Diego Maenza - Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas

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Eloísa, una anciana que en su juventud fue abusada sexualmente de forma brutal por tres hombres enmascarados recuerda en el último día de su vida la cruda historia que la marcó. Se la relata a una de las enfermeras del sanatorio en el que agoniza al tiempo que le permite escudriñar un cuadernillo anillado que contiene impresas todas las cartas que intercambió en su juventud con Abelardo, el único amor de su vida. Maenza reflexiona sobre los aspectos psicológicos, éticos y filosóficos en torno al amor occidental y teje un discurso meloso e inteligente donde el tiempo, los ritos amatorios y la presencia erótica son abordados con sutileza. Se incluye una visión singular de la escritura y una muy particular y simbólica Teoría de los afectos que se sirve en su analítica de la metafísica de los colores, los zodiacos, las sensaciones provenientes de los sentidos, el imaginario de las bestias alquimistas, los elementos clásicos y los arcanos del Tarot. En una época donde las relaciones se suceden con lo vertiginoso de la modernidad y pululan los amores líquidos (al decir de Bauman), ”Todas las cartas de amor son ridículas” reivindica ese ritual laico de las correspondencias amorosas, cada vez más en decadencia, y hace apología a esa lentitud que Kundera reclama para los romances. ”Todas las cartas de amor son ridículas” se construye como una narración paródica de las novelas románticas, pero es al mismo tiempo una disertación moderna sobre el amor aunada a una historia de afectos y a un final de tragedia que pone sobre la mesa temas tabús como el abuso, la cosificación de la mujer y la violencia contemporánea.

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Se sabe que Anastasia Dross, renombrada filósofa latinoamericana, escribió, aparte de novelas, ensayos, poemas y obras de teatro, más de veinte mil cartas. En promedio, Dross debió escribir una carta por día.

En el otro extremo está Alessandra Zimbardo, filósofa italiana que murió el mismo año que Dross, para quien escribir una carta era un proceso agotador y un verdadero tormento. Zimbardo lo confesó en sus memorias: No puedo redactar carta alguna, cuya importancia sea variable, que no me demande horas de frustración.

Las cartas han sido tomadas como un poderoso recurso literario.

Un escritor francés, autor de su famosa novela Cartas persas , logra, a través de epístolas que emiten dos personajes, realizar una fuerte crítica a la sociedad de su época. En esta obra no se salvó ni la respetada sociedad burguesa, ni las instituciones políticas y religiosas, ni mucho menos la literatura de su tiempo.

Uno de los casos que más me impactó hace algunos años fue la obra de una autora islandesa titulada Las tribulaciones de la joven estudiante Dögg , que trata sobre una joven apasionada que dirige a una amiga los escritos de sus desventuras al no poder declarársele a un muchacho, desesperación que termina con el suicidio. Esta novela al parecer influyó mucho en la juventud, muchachas que exaltadas al terminar de leer la obra desataron una ola de suicidios. Esto me incitó a leerla. Una enciclopedia nos narra: Las tribulaciones de la joven estudiante Dögg fue imitada por las jóvenes no solo en el vestuario, sino también en su trágico final: según se dice, causó más suicidios que palabras contienen sus páginas.

Al leerla se me acabó la magia. Comprendí que era una novela de su tiempo y que en ninguna circunstancia podría influir en la época actual.

Las cartas han cumplido un fin: el de expresar las situaciones, las ideas, los sentimientos, los pensamientos, de quienes las redactan. La tecnología nos da ahora las cartas electrónicas, que viene a realizar la labor de una forma mucho más acelerada. Los mensajes de texto han sido otro medio que de igual forma acortan las distancias. El predecesor incuestionable del mensaje de texto del celular es el telégrafo.

No obstante el lado positivo, también me gustaría evidenciar alguna objeción. Aunque estas pulidas tecnologías acortan el espacio y el tiempo, padecen del defecto de lo efímero, en tanto que una carta real inmortaliza el instante.

Este es un buen motivo para considerar el valor de una carta (en el sentido tradicional) como insustituible en una manifestación y exaltación del vínculo que hemos formado en torno a nuestro amor. Por ello me gusta que nos escribamos. Porque considero que las cartas (las que se vienen redactando desde los tiempos de las antiguas filósofas griegas) contienen un grado mucho mayor de perdurabilidad y significación que cualquier otro medio.

Quizá aún existan personas que añoren, en imaginaciones románticas, esas esperas de respuestas que tardaban días o semanas en llegar. Que imaginen cómo sería escribir una carta expresando todo lo que siente o se conoce, como hacían nuestras buenas filósofas. Aunque lo más probable es que en las épocas actuales sean totalmente excepcionales las personas que piensen que el uso exclusivo de las cartas tradicionales sea la mejor forma de comunicación. Por otro lado, cada época tiene sus opciones y las personas se aclimatan a sus recursos.

Hace algunos siglos se empezaron a publicar las primeras crónicas, lo que un siglo más tarde fue llamado noticia (y que hoy se pueden leer cada día, precisamente en los diarios ), y las personas disponían de otro medio que los comunicaba. El siglo diecinueve tuvo el telégrafo para unir a los pueblos y continentes. El siglo veinte tiene la radio, el teléfono, la televisión. Ahora el siglo veintiuno cuenta con unos poderosos recursos como la Red y los medios inalámbricos como la tecnología celular móvil. Recursos que hubiesen sido inverosímiles para nuestros antepasados son, sin embargo, muy posibles y cotidianos para nosotros. Y aquí viene lo más asombroso e interesante. Recursos que para nuestras generaciones futuras serán factibles y comunes, para nosotros hoy no son más que ciencia ficción. Lo más probable es que nuestros hijos y nietos gocen de la ilusión cercana de un ser querido a través de hologramas. Pero estoy convencida de que la ciencia no se quedaría allí, concebirá medios que en estos días para nuestra poca capacidad imaginativa son inconcebibles. Medios tan impresionantes que hoy los tildaríamos de bonitas imaginaciones, o en casos más supersticiosos los tacharíamos de maldiciones o milagros. Tal como a alguna santa del medioevo le hubiese parecido una maravilla celestial el poder escribir un mensaje donde ella se hubiese encontrado, y que a los pocos segundos hubiera podido aparecer escrito en otro lugar muy distante. O tal como a un antiguo pintor le hubiese resultado un prodigio el poder observar una imagen en momento real en una simple pantalla.

En todo caso, eres tú, quien finalmente decidirás el valor que debe tener cada carta que te escribo, pues para ti están destinadas, y para ti lo estarán mientras pueda seguir escribiendo.

Tuya, con cartas o sin cartas (aunque preferiblemente con ellas).

CAPÍTULO CINCO

Los días empezaron a transcurrir con un acrecentado deseo de sentirnos juntos. La costumbre de tenernos cerca se transformó en una necesidad tan imperativa como sus ganas de ir al baño en los recesos. Y allí nos encontrábamos, hablando trivialidades, sentados en los bancos más apartados. Eran momentos sublimes, dosificados por una sensación que jugueteaba en nuestros estómagos. Su sonrisa me cautivaba y me enloquecía aquella carcajada despernancada y vivaz que volvía atento hasta al más despistado.

Lo más representativo en esta etapa fue mi timidez. Ella era extrovertida y hablantina, y yo un timorato con las palabras atravesadas en la garganta. Aún me impresiona el hecho de que pudiéramos relacionarnos. Yo lanzaba frases entrecortadas y carentes de ingenio y ella las alimentaba con una conversación fluida y exuberante.

Con el tiempo, un viejo almendro se convirtió en un sereno cómplice. Nos arropaba con su timidez y hacía buen tercio entonando el violín del silencio. Él nos guardó los secretos de nuestros besos clandestinos que pocas veces nos dimos y que eran prohibidos en la institución. A la salida, me aferraba a la idea de caminar junto a ella y empecé a esperarla cada mediodía. Con el tiempo, este rito se convirtió en algo cotidiano y una plática de siete cuadras nos envolvía diariamente.

El instituto de mi juventud era privado y se encontraba a un kilómetro del pueblo principal. Para llegar al sector, se debía atravesar un puente corto de apenas cinco metros que se suspendía sobre uno de los caudales del arroyo. Luego existían dos bifurcaciones. La primera era el camino más corto que atravesaba un minúsculo caserío de apenas cien construcciones. La segunda estaba cubierta por asfalto y pese a que el recorrido era más extenso en la amplitud de su camino, pues bordeaba el pueblo en forma de una letra u, atravesando la zona de bosques de tecas que pertenecían a la familia del rector, era el que prefería recorrer en varios momentos de soledad, sin temor al aislamiento en su recorrido, por carecer de luminarias o viviendas asentadas en sus bordes. Esto explica en parte por qué mis gemidos intensos nunca tuvieron una respuesta de auxilio.

Aquella noche, tendida y con la mirada perdida hacia el firmamento pude notar, en los cortos momentos en los que abrí mis ojos durante distintas ocasiones, cómo el viento de inicio del invierno mecía las hojas de las tecas. Alguna de ellas me habrá impactado el rostro mientras observé las nubes que se agolpaban y cubrían la luminosidad de la luna. La penumbra resultó más intensa.

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