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Lynsey Stevens: Volver a tus Brazos

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Lynsey Stevens Volver a tus Brazos

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Shea había quedado devastada cuando su amor de juventud la había abandonado para seguir su carrera. Alex Finlay había sido toda su vida, ¿Cómo podía culparla de haberse refugiado en su primo en busca de consuelo? Durante diez años, el pensamiento de que Shea se había casado con otro había acosado a Alex. Ahora volvía, rico y con éxito, para reunirse con la viuda. Nada parecía interponerse entre ellos excepto el secreto de Shea: Alex era el verdadero padre de su hijo. Cuando descubrió la verdad, Alex quiso formar una familia con Shea. Sólo había una cosa que se lo impedía: no podía dejar de pensar en ella como la mujer de su primo.

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– ¿Eres tú, Shea?

– Sí soy yo -subió los escalones que le faltaban, pero Alex llegó antes que ella.

– Y ha traído un invitado -dijo él cuando su tía abrió la puerta.

– ¡Alex!

Norah se llevó la mano a la garganta de la sorpresa y dirigió una rápida mirada de asombro a Shea.

– Hola, Norah.

Entonces Norah arrugó los ojos al sonreír.

– Alex -repitió con suavidad mientras abría los brazos para darle la bienvenida.

Alex se arrojó a ellos, la levantó del suelo y le dio vueltas en el aire antes de volver a posarla.

– Me preguntaba si me reconocerías después de tanto tiempo. O si querrías hacerlo.

– Como si pudiera evitarlo -le regañó ella-. Te conozco desde hace demasiados años como para olvidarme de tu cara ahora -le dio una palmada en la mejilla y lo miró a los ojos-. Pero, Alex. ¡Has cambiado!

– Era de esperar, ¿no te parece? -Alex soltó una suave carcajada-, pero espero que no estés frunciendo el ceño porque creas que he cambiado para peor.

– No, por supuesto que no. Ese aspecto tuyo todavía podría encantar a los pájaros para hacerlos salir de los árboles.

La sonrisa de Alex se ensanchó y las arrugas de sus labios se profundizaron. Norah no podría haber dicho mayor verdad. Otras chicas habían sucumbido, ella lo sabía. Pero ella era la que más se había enamorado.

– Me alivia oír eso -bromeó Alex-, porque uno nunca sabe cuándo va a necesitar que los pájaros salgan de los árboles.

Norah y Alex se rieron con naturalidad y, de alguna manera, ya habían entrado al pasillo, dirigiéndose a la cocina en vez de al salón, donde normalmente recibían a los invitados. Pero Alex era de la familia. Como si nunca hubiera estado fuera, pensó Shea con una punzada de irritación.

Norah se sentó en su silla favorita y Alex miró a Shea, esperando a que se sentara antes de hacerlo él.

– Creo que prepararé un poco de café, ¿qué os parece? -preguntó con rapidez.

– Para decirte la verdad, me muero por una taza de café -dijo Alex amistoso-. No he probado uno bueno desde que me fui.

– Acabo de preparar una cafetera.

Norah hizo un amago de levantarse, pero Shea le hizo un gesto para que siguiera donde estaba.

– No, tú siéntate y habla con Alex. Yo lo serviré.

Shea cruzó hasta la antigua alacