Pero cuando el deseo está ligado al amor, es diferente: Existe la posibilidad de que el deseo pueda encaminar hacia el amor; lo amado, irrefutablemente lo deseamos , agrega la filósofa.
Hoy quiero que sientas que a través de mis palabras puedo acariciarte, y no con los roces prosaicos que nos tributan las delicias del pudor, sino, más bien, con estas caricias indelebles.
Tal como los bardos inmortalizan a sus amadas, este humilde practicante desearía poder glorificar tu ser con canciones que te refresquen tu sed juvenil, con poemas que te arrullen las tardes. Declararte lo enamorado que me encuentro de ti, diosa virginal, todopoderosa, de mi amor la dueña, de mi amor la esclava, como las beatas esclavas del Antiguo Testamento, con un candor de cosmos como Proserpina, reina infernal, o alguna diosa pagana. Eres Musa de poesía. Tú: mil mujeres en una. Mil diosas en una. Mi Pandora, mi Eva, mi María Magdalena tan purificada entre los besos de Jesús.
Tú, que tan bien sabes dominar mi espíritu, eres mi dueña. Y estás a cada momento. Porque me cura de la melancolía tu recuerdo afable: de tus palabras susurradas en el viento y de tu rostro iluminando el espacio que podría estar vació a no ser porque adoras a este loco que vive solo para ti.
Tu ser me resulta más hipnótico que un cuento fantástico, tan envuelto en misterios como una historia de suspenso, pero al mismo tiempo tan real y profundo como una novela de crudeza realista. Y no se trata de ninguna contradicción, porque a veces me resultas tan certera y paradójica.
Con una visión que excede a lo cotidiano trato de llegar a ti y adentrarme en lo más recóndito de tu amor. Y consigo ver a través de tus ojos (que son infinitos receptáculos de clarividencia, como lo sería una bola de cristal para una vieja versada en cristalomancia, pero tan delicados y puros como el oráculo de Delfos), puedo ver, decía, por medio de tus ojos, esa profundidad de mujer madura, esa fuerza indomable que llevas en lo profundo, y me hace pensar en la fortaleza de un dios. A veces me resultas demasiado divina para proceder de descendencia terrenal. Tus antecesoras solo pueden ser las mismas que las de Ariadna, divina casta de diosas.
Y mientras tanto, solo tengo un oscuro minotauro que gira y gira en el laberinto circular de mi cerebro, esperando que un Teseo (divino amor que me profesas) rompa con su hilo esta soledad brutal.
Por eso me pregunto, junto a la poeta: ¿Padece más quien espera la caricia de su amor, o aquella tristeza que no tiene a nadie a quién esperar? Aunque la respuesta es obvia, el dolor, cuando es producto de la espera del amor, no es amargo, y aparece mi promesa de que aun teniéndote cerca nunca dejaré de escribirte cartas de amor. Porque me amas y porque te amo, porque te espero, y porque tú también esperas, pero sobre todo porque nuestro amor siempre será una insatisfacción infinita.
Tuyo, donde sea.
La gratitud deriva de las manos y parte por nuestros brazos hacia el nervio espinal. Es de color violeta que personifica la templanza y la reflexión. Se ofrece con un sabor dulce y con un perfume leñoso. Su efigie simbólica es la Madera y siempre estará tallada en este material. En las cartas del Tarot la amoldo con El Colgado, que pende de la rama de un árbol y ejemplariza la entrega y sacrificio. En el zodiaco occidental la figuro con el signo Capricornio, matriz de toda generosidad. En el zodiaco chino la revelo en El Jabalí, que nunca guarda resentimiento y es de espíritu altruista. La gratitud es Condensada y se dirige al Oeste detrás de un Lobo que se alimenta de lo viejo y elogia lo nuevo.
