ella delante va sin huella,
y yo la sigo todavía
entre los gajos de la niebla,
Con estas flores sin color,
ni blanquecinas ni bermejas,
hasta mi entrega sobre el límite,
cuando mi Tiempo se disuelva…
En un metal de cipreses
y de cal espejeadora,
sobre mi sombra caída
bailo una danza de mofa.
Como plumón rebanado
o naranja que se monda,
he aventado y no recojo
el racimo de mi sombra.
La cobra negra seguíame,
incansable, por las lomas,
o en el patio sin balido,
en oveja querenciosa.
Cuando mi néctar bebía,
me arrebataba la copa;
y sobre el telar soltaba
su greña gitana o mora.
Cuando en el cerro yo hacía
fogata y cena dichosa,
a comer se me sentaba
en niña de manos rotas…
Besó a Jacob hecha Lía,
y él le creyó a la impostora,
y pensó que me abrazaba
en antojo de mi sombra.
Está muerta y todavía
juega, mañosa a mi copia,
y la gritan con mi nombre
los que la giran en ronda…
Veo de arriba su red
y el cardumen que desfonda;
y yo río, liberada
perdiendo al corro que llora.
Siento un oreo divino
de espaldas que el aire toma
y de más en más me sube
una brazada briosa.
Llego por un mar trocado
en un despeño de sonda,
y arribo a mi derrotero
de las Divinas Personas.
En tres cuajos de cristales
o tres grandes velas solas,
me encontré y revoloteo,
en torno de las Gloriosas.
Cubren sin sombra los cielos,
como la piedra preciosa,
y yo sin mi sombra bailo
los cielos como mis bodas…
En la dura noche cerrada
o en la húmeda mañana tierna,
sea invierno, sea verano,
esté dormida, esté despierta.
Aquí estoy si acaso me ven,
y lo mismo si no me vieran,
queriendo que abra aquel umbral
y me conozca aquella puerta.
En un turno de mando y ruego,
y sin irme, porque volviera,
con mis sentidos que tantean
sólo este leño de una puerta,
Aquí me ven si es que ellos ven,
y aquí estoy aunque no supieran,
queriendo haber lo que yo había,
que como sangre me sustenta;
En país que no es mi país,
en ciudad que ninguno mienta,
junto a casa que no es mi casa,
pero siendo mía una puerta,
Detrás la cual yo puse todo,
yo dejé todo como ciega,
sin traer llave que me conozca
y candado que me obedezca.
Aquí me estoy, y yo no supe
que volvería a esta puerta
sin brazo válido, sin mano dura
y sin la voz que mi voz era;
Que guardianes no me verían
ni oiría su oreja sierva,
y sus ojos no entenderían
que soy íntegra y verdadera;
Que anduve lejos y que vuelvo
y que yo soy, si hallé la senda,
me sé sus nombres con mi nombre
y entre puertas hallé la puerta,
¡A buscar lo que les dejé
que es mi ración sobre la tierra,
de mí respira y a mí salta,
como un regato, si me encuentra!
A menos que él también olvide
y que tampoco entienda y vea
mi marcha de alga lamentable
que se retuerce contra su puerta.
Si sus ojos también son esos
que ven sólo las formas ciertas,
que ven vides y ven olivos
y criaturas verdaderas;
Y de verdad yo soy la Larva
desgajada de otra ribera,
que resbala país de hombres
con el silencio de la niebla;
¡Que no raya su pobre llano,
y no lo arruga de su huella,
y que no echa vaho de jadeo
sobre el aljibe de una puerta!
¡Que dormida dejó su carne,
como el árabe deja la tienda,
y por la noche, sin soslayo,
llegó a caer sobre su puerta!;
A Teresa y Enrique Díez-Canedo.
Dejaron un pan en la mesa,
mitad quemado, mitad blanco,
pellizcado encima y abierto
en unos migajones de ampo.
Me parece nuevo o como no visto,
y otra cosa que él no me ha alimentado,
pero volteando su miga, sonámbula,
tacto y olor se me olvidaron.
Huele a mi madre cuando dio su leche,
huele a tres valles por donde he pasado:
a Aconcagua, a Pátzcuaro, a Elqui,
y a mis entrañas cuando yo canto.
Otros olores no hay en la estancia
y por eso él así me ha llamado;
y no hay nadie tampoco en la casa
sino este pan abierto en un plato,
que con su cuerpo me reconoce
y con el mío yo reconozco.
Se ha comido en todos los climas
el mismo pan en cien hermanos:
pan de Coquimbo, pan de Oaxaca,
pan de Santa Ana y de Santiago.
En mis infancias yo le sabía
forma de sol, de pez o de halo,
y sabía mi mano su miga
y el calor de pichón emplumado…
Después le olvidé, hasta este día
en que los dos nos encontramos,
yo con mi cuerpo de Sara vieja
y él con el suyo de cinco años.
Amigos muertos con que comíalo
en otros valles sientan el vaho
de un pan en septiembre molido
y en agosto en Castilla segado.
Es otro y es el que comimos
en tierras donde se acostaron.
Abro la miga y les doy su calor;
lo volteo y les pongo su hálito.
La mano tengo de él rebosada
y la mirada puesta en mi mano;
entrego un llanto arrepentido
por el olvido de tantos años,
y la cara se me envejece
o me renace en este hallazgo.
Como se halla vacía la casa,
estemos juntos los reencontrados,
sobre esta mesa sin carne y fruta,
los dos en este silencio humano,
hasta que seamos otra vez uno
y nuestro día haya acabado…
La sal cogida de la duna,
gaviota viva de ala fresca,
desde su cuenco de blancura,
me busca y vuelve su cabeza.
Yo voy y vengo por la casa
y parece que no la viera
y que tampoco ella me viese,
Santa Lucía blanca y ciega.
Pero la Santa de la sal,
que nos conforta y nos penetra,
con la mirada enjuta y blanca,
alancea, mira y gobierna
a la mujer de la congoja
y a lo tendido de la cena.
De la mesa viene a mi pecho,
va de mi cuarto a la despensa,
con ligereza de vilano
y brillos rotos de saeta.
La cojo como a criatura
y mis manos la espolvorean,
y resbalando con el gesto
de lo que cae y se sujeta,
halla la blanca y desolada
duna de sal de mi cabeza.
Me salaba los lagrimales
y los caminos de mis venas,
y de pronto me perdería
como en juego de compañera,
pero en mis palmas, al regreso,
con mi sangre se reencuentra…
Mano a la mano nos tenemos
como Raquel, como Rebeca.
Yo volteo su cuerpo roto
y ella voltea mi guedeja,
y nos contamos las Antillas
y desvariamos las Provenzas.
Ambas éramos de las olas
y sus espejos de salmuera,
y del mar libre nos trajeron
a una casa profunda y quieta;
y el puñado de sal y yo,
en beguinas o en prisioneras,
las dos llorando, las dos cautivas,
atravesamos por la puerta…
Hay países que yo recuerdo
como recuerdo mis infancias.
Son países de mar o río,
de pastales, de vegas y aguas.
Aldea mía sobre el Ródano,
rendida en río y en cigarras;
Antilla en palmas verdi-negras
que a medio mar está y me llama;
¡roca ligure de Portofino:
mar italiana, mar italiana!
Me han traído a país sin río,
tierras-Agar, tierras sin agua;
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