Jennifer Crusie - Mujeres Audaces

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Nell, Suze y Margie se casaron con los hermanos Dysart, con desigual fortuna. Deprimida tras su divorcio, Nell deambula por la vida hasta que Suze le consigue empleo en una pequeña y modesta agencia de detectives, con un jefe a primera vista fácil de manejar.
Gabe tampoco está satisfecho con su vida. Su agencia está perdiendo dinero con un caso de extorsión y su mujer lo ha dejado… otra vez. Lo único bueno es su nueva secretaria, que parece eficiente y dócil. Pero una cosa lleva a la otra, y pronto Nell y Gabe están felices. Hasta que de pronto alguien empieza a matar gente. Y poco después, comienza el amor…
Mujeres audaces es la divertida historia de tres amigas que se confiesan todo y que luchan cada día por vivir intensamente. Un bestseller audaz para lectoras dinámicas.

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– Jamás sacaré el humo de ese pijama azul.

– No -dijo Gabe-. Yo ni siquiera lo intentaría.

– A ti te gustaba.

– Me gustaba lo que había dentro. Recuerda que me libraba de esa prenda lo más rápido posible.

– Cierto -dijo Nell e intentó sonreír.

Una hora después, estaba en la cama, contemplando el techo, escuchando los confortables sonidos de los ronquidos de Marlene, oyendo otra vez ese crujido, y el estallido de las porcelanas. Los recipientes con la luna creciente y las teteras con los halcones de Susie, la vajilla Stroud y Secretos de Clarice. Esas porcelanas habían resonado con las voces de su madre y de su abuela. Tim le había comprado las piezas del juego de té Secretos una a una cuando todavía la amaba. Jase le había dado la azucarera cuando tenía diez años, su rostro iluminado por la emoción. Sintió que se le cerraba la garganta. El hijo de puta que había incendiado su departamento le había disuelto el pasado, lo había derretido hasta convertirlo en hierros retorcidos. Era casi más de lo que podía soportar, y se dio vuelta en la cama y enterró la cara en la almohada y lloró hasta quedarse sin aire.

Por fin se dio cuenta de que había algo frío en su cuello, y se apartó de la almohada para encontrar a Marlene , empujándola con la nariz, probablemente para decirle que no hiciera tanto ruido. «Lo siento, cachorrita», dijo, y Marlene le lamió las lágrimas de las mejillas, y entonces Nell rompió a llorar otra vez, acunando a Marlene que le lamía la cara. Cuando finalmente dejó de sollozar, Marlene se arrojó sobre la cama, exhausta, y Nell le besó su cabecita peluda y entró en el baño para lavarse las lágrimas y la saliva de perro.

Se frotó el rostro con fuerza y luego se miró al espejo. Tenía una cara plena, las mejillas rojas por la toalla, ojos cansados pero brillantes. Había sobrevivido al divorcio y a la depresión y a un incendio premeditado y a la vida en general, y ahora también iba a sobrevivir a la pérdida de sus porcelanas.

De pronto se sintió tan cansada que tuvo ganas de dormirse en el piso del baño. Regresó a duras penas al dormitorio de Lu y vio la habitación de Gabe. Él había dejado la puerta abierta para poder oírla si ella lo llamaba, y a la luz de la luna, pudo verlo dormido en la cama, su cabello negro un manchón contra las almohadas blancas.

Entró y se acurrucó bajo las sábanas junto a él, y él se despertó y le hizo lugar, cubriéndola con un brazo cuando ella se acomodó.

– Casi muero esta noche -dijo ella.

– Lo sé. -Él la apretó con más firmeza.

– Perdí todo.

– Todavía me tienes a mí.

– Gracias a Dios -dijo ella y enterró la cara en el hombro de Gabe.

– Creo que deberíamos casarnos -dijo Gabe después de un momento, y ella se apartó.

– ¿Qué?

– Después de dejarte, pensé en lo que dijiste, eso de que yo no cambiaría, que te diría que eres socia sólo para recuperarte. Y tienes razón. Lo haría. Te diría prácticamente cualquier cosa para recuperarte.

– Lo sé -dijo ella-. Yo te creería prácticamente cualquier cosa para recuperarte.