Desfilaron nueve días para que mi humanidad ingresara por el límpido portal de su casa en la fiesta de sus quince años. Llegué temprano, con mi regalo sanguinariamente inocente (para ese tiempo mi madre trabajaba como modista y el presente que le llevé fue un corte de una tela barata) y con una sonrisa que camuflaba el nerviosismo. Media hora más tarde me encontraba sentado en la sala principal orquestando la manera de no salir a bailar. Al fondo, en la antesala, las voces airadas de expertos en charlas se intensificaban en la misma proporción que incrementaba el vigor de la música. De seguro estaban sus padres, familiares y personas allegadas, gentes de cenáculos sabatinos, todos disfrutando de los placeres de la convivencia del instante (o al menos así lo imaginé, pues no me abordó la curiosidad de observar quiénes eran y me aventuro a manifestar que aunque lo hubiese hecho lo más probable es que no hubiera reconocido a ninguno). Me rodeaban en su mayoría sus compañeros del instituto. Mi ineptitud para interactuar afloraba a cada instante y no sabía cómo responder al momento: el animal de caverna se enfrentaba por vez primera al mundo selvático de las fieras sociales.
Llegó el momento del baile. Las piernas me tartamudeaban y me imploraban el alivio del reposo y no porque estuvieran cansadas sino porque les avergonzaba su tosquedad. Ella era la experta y me tomaba de las manos como si hubiera querido enseñarme en un instante las danzas que quizá no aprenda en toda la vida. No recuerdo si bailé con alguien más. Lo más seguro es que no. Me retiré con la anticipación que me imponía el reloj y al salir de la fiesta me despidió con un beso en la mejilla. El postre, inalcanzado por mi apremio, apareció un par de horas más tarde en mi pórtico. Sus brazos delicados extendiéndome el platillo descartable constituyeron un paso más hacia el enamoramiento.
Aunque el gordo era el más rudo, el mudo era el más fuerte. Me estrujaron por fuera y por dentro mientras silenciaron mi desesperación al tapar mi boca que gemía con desconsuelo e impotencia, y mis lágrimas impactaban en el pavimento.
El joven era el más impetuoso y al contrario de lo que se pueda pensar, nunca mostró indecisión y arremetió en mí con la misma predisposición que sus mayores.
Seguramente algún alma asustadiza habrá visto la atrocidad. Estoy segura de ello, pues a lo lejos noté una luz, algún vehículo que enfocó el desenfreno y luego huyó. Podrás pensar, querida amiga, que fue una alucinación propia de mi desesperanza, como aquellos refugios de agua que imaginan los peregrinos del desierto en la aridez de sus exilios. Pudo haber sido una visión o un recuerdo inventado por mi memoria avejentada, pero estoy segura de que no. Fue real, tan real con la bestia de tres cabezas que poseyó mi cuerpo aquella noche.
Los medios de comunicación que hoy disponemos acercan a las personas cada día más. Telecomunicaciones de imagen y audio se pueden obtener solo con presionar un botón. La Red es un medio que ha recortado las distancias. Si un antiguo pintor hubiese observado semejante prodigio, de seguro hubiese pensado que se trataba de alguna poderosa alquimia. Si hubiese sido alguna santa del medioevo quien lo hubiera contemplado, indudablemente hubiese creído que era un artificio del maligno.
La tecnología depende del tiempo, y avanza junto a él. Desde que el primer homínido plasmó la primera pintura rupestre en alguna caverna ya olvidada, hasta que en este preciso instante, en alguna parte del mundo, la menos experimentada de las impúberes teclea en su teléfono algún mensaje de texto, la intención de comunicarnos no ha variado. Solo han variado los medios.
Cuando el humano fue capaz de formar un lenguaje articulado (tanto oral como escrito), su deseo de expresión se fortaleció. Uno de los medios más usados en todos los tiempos ha sido la carta.
Las cartas de escritoras, políticos y oradores romanos aún son estudiadas por su valor literario, y las de las antiguas griegas por su valor filosófico.
Las Escrituras Sagradas están repleta de estas manifestaciones. Los Santos fundamentaron la teología vigente a base de epístolas. Y el gran libro contiene las epístolas a los colosenses, a los filipenses, a los gálatas, a los hebreos, a los romanos, como también las dirigidas a los corintios y a los tesalonicenses, donde los apóstoles continuaron propagando sus ideas.
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