo así me llamaron -dijo Dagda sonriendo-. ¿Estás herido?

– No -respondió Dulac sin pensarlo demasiado. Realmente le dolían todos los huesos del cuerpo, pero no era momento de detenerse en ello-. Pero… pero, ¿cómo puede ser?

– ¿Qué? -preguntó Dagda.

– Arturo -murmuró Dulac-. Yo… Tú… eras…

– ¿Sí? -preguntó Dagda sin mostrarse sobresaltado.

Dulac se calló. Estaba convencido de haber visto a Arturo y, a la vista de sus reacciones, también a Stan y a los otros les había ocurrido lo mismo. Dio medio paso a un lado para mirar hacia la oscuridad, justo detrás de Dagda. No pudo entrever nada más allá de la negritud, pero de haber habido alguien, lo habría sentido.

– ¿Esperas a alguien? -en los ojos de Dagda apareció un brillo de diversión.

– No -respondió Dulac-. Estaba pensando en ayer por la noche. En lo que dijiste de… tus juegos de manos.

– A veces son muy útiles -aseguró Dagda-. ¿Estás bien de verdad?

– No ha sido tan grave- contestó Dulac-. Otras veces he recibido más golpes.

– ¿De esos tres? ¿Quiénes son?

– Tres majaderos -Dulac hizo un gesto con la mano, como si quisiera quitárselos de encima-. No merece la pena ni hablar de ellos. ¿Qué haces aquí?

En cuanto lo hubo dicho, se percató de que no debía haberle hecho esa pregunta. Pero el viejo mago no pareció tomarlo a mal, porque encogió los hombros y dio un paso atrás, metiéndose de nuevo en la oscuridad.

– Por ejemplo, salvarte a ti el pescuezo -dijo-. Pero, ¿qué haces tú aquí, en medio de la noche?

– Tú mismo me dijiste que tenía que llegar pronto -le recordó Dulac-. Arturo y los demás iban a adiestrarse en el manejo de las armas. Y ya sabes lo que sucede en esos casos.

Dagda asintió. Dulac no pudo ver la expresión de su cara porque estaba sumergido en las sombras.

– Sí, ahora que lo dices… Me temo que me estoy haciendo muy mayor. Vete. Espérame en el río.

– ¿Y cuánto vas a… tardar? -preguntó Dulac.

– Lo que tarde -respondió Dagda de forma vaga. Saludó con la mano-. ¡Ahora vete! -su voz había cobrado tanta fuerza que Dulac se sintió incapaz de rebatirle.

El joven se dio la vuelta, caminó un paso, y se paró de nuevo para mirar a Dagda.

Mejor dicho: para mirar el lugar donde había estado Dagda.

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