Pero cuando el granjero salió de las sombras que proyectaba la casa, acercándose cada vez más, Copper empezó a levantarse temblorosa, incrédula, con el corazón latiéndole acelerado. No podía ser Mal, pero lo era… ¡lo era! Nadie más tenía aquella boca y aquellos ojos castaños de mirada distante, firme y pensativa, bajo las cejas oscuras bien delineadas…
¿La recordaría Mal tan bien como ella a él? ¿O acaso se habría olvidado? Copper no sabía qué sería peor…
Bajo las alas del sombrero, Mal entrecerró los ojos al mirar a Copper, que no tuvo más remedio que apoyarse en uno de los postes de la veranda; era como si de repente sus piernas se hubieran negado a sostenerla. Llevaba unos elegantes pantalones cortos y una chaqueta de lino, la ropa que había escogido para impresionar al formidable señor Standish. Aquella mañana, en el hotel, le había parecido el atuendo ideal para proyectar una imagen práctica y elegante a la vez, pero después del largo y accidentado viaje que había tenido que hacer, se sentía sudorosa, incómoda, fuera de lugar con aquella ropa. Y su hermosa melena ondulada de color castaño, que habitualmente lucía un corte impecable, presentaba en aquel momento un triste aspecto, sucia de polvo.
Demasiado consciente de su propia apariencia, Copper se alegró de que las gafas de sol le ocultaran los ojos. Tragando saliva, se las arregló para murmurar un débil saludo con una voz que apenas reconocía como suya. Antes de que Mal tuviera oportunidad para replicar algo, Megan ya se había levantado para abrazarlo:
– ¡Papá!
Copper sintió entonces que la cabeza le daba vueltas. «¿Papá?». Innumerables veces se había preguntado qué estaría haciendo Mal, pero ni una sola se lo había imaginado como padre. Pero… ¿por qué no? Ya debía de tener unos treinta y cinco años, una edad más que suficiente para tener esposa e hijos. Y sin embargo, siempre había sido un hombre tan solitario…
Resultaba difícil imaginarse a alguien tan centrado en sí mismo llevando una vida familiar, eso era todo. ¿Podía ser eso razón suficiente para que se sintiera tan impresionada, como si acabara de recibir un golpe en pleno plexo solar? Aquello no tenía nada que ver con cualquier estúpida fantasía que él hubiera podido tener acerca de permanecer leal al recuerdo de aquellos escasos días que habían pasado juntos. Ella no lo había sido, entonces, ¿por qué habría de haberlo sido él?
Mal había levantado en brazos a la niña antes de que terminara de bajar los escalones, y en ese momento le estaba diciendo:
– Creí haberte dicho que te quedaras en el cercado, donde yo pudiera verte, ¿no?
Su amonestación quedaba suavizada por la ternura con que le acarició la cabeza antes de bajarla al suelo.
Luego se dirigió a Copper, adoptando una expresión indescifrable:
– Al fin -le dijo de manera inesperada-. Te estaba esperando.
Por un instante, Copper tuvo la sensación de que, después de todo lo sucedido entre ellos, Mal se refería a que la había estado esperando durante aquellos largos siete años.
– ¿A mí? -musitó, esforzándose por no mirarlo.
Su rostro era justo como lo recordaba; relajado, tranquilo pero fuerte, de rasgos bien definidos, con unos labios que en reposo casi parecían severos, pero que en cualquier momento podían esbozar una inesperada sonrisa. Copper jamás había olvidado aquella sonrisa.
Pero en aquel momento Mal no estaba sonriendo. Los años habían dejado su huella en las arrugas que rodeaban su boca, y en sus ojos brillaba una mirada de desconfianza. Copper pensó que parecía cansado, y fue en ese mismo instante cuando recordó que la madre de Megan había muerto. No resultaba sorprendente que Mal ofreciera aquel aspecto tan huraño, tan severo.
– Llegas tarde -le estaba diciendo él, aparentemente inconsciente de la turbación que la asaltaba-. Hace por lo menos cuatro días que te espero.
