– Me doy cuenta de que, en este momento, tal vez no parezca tan eficiente como suelo ser -afirmó con frialdad-, pero este viaje ha sido más largo de lo que pensaba en un principio, y la carretera se encuentra en un estado verdaderamente deplorable.
– Deberías haber venido en autobús -dijo Mal después de lanzar una rápida mirada a su coche, más apropiado para la ciudad que para el campo-. Habría enviado a alguien a recogerte.
Copper lo miró sorprendida. Su padre le había escrito para decirle que su hija viajaría a Birraminda para negociar el acuerdo en su lugar, pero ella ciertamente no había tenido la impresión de que mostrara tanto entusiasmo por sus planes como para tomarse la molestia de ir a recogerla. ¿Acaso su padre había malinterpretado su reacción al conocer sus proyectos?
– Creía que sería mejor conservar una mínima independencia -repuso Copper con tono altivo, incómoda ante la expresión de disgusto que se dibujaba en los rasgos de Mal.
– Ya tenemos demasiadas personas independientes en Birraminda. Y tampoco vas a necesitar el coche mientras estés aquí -de repente esbozó una mueca de amargura-Puedo asegurarte que no hay ningún sitio a donde ir.
– Bueno, eso es verdad -asintió Copper-. ¡Pero no pensaba quedarme aquí para siempre!
Por un instante, una extraña expresión apareció en los ojos de Mal, para desaparecer casi de inmediato.
– Me doy cuenta de ello -bajó la mirada a Megan, que se abrazaba confiadamente a sus piernas, y le acarició la cabeza-. En todo caso, no puedo decir que no me haya alegrado de verte -añadió, como si de pronto se hubiera acordado de algo -Megan, ¿querrás decirle al tío Brett que termine el trabajo sin mí, por favor?
La niña asintió con gesto solemne y se marchó corriendo. Mal se la quedó mirando con ternura, y Copper lo observó a su vez, conmovida, recordando que una vez la había mirado de la misma forma a ella.
Cuando Mal se volvió, de nuevo adoptó su anterior expresión cerrada, distante. Quizá algún día Cooper pudiera olvidar su breve encuentro amoroso. Pero, obviamente, él ya lo había hecho.
– Será mejor que entres -le dijo, subiendo los escalones y haciéndola retroceder.
Su instintivo movimiento defensivo no pareció sorprenderlo, y Mal no hizo comentario alguno. Su mirada seguía tan impasible como siempre, pero a Copper no se le escapó el carácter burlón de su gesto cuando le abrió la pantalla del mosquitero, como si supiera exactamente la gran confusión que sentía… y su temor de que el más ligero contacto suyo suscitara en su memoria una avalancha de recuerdos.
Con la cabeza bien alta, Copper entró en la casa. Todo estaba oscuro, silencioso. El interior era mucho más amplio de lo que había imaginado, con varios pasillos que partían del vestíbulo de entrada, y evocaba un sombrío encanto que no se había esperado en un lugar tan apartado de la civilización.
Mal la condujo a una inmensa y desordenada cocina, con salida a la veranda trasera. Por la ventana, Copper alcanzó a ver un patio sombreado por un viejo árbol del caucho, rodeado por una serie de edificios, un molino y dos enormes tanques de agua. A un lado corría un arroyo, flanqueado de árboles cargados de estridentes cacatúas y un poco más lejos, se distinguían unos prados verdes, extraordinariamente exuberantes comparados con la llanura árida que se perdía en el horizonte.
Dejando su sombrero encima de la mesa, Mal se acercó al fregadero y llenó una tetera.
– Pues… sí, gracias -Copper se quitó las gafas de sol y se sentó en una silla.
En varias ocasiones, quizá más de las que le habría gustado admitir, había soñado con volver a ver a Mal. Sus fantasías solían versar sobre un sorpresivo encuentro, durante el cual sus rostros se iluminaban de alegría al reconocerse. Algunas veces se lo había imaginado abriéndose paso entre una multitud, dirigiéndose hacia ella, tomándola de las manos, envolviéndola en aquel mismo hechizo que habían compartido la primera noche que se conocieron. O se lo había imaginado mirándola intensamente a los ojos mientras le explicaba que había perdido su dirección y pasado los siete últimos años recorriendo Inglaterra y Austral ja intentando localizarla.
