– De acuerdo, de acuerdo -dijo Pandora, levantándose al fin-. He captado la idea. Pero quiero dejar claro que mi papel de esposa acaba en la puerta del dormitorio.
Ran le lanzó una mirada lánguida y sombría sin levantarse de la silla.
– Entonces, ¿lo harás?
– No veo que me quede otra alternativa, ¿o sí? -respondió ella amargamente-. Sabes perfectamente que jamás podré reunir treinta mil libras y no puedo pedirle a John y a Celia que paguen.
– ¿Por qué no? Después de todo, fue su perro el que rompió el jarrón.
Pandora puso la mano sobre la cabeza de Homer en un gesto protector.
– Sí, pero lo han dejado a mi cargo, ésa era la idea. Quería ver si podía abrirme camino con la cerámica, pero no tenía sitio donde trabajar, de modo que Celia sugirió que me trasladara aquí y usara su estudio mientras ellos están fuera como retribución por cuidar de Homer. Fue ella la primera que despertó mi interés la alfarería, siempre me ha apoyado. Si no hubiera sido por ella nunca habría llegado tan lejos. No podría agradecérselo haciéndola cargar con una deuda tan grande.
– Eso tendrías que haberlo pensado antes de soltar al chucho -dijo Ran sin la menor compasión.
– Y tú tendrías que haber pensado en que podría haber perros sueltos antes de dejar la puerta abierta y un jarrón de treinta mil libras en un equilibrio precario sobre un suelo de piedra.
Había provocado a Pandora para que le replicara y le sostuvo la mirada con ojos desafiantes.
– Creía que me estarías agradecida por dejarte una salida tan sencilla -le recordó él ominosamente.
Pandora se apartó el pelo de la cara, sus ojos violetas brillaron retadores.
– Si a dormir con un perfecto extraño le llamas «salida sencilla»…
Ran se levantó.
– Puedes pagarme las treinta mil libras, si lo prefieres -dijo con indiferencia-. Siempre puedo contratar a una actriz profesional para esto.
Pandora debería haber recordado su primera impresión sobre Ran, la de un hombre que siempre se salía con la suya. Viendo que la había pillado en un farol, le detuvo cuando se dirigía a la puerta.
– ¡No!
Ran se volvió sin soltar el picaporte, las cejas arqueadas.
– Muy bien, lo siento -dijo ella, tragándose el orgullo-. Haré lo que tú quieras.
– Así está mejor. No sé a qué viene tanto jaleo.
– ¡A que es una locura! -dijo ella, gesticulando hacia sus vaqueros deshilachados y la rebeca rota-. Has sido tú quien ha dicho que soy un desastre. Nadie se creerá que soy tu mujer.
– Lo harán si te arreglas un poquito -dijo él, mientras la observaba con ojo crítico y le ponía las manos sobre los hombros-. Eres una chica bonita, ahora que me fijo bien. En realidad, podrías ser guapa si pusieras algo de tu parte.
Pandora sintió que una oleada de calor la consumía. Era agudamente consciente de su mirada, de las manos que él le había puesto en los hombros. Sus manos eran morenas y fuertes y hacían que todo su cuerpo vibrara, como si su contacto se propagara en una onda expansiva que afectaba a sus clavículas, a su espina dorsal, a las rodillas y a los pies. Tragó saliva y contempló su mentón, incapaz de mirarlo a los ojos, temerosa de mirarlo a la boca.
Hasta entonces, Ran había sido un problema, una fuente de desesperación y preocupaciones desesperadas. Ahora, de pronto, era un hombre desconcertantemente atractivo, un hombre con quien tendría que dormir en unos cuantos días.
– Myra y Elaine no pensarán que hay algo raro en que seas mi esposa si te pones un vestido decente para variar.
Insensible a su perturbación, Ran continuó el mismo tono impersonal. Para alivio de Pandora, retiró las manos de sus hombros.
– Debes tener algo más elegante que esto que llevas.
– La verdad es que no -murmuró ella.
Sin embargo, lo que le preocupaba era cómo habían podido aquellas manos abrasarla a través de la rebeca y la camisa.
– Conservo una especie de vestido de noche que me regaló mi madre, pero, aparte de eso, sólo tengo ropa de trabajo. No tiene sentido ponerse elegante cuando te pasas el día trabajando con arcilla.