¿Le había dado su padre la fecha exacta de su encuentro con ella cuando le escribió?, se preguntó asombrada Copper, pero antes de que pudiera decir algo, Megan informó a Mal tirándole de la manga de la camisa:
– Se llama Copper.
Un tenso silencio siguió a aquellas palabras. Copper pensó que, al menos, Mal debía de ser capaz de recordar su nombre. Llevaba gafas oscuras y un diferente corte de pelo, pero seguía llamándose igual.
– ¿Copper? -repitió Mal con tono inexpresivo, sin dejar de mirar a su hija.
– No es un nombre de verdad -explicó Megan-. Es un apodo.
En ese instante Mal miró a la joven, pero la expresión de sus ojos castaños resultaba inescrutable. ¿Realmente se había olvidado de ella? Cooper no pudo evitar sentir una punzada de resentimiento.
– Me llamo Caroline Copley -declaró, satisfecha de su tono de voz práctico, casi profesional; al menos había dejado de balbucear-. Esperaba encontrarme con Matthew Standish.
– Yo soy Matthew Standish -repuso Mal con tono tranquilo.
– ¿Tú? Pero… -se interrumpió, asombrada y azorada a la vez.
– ¿Pero qué? -Mal arqueó una ceja.
Copper se preguntó qué podía decirle. Difícilmente podía acusarlo de no conocer su propio nombre, y silo hacía tendría que recordarle que ya se conocían de antes. Copper tenía su orgullo, ¡y moriría antes que recordarle a un hombre que en cierta ocasión había hecho el amor con ella!
No recordaba haberle dicho su verdadero nombre, ni tampoco haberle preguntado por el suyo. Quizá él había llegado a decirle su apellido, pero si ése era el caso, no podía acordarse. Sólo recordaba el contacto firme y cálido de sus manos en su piel, y la extraña sensación de felicidad que la había asaltado cuando caminaba descalza por la arena de la playa, mientras se dirigía a su encuentro…
– ¿Pero qué? -preguntó de nuevo Mal, insistente.
No la recordaba. No lo atormentaban los recuerdos. El corazón no le latía acelerado ante el pensamiento de lo que una vez habían compartido. Simplemente seguía allí, tranquilo e impertérrito, esperando a que aquella forastera ruborizada contestara a su pregunta.
– Nada -respondió Copper. Consciente de que todavía se estaba agarrando al poste de la veranda, lo soltó precipitadamente-. Quiero decir, yo… yo esperaba encontrarme con un hombre mayor, eso es todo.
– Siento haberte decepcionado -repuso Mal con un tono en el que Copper creyó detectar cierta diversión-. Para ser sincero, yo tampoco esperaba encontrarme con alguien como tú.
Su expresión no había cambiado, y ni siquiera la sombra de una sonrisa había asomado a sus labios, pero de alguna manera Copper tuvo la sensación de que se estaba burlando de ella. Confundida, sin saber si sentirse dolida o aliviada de que Mal no la hubiera reconocido, levantó la barbilla.
– ¿Ah, sí? -exclamó casi de forma agresiva-. ¿Cómo era la persona que esperabas entonces?
Mal la observó de arriba a abajo con irritante detenimiento. Desde su ruborizado rostro, de tensa expresión detrás de sus gafas de sol, hasta su figura esbelta destacada por su elegante chaqueta de lino, sus piernas bronceadas y sus pies enfundados en sandalias de cuero, con las uñas pintadas de rojo.
– Digamos que esperaba a alguien de aspecto más… práctico -explicó al fin.
– Yo soy muy práctica -le espetó Copper, ardiendo de indignación bajo su escrutinio.
Mal no respondió nada, sino que mantuvo la mirada fija en las uñas pintadas de sus pies y la joven tuvo que dominar el impulso de esconderlos. Evidentemente, pensaba que ella era una chica de ciudad que no tenía idea alguna de cómo era la vida en el interior. Tal vez fuera una chica de ciudad, pero desde luego era una mujer muy práctica, una mujer de negocios, y ya había llegado la hora de que se comportara como tal, en lugar de seguir temblando como una colegiala. Que se hubiera encontrado con un hombre al que había conocido fugazmente hacía siete años constituía una sorpresa, una coincidencia, pero nada más.
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