Quizá las respuestas sean menos pragmáticas de lo que generalmente se cree. Trato de responder: Escribo para entender de mejor forma lo que me rodea. Quizá la respuesta sea la misma que me doy cada vez que me cuestiono el por qué frecuento la lectura: Para volverme más humano.
¿Me vuelvo más humano escribiéndote cartas de amor? ¿Crece el amor por el hecho de que escriba una carta? ¿El amor puede crecer como crecen los bebés o los sapos o los ríos? ¿O será que al escribirte una carta poco a poco voy desprendiendo (como si de un fractal infinito se tratara) los trozos que constituyen el amor entero y de esta forma poco a poco te vas quedando sin mi amor? ¿El amor disminuye como anciano o como carne asada o como fruta podrida? Quizá la única respuesta válida sea esta: Escribir me plantea dudas, irresoluciones, en el mismo sentido en el que intentar describir el olor marcado de tu cabello se me torna tan confuso, opaco frente a lo que mi cabeza me escupe. O del mismo modo en el que tu rostro se convierte en este instante en la palabra que se me escapa, o como la alabanza hacia tus ojos que se me escurre garganta adentro con la perplejidad de quien está extasiado y ya no dispone placer para las historias o los poemas.
No, tampoco es eso. No lo sé. No estoy tan seguro.
Tuyo, Abelardo.
El afecto nace del páncreas y se diluye por nuestro torrente sanguíneo hasta regresar al hipotálamo. Es de color ámbar que simboliza la felicidad y la búsqueda del bienestar. Se manifiesta en infrasonido y con un olor floral. En la simbología universal lo representa la Luna. En las cartas del Tarot lo identifico con La Fuerza, que brinda control y seguridad. En el zodiaco occidental lo personifico con el signo Virgo, adosado a la espiritualidad, el orden y la inteligencia. En el zodiaco chino lo encuentro en El Conejo, lleno de prudencia, ternura y armonía. El afecto es Líquido y se dirige al Norte montado en un Unicornio pues es virginal.
Como suele ocurrir en el proceso de apareamiento de la raza humana nuestras vidas se juntaron por una arbitrariedad del destino. Ella, con quince años y en el esplendor de las menstruaciones; yo, con catorce y en los delirios de la masturbación. Bastó como pretexto un encuentro casual, una feria de pueblo y cinco de las más escandalosas amigas para que nuestra relación diera comienzo.
Ella era la niña más hermosa del instituto y yo un aspirante a galán que empezó a abandonar los estudios por la novedosa filosofía del amor.
Para mí, el inicio de nuestra relación resultó tierno. Para ella no tanto. La motivación de su acercamiento se incentivó con el afán de mantener un romance no conmigo sino con un allegado. Lo irónico (y por qué no decirlo, romántico) es que en el proceso terminó enamorándose de mí. La conquisté o nos conquistamos.
Quizá pretenda explicar los hechos recurriendo a complicadas abstracciones, lo que un tonto se aventuraría a concretar en un par de vocablos. Pero lo remarco, mi objetivo guarda mayor ambición.
Su alegría desbordante frente a mi batalla constante con la melancolía; su carisma e inteligencia reflejadas en los contornos de sus ojos pensativos y vivaces cada vez que la abordaba una idea o cada ocasión que rebuscaba las evasivas por lo más recóndito de lo imaginario para excusar ante a sus padres nuestras citas furtivas, frente a mis pretensiones filosóficas; su manía de bailarina ante mi manía de escritor. Todo lo hacía injustificable y sin embargo, querido lector, amada lectora, comprenderán que para nosotros ha resultado la relación más intensa que han sostenido personas en el mundo y espero poder comunicarles de manera adecuada aquella impresión.
La noche cayó con sorpresa en aquel final de verano. Había salido de la clase de baile que un joven y bello instructor europeo había empezado a impartir en el pueblo y que se llevaba a cabo en horario vespertino en las instalaciones del instituto en el que estudiaba. Recuerdo que aquel día habíamos ensayado una danza turca que después del suceso nunca más bailaría. La madre de una de mis compañeras se ofreció a llevarme a casa en su coche. Me negué. Deseaba caminar y aclarar ciertas ideas de juventud.
Tomé el callejón más largo que bordea los árboles de tecas y envuelve en penumbras la vía. Las estrellas asomaban sin timidez y una gran luna hacía que brillaran las piedras del rededor como mágicas luciérnagas estáticas.
El destino quiso que de la penumbra emergieran los tres rapaces. El hombre corpulento me abordó con la máscara de un arcángel. No pronunció palabras y jamás las pronunciaría durante esa angustiosa noche, pero se ubicó en mitad del camino y abrió sus brazos horizontales en señal de que me detuviera y comprendí que era el jefe del grupo. Asomaron las otras dos siluetas. Un mancebo delgado y de no tan alta estatura, de complexión adolescente, portaba la máscara de una calavera. Él dijo No puedes pasar, y el sonido de su voz me confirmó su juventud. El individuo alto y rechoncho portada el antifaz de un macho cabrío. Su voz era gruesa como su estómago y también increpó al indicarme que no gritara.
Mi cuerpo sintió la palidez propia del espanto. Mis pensamientos se paralizaron al igual que mi cuerpo. Mis vellos se erizaron al sentir el contacto forzado de aquellas tres bestias. Como si aquel gordo macho cabrío hubiese sido un brujo y su amenaza hubiese sido un conjuro, por más que lo intenté no pude gritar.
La mañana en la que desperté con aquella suerte de revelación que me indicaba que en verdad estaba enamorada de ti, me reconocí sobresaltada. Quizá no tenga la imagen precisa y me encuentre en la incapacidad de describir la sensación exacta, pero el recuerdo me emerge casi nítido, como un déjà vu que espera ser plasmado. Para aquel entonces era tan solo una amiga para ti, una compañera circunstancial a la que recurrías en tus ratos de aburrición como la distracción más adecuada de cualquier adolescente.
La otra mañana reveladora, en la que padecí tu epifanía, fue cuando me diste aquel beso tan inocente. Al llegar a casa me postré en la hamaca y mientras el viento corto de las mecidas rozaba mi rostro feliz, el recuerdo de tu tacto me evocaba sensaciones casi epilépticas, en sacudidas interiores como insectos revoloteando mi pecho o como gusanos dulces hurgando mis entrañas.
Las mañanas… Quizá sean premonitorias, o algo así como señales. Las mañanas en el instituto no resultaban placenteras si no hallaba tu presencia en los recreos, aunque hubiese sido tan solo para que de tu boca emergiera uno que otro balbuceo, pues yo debía (como en alguna ocasión te lo dije) sacarte las palabras a cucharadas, metáfora en verdad adecuada para definir tu realidad en aquella época en la que eras un muchacho pálido y callado. Lo importante era percibir nuestras figuras sentadas en la banqueta, con mis piernas juntas y mis manos sobre mi regazo, y captar el levantamiento de mis vellos que interactuaban al compás de tus movimientos, como dos extraños magnetos que queriendo atraerse únicamente se frotan en un vaivén de tensión. Para aquellos días me empecé a enamorar de ti, de tus largas pausas de silencio, de tu mirada proyectada al horizonte en búsqueda de ideas y que me incitaron a explorar el enigma de tu prudencia.
Fue una mañana cuando me esperaste bajo aquella lluvia torrencial. Insististe en acudir a la cita, sin percatarte de que lo práctico era eludir el diluvio y postergar nuestro encuentro hasta la salida del arcoíris. Eran las mañanas las que nos juntaban en el parque del pueblo, en el rincón que bautizamos con un nombre extravagante y que usaríamos como clave en las ocasiones subsiguientes, siempre habiendo tenido presente que cada pareja lo ha apodado con un nombre que se amoldaba a su relación. Fue una mañana cuando rozaste mis senos con la impudicia propia de tus hormonas. Fue una mañana (quiero soñarlo así) cuando acariciaste mis nalgas por sobre la tela de un pantalón de mezclilla demasiado odioso.
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