– No, evidentemente -dijo él, mirando con desdén aquellas ropas-. Bueno, en ese caso, tendremos que comprarte algo cuando nos hagan la fotografía.
Pandora parpadeó.
– ¿Qué fotografía?
– La de nuestra boda. Una foto de estudio enmarcada para conmemorar nuestro enlace que presida el recibidor puede añadir un detalle que corrobore nuestra historia, ¿no te parece?
– Supongo que sí.
Pandora se apartó de él con una normalidad sólo aparente. De pronto, su proximidad le resultaba inquietante. Era obvio que Ran había pensado hasta en los menores detalles.
– ¿Cuando iremos a hacérnosla?
– Mañana, espero. Llamaré al fotógrafo esta tarde y te recogeré por la mañana. Podemos ir a Wickworth juntos y hacerlo todo de una vez.
– Creía que sólo iban a ser veinticuatro horas -objetó ella-. ¿Cuándo voy a cocer mis cacharros?
– Podrás hacerlo por la tarde.
– Escucha, de verdad que no puedo permitirme pasar toda una mañana en Wickworth… -empezó ella, pero Ran levantó una mano.
– ¿Qué era eso que has dicho sobre hacer todo lo que yo quisiera? -le recordó sin rodeos.
Pandora cedió y refunfuñó entre dientes.
– Ya que estamos, será mejor que me digas qué más esperas que haga.
– Tendrás que venir a la casa para que puedas conocerla antes de que ellas lleguen. Y ya que tendrás que estar allí de todas maneras, puedes dedicarte a preparar sus habitaciones y a hacer que la casa tenga el mejor aspecto posible. Ya sabes, cosas como limpiar la plata y poner flores en los jarrones.
Pandora suspiró. Detestaba hacer las tareas de la casa.
– ¿Algo más? -preguntó con gesto torturado.
– Tendrás que preparar una buena cena. Esperan que seas una buena cocinera.
– ¡Pero si no tengo ni idea de cocinar!
Ran dio un paso adelante de modo que se detuvo muy cerca de ella. Pandora se encontró retrocediendo contra el horno, sin tener adonde escapar.
– Entonces tendrás que hacer un gran esfuerzo, ¿no? no pienso perdonar una deuda como ésa por nada. Pandora, vas a convencer a esas americanas de que no sólo eres mi esposa, sino que sus clientes pensarán que no tienes comparación como anfitriona. ¿Entendido?
Pandora asintió a regañadientes, sin embargo, Ran no se apartó.
– Eso significa que vas a tener que poner todo de tu parte para conseguir que la casa esté lo más presentable que sea posible, que vas a cocinar una cena exquisita y que te vas a comportar como una esposa felizmente casada, no como una chica malhumorada que no sabe apreciar su suerte al librarse de pagar una deuda enorme. Si crees que no puedes hacerlo, será mejor que me lo digas ahora mismo y vayas pensando en encontrar treinta mil libras.
Pandora miró aquellos implacables ojos grises, lo ojos de un hombre que hablaba en serio, y tragó saliva.
– Puedo hacerlo -dijo.
Sólo era un trabajo. En cualquier caso, eso se decía Pandora. Ran tenía razón. Hacerse pasar por su esposa era un precio pequeño a pagar por haber destrozado semejante herencia familiar. Sólo que, cuando pensaba en él, en pasar la noche juntos, sentía un vértigo, una mezcla turbulenta de alarma y excitación nerviosa.
Por supuesto, era natural que se sintiera nerviosa ante la idea de compartir el dormitorio con un completo desconocido, se repetía una y otra vez. Pero habría preferido que su nerviosismo no estuviera tan enredado con el recuerdo de aquellos dedos en torno a su muñeca, de la calidez de aquellas manos sobre sus hombros. Esa misma noche, mientras estaba tumbada en la cama y Homer roncaba ruidosamente en el suelo a su lado, volvió a repetirse hasta la saciedad las razones que justificaban que fingiera ser la señora de Ran Masterson, diciéndose que era un acuerdo perfectamente decente y que no tenía por qué preocuparse. Pero justo cuando creía haberse convencido, se acordó de aquellos ojos fríos, de la boca helada, de las manos cálidas y ya nada fue decente.
Читать дальше