¡Lo que no había imaginado era que Mal se comportaría como si nunca en toda su vida la hubiera visto antes, mientras le ofrecía tranquilamente una taza de té!
Suspiró, desolada. Quizá eso fuera lo mejor. No debía olvidar que estaba allí para firmar un acuerdo de vital importancia. Sus brillantes ojos verdes descansaron en la espalda de Mal mientras ponía al fuego una vieja tetera esmaltada. La seguridad de cada uno de sus gestos la impresionaba. Deslizó la mirada por sus hombros anchos y sus estrechas caderas, y de repente recordó las ocasiones en que lo había acariciado. Era como si todavía pudiera saborear la textura de su piel bajo los dedos, seguir la curva de su espalda y sentir la tensión de sus músculos en respuesta a su contacto.
Pero aquellos recuerdos le dolían y, suspirando profundamente, cerró los ojos con fuerza. Volvió a abrirlos justo en el momento en que Mal se volvía y atravesaba la cocina, mirándola.
Copper deseó desviar la mirada, soltar un ligero comentario y echarse a reír, pero no pudo. Estaba como hipnotizada por aquellos ojos castaños, mientras sentía el pulso acelerado del corazón latiéndole en las sienes. ¿Por qué se había quitado las gafas de sol? Sin ellas, se sentía desnuda, vulnerable. Sus propios ojos siempre habían resultado embarazosamente transparentes. Con sólo mirarlos, Mal sabría que todavía sentía un incómodo cosquilleo en las manos ante el recuerdo de su cuerpo; que durante todos aquellos años, a pesar de que él la hubiera olvidado, sus besos seguían atormentando sus sueños.
Mal le dejó la taza de té sobre la mesa y Cooper desvió la mirada con un sobresalto, azorada.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó, mirándola extrañado.
– Sí -respondió Copper, horriblemente consciente del tono histérico de su voz-. Estoy un poquito cansada, eso es todo.
Mal sacó una silla y tomó asiento frente a ella.
– No estarías tan cansada si hubieras tomado el autobús -repuso mientras servía el té en dos tazas.
Copper se irguió en su asiento, indignada. De hecho, había pensado en realizar el trayecto en autobús, pero eso habría significado cuarenta y ocho horas de viaje para llegar al pueblo más cercano… ¡lo cual no era precisamente una buena fórmula para llegar fresca como una margarita!
– ¿Ah, sí? -le espetó-. ¿Cuánto tiempo hace que no viajas en autobús?
– Hace años -reconoció Mal, esbozando una media sonrisa-. Ahora que lo dices, creo que la última vez que viajé en autobús fue cuando estuve en Europa… hace ya mucho tiempo.
«Siete años», se dijo Copper. Por un aterrador momento temió haber expresado ese pensamiento en voz alta, pero se tranquilizó al advertir que Mal seguía tomando tranquilamente su té. Parecía relajado y contenido, algo pensativo quizás, pero desde luego no parecía un hombre al que le preocupara excesivamente el pasado. ¿Cómo reaccionaría si le dijera que ella sabía exactamente cuánto tiempo había estado en Europa? Oh, sí, podría decírselo: «te recuerdo de aquel entonces. Pasamos tres días haciendo el amor en una playa». Esa sería una buena forma de impresionarlo con su actitud práctica y profesional ante la vida.
– Oh -se limitó a exclamar al fin.
Se arriesgó a lanzar otra mirada a Mal, que parecía absorto en la contemplación de su té como si estuviera reflexionando sobre un insuperable problema. Copper podía ver las arrugas de tensión que se le dibujaban alrededor de los ojos, y de pronto se preguntó si su esposa habría muerto recientemente. ¿Cómo habría sido la mujer que había compartido su vida y concebido a su hija? Inmediatamente se avergonzó de sí misma por preocuparse tanto por el pasado y por si Mal la recordaba o no. Mal tenía cosas más importantes en que pensar que en una chica a la que había conocido en una playa siete años atrás. Todo lo que tenía que hacer era olvidar aquel fugaz y mágico episodio y fingir que era una completa desconocida para él. Era fácil.
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