– Entonces hagámoslo legal y vinculante -dijo él-. Casémonos por la razón por la que se inventó el matrimonio, para asegurarnos de que nos tomamos en serio mutuamente y que nos mantendremos unidos en las malas épocas y que no renunciaremos sólo porque es más fácil que hacer un esfuerzo para que funcione. Yo pondré a tu nombre la mitad de mi mitad de la agencia. Tú aportas el dinero de la agencia de seguros a esta empresa. Dividimos las responsabilidades en tres partes, con Riley, y tomamos juntos las decisiones importantes. Nada de promesas vacías para sentirnos bien. Lo ponemos por escrito y lo firmamos.

Nell se sintió mareada.

– Riley se quedaría con el cincuenta por ciento. En esa proporción podría controlar la sociedad. ¿Podrías soportarlo?

– ¿Contra tú y yo? Ni soñarlo. De todas formas él no querría controlar nada. Y, además, de aquí a dos años, él también va a entregar la mitad de su mitad.

– Tú me darías la mitad de tu parte -dijo Nell, con el corazón latiéndole fuertemente-. Aunque tú no…

– Si no lo hago, tú te quedarás con todo -dijo Gabe-. Y los dos estaríamos angustiados. Mira, no puedo crear una epifanía. Tienes razón: todavía no entiendo cómo puedes reclamar tener voz igualitaria en una agencia en la que has trabajado siete meses y que yo he dirigido durante veinte años. Pero no cabe ninguna duda de que tienes voz igualitaria en mi vida personal, así que estoy dispuesto a confiarte el resto.

Es esto , pensó Nell. Cualquier cosa que ella decidiera, él la tomaría en serio. Si lo desposaba, ella sería socia, pero debería rendirle cuentas siempre. Ahora él le juraba que eso era lo que quería, pero estaba sacudido y desesperado. Ella tendría que confiar en que, cuando el incendio del departamento se hubiera transformado en un recuerdo, cuando la pasión se enfriara, cuando él estuviera cansado y ellos tuvieran disputas respecto del trabajo y él se arrepintiera de cederle lo que había hecho, él seguiría honrando su promesa, sería fiel a su compromiso aunque no lo quisiera, pagaría el precio del trato realizado esta noche.

Eran muchas cosas en las que confiar.

– ¿Te casarás conmigo? -dijo Gabe.

– Tal vez -respondió ella.

– No era la respuesta que estaba esperando -dijo él-. Pero es un comienzo. -Y ella se acurrucó a su lado en el círculo de su brazo, abrazándolo a la altura del pecho, y se sintió a salvo hasta que por fin se quedó dormida.

Capítulo 21

A las ocho de la mañana siguiente Nell se reunió con el jefe de bomberos y le contó todo lo que sabía.

– Parecería que alguien decidió prender fuego el armario de las porcelanas -dijo él-. Puso mucho papel en el estante inferior y lo encendió. Lo que no puedo entender es por qué alguien querría incendiar un montón de platos.

– Simbolismo -dijo Nell-. Es personal. No sé quién lo hizo, pero era alguien que sabía que yo adoraba esas porcelanas.

– La policía encontró un auto destruido a un par de cuadras de de su casa con latas de keroseno en el asiento trasero. Parece que alguien lo robó, y después otra persona tajeó las cubiertas mientras el primer tipo estaba en su casa. Pertenece a un tal Jack Dysart. ¿Le suena?

– Bastante -dijo Nell y le explicó la situación. Cuando el hombre se fue, ella regresó arriba y pensó en Jack, en lo mucho que él la odiaba. ¿Él le prendería fuego el armario sólo por venganza, el mismo día que había tratado de besarla? ¿Y después dejaría su auto por ahí con latas de keroseno en su interior? Eso no tenía sentido.

Pero Budge podría haberlo hecho. Él la odiaba de la misma manera, por Margie. ¿Sería capaz de hacerlo e incriminar a Jack?

Era una idea tan ridícula -Budge era muchas cosas, pero no era traicionero-, que supo que estaba cansada. Se quitó el buzo de Lu y volvió a meterse en la cama de Gabe, y Marlene saltó a su lado. Tendría que llamar a Tim y decirle: «¿Recuerdas esa póliza para inquilinos que te compré? Págame». Nell se recostó y trató de imaginarse la cara de Tim cuando leyera el detalle del vestuario de Marlene : un traje de angelito para perros salchicha, un suéter de cachemira para perros salchicha con un corazón bordado, un impermeable para perros salchicha… Esas cosas no habían sido baratas.

Oyó que Gabe entraba en el departamento y se olvidó del impermeable de Marlene.

– ¿Nell? -la llamó y ella le respondió, «Estoy aquí», y lo esperó con el corazón latiendo más fuerte.

– ¿Cansada? -dijo él, compasivamente, y ella respondió:

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