Jennifer Crusie - Mujeres Audaces

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Nell, Suze y Margie se casaron con los hermanos Dysart, con desigual fortuna. Deprimida tras su divorcio, Nell deambula por la vida hasta que Suze le consigue empleo en una pequeña y modesta agencia de detectives, con un jefe a primera vista fácil de manejar.
Gabe tampoco está satisfecho con su vida. Su agencia está perdiendo dinero con un caso de extorsión y su mujer lo ha dejado… otra vez. Lo único bueno es su nueva secretaria, que parece eficiente y dócil. Pero una cosa lleva a la otra, y pronto Nell y Gabe están felices. Hasta que de pronto alguien empieza a matar gente. Y poco después, comienza el amor…
Mujeres audaces es la divertida historia de tres amigas que se confiesan todo y que luchan cada día por vivir intensamente. Un bestseller audaz para lectoras dinámicas.

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– No precisamente.

– Me encontré con Suze en la escalera y le dije que ibas a mudarte aquí -explicó él-. De hecho, ya te mudaste, puesto que no te queda nada para traer.

Nell asintió.

– Ni siquiera pregunté dónde pasó Suze la noche de ayer.

– En la cama de Riley -dijo Gabe-. Él durmió en el sofá. No me preguntes qué están haciendo, no lo sé. No me importa, siempre que tú estés aquí conmigo.

Había algo en esa certeza que hizo que le zumbaran las venas. Era como un diapasón; cuando la persona precisa emitía la nota precisa, el sonido vibraba en su interior.

Ella le sonrió.

– ¿Sabes cuánto tiempo pasó desde la última vez que alguien me hizo el amor?

– Con exactitud -dijo él, acercándose.

– Creo que mi promedio va a mejorar pronto -dijo ella, y entonces él se deslizó en la cama junto a ella y la abrazó y las cosas mejoraron.

Cuando Nell se despertó, Gabe se había ido, y Suze estaba sacudiéndola.

– Vamos, Bella Durmiente. Margie no se presentó en The Cup hoy, y sonaba rara cuando la llamé. Creo que Budge la está presionando demasiado y va a perder la cabeza. Dejé de trabajar temprano así podíamos ir a sacarla de allí. De todas maneras tenemos que ir a buscar nuestra ropa vieja.

– ¿Qué? -Nell se sentó en la cama y bostezó, mirando a Suze con ojos entrecerrados; tenía una remera gris que decía FBI con grandes letras negras y un par de pantalones deportivos negros que le quedaban grandes en los tobillos-. Muy lindo.

– Una de las muchas razones por las que vamos a casa de Margie -dijo Suze.

– Correcto -dijo Nell y salió de la cama-. ¿Sonaba rara cuando la llamaste?

– Muy -dijo Suze.

– Entonces vamos a apurarnos -dijo Nell.

– Las cajas con su ropa están todas en el sótano.-dijo Margie, después de haber quedado horrorizada por el incendio y de haber sollozado por las porcelanas de Nell, todo en el espacio de cinco minutos.

– Grandioso -dijo Nell con cautela-. Sabes, Margie, deberías volver al Village con nosotras. Sería como una fiesta de pijamas.

– Oh, no es posible. Voy a vender mi Franciscan Desert Rose por eBay. Si vendo todo esta semana, puedo empezar a comprar la vajilla Fiestaware sin reclamar la póliza de Stewart. ¿No es una buena idea? -Las mejillas de Margie tenían dos círculos brillantes, y sus ojos resplandecían, y su vaso de leche estaba lleno.

– Excelente -dijo Suze, lanzándole una mirada de duda a Nell.

– ¡Y ustedes pueden ayudarme!

– Está bien -dijo Nell-. ¿Qué necesitas?

– Ustedes suban todas las piezas extra del sótano -dijo Margie-. Yo ya he clasificado todas las que están acá arriba, pero estoy cansada de bajar y subir las escaleras. -Se detuvo y volvió a sonreírles-. Y mareada.

– Aléjate de la escalera, Margie -dijo Suze, y bajaron al sótano-. Tenemos que hacer algo con ella -agregó cuando llegaron al fondo-. No ha dejado de beber desde que la dejamos ayer. Es ese maldito Budge, que la presiona con lo del seguro, y no la deja mudarse de aquí. Tiene que salir y comenzar todo de nuevo. Sin él.

– Por ahora, recuperemos nuestra ropa y subamos sus cerámicas Franciscan. -Nell tiró de la cadena de la lámpara y el sótano de Margie se iluminó, mostrando sus objetos: una bicicleta vieja, un torcido árbol de Navidad de plástico, un congelador con las cajas de la ropa de ella apiladas encima junto a un feo trofeo de golf, y estantes desde el piso hasta el techo con cajas y cajas etiquetadas con las palabras «Desert Rose». Era un triste comentario sobre el alcance de la existencia de Margie: la heladera de su ex marido, la ropa de sus cuñadas, y la acumulación que había hecho en caso de un desabastecimiento de vajilla de cerámica.

En una época mi sótano se parecía a éste, lleno de porcelanas y de cosas de otras personas, pensó Nell. Por supuesto que ahora no tenía un sótano. Ni porcelanas.

– ¿Cuántas tiene? -preguntó Suze, asombrada.

– Más que Dios. -Nell miró las cajas que llenaban los estantes de la pared más lejana. Una tenía una etiqueta que decía «juegos para sándwiches», otra «platos para tortas», otra «jarra» y otra decía, simplemente, «tazas». Debía de haber unas veinte cajas allí, todas con las palabras «Franciscan Desert Rose» escritas en la parte superior con la letra pequeña y prolija de Margie.

– ¿Encontraron las cajas? -gritó Margie desde arriba.

Nell miró la pared de vajilla Franciscan.

– Sí.

Una hora después, ya había cargado la ropa en el escarabajo de Suze y habían subido la mayor parte de las cerámicas, y Margie estaba mucho más calmada, tipeando descripciones y cargándolas en el sitio de remates por Internet.

– Es como una terapia -dijo Suze cuando bajaron a buscar la última de las cajas.

– Es tonto -dijo Nell-. Tal vez si la dejamos un rato más en la computadora, podamos sacarla de aquí sin pelear, y ella estará bien. -Recorrió con la mirada el sótano, ahora casi desierto, y agregó: -Sólo tenemos que sacarla de aquí.

Suze levantó una caja y leyó el costado.

– ¿Una caja entera de tazas? -La dejó en el piso, apartó de un empujón el trofeo de golf, que estaba frente al congelador, y se subió a la parte de arriba, que estaba llena de polvo-. Estoy exhausta. No dormí anoche, hoy trabajé todo el día, y ahora estoy subiendo dos mil piezas de cerámicas. ¿Hace cuánto perdió la cabeza Margie?

– Oh, por favor, ¿cuántas tacitas corredoras tenías? -dijo Nell-. Ni siquiera las usas. Vamos. Subamos lo que queda antes de que ella cambie de idea y quiera conservarlas.

– No puede -dijo Suze, deslizándose del congelador-. Necesita el espacio para las dos mil piezas de Fiestaware que están por llegar. -Suze se quitó el polvo de la parte de atrás de los pantalones de Riley-. Sabes, ya que está, debería librarse del trofeo de golf y del congelador de Stewart. Después de todo, se libró de Stewart mismo.

– Limitémonos a sacarla de esta casa. -Nell bajó del estante una caja etiquetada con «juego de desayuno» y entonces, cuando se dio vuelta, vio el congelador con el trofeo de golf arriba, como una lápida.

No seas ridícula , se dijo.

– ¿Qué? -dijo Suze.

Estás demasiado sensible con los congeladores, dijo Nell para sí. Lynnie haría que cualquiera tuviera sentimientos morbosos respecto de los cubitos de hielo.

– ¿Por qué estás mirando el congelador de esa forma? -dijo Suze.

Nell depositó la caja en el piso de cemento, mientras su corazón le latía como si estuviera loca.

– Estás respirando raro -dijo Suze, ella misma respirando de manera extraña.

Nell tragó saliva y se acercó al congelador. Levantó el trofeo con cuidado y lo depositó en el piso, y después respiró profundo y trató de levantar la tapa.

Estaba cerrada.

– Necesitamos una llave -le dijo a Suze.

– Ahora la traigo -dijo Suze, y regresó un minuto más tarde con la llave-: Margie ni siquiera me preguntó para qué la queríamos.

Al principio la tapa se trabó, y luego cedió con un crujido, como si no la hubieran abierto en años, como un ataúd en una película de Vincent Price. Pero cuando Nell miró el interior, estaba lleno hasta el borde de paquetes blancos comunes y corrientes escritos con marcador negro: «costillas, 6/93» y «lomo, 5/93».

– Gracias a Dios. -Nell, aliviada, se apoyó a un costado del congelador-. Esto no se usa desde que Stewart se fue.

Se miraron, y comenzaron a descargar la primera capa de paquetes blancos.

– De todas formas hay que tirar todo esto -dijo Nell, apilando bifes-. Ya deben de estar vencidos.

– Aunque no lo estuvieran, Margie no los comería -dijo Suze-. No es…

Su aliento desapareció con un zumbido, y Nell se obligó a mirar el extremo del congelador en el que estaba Suze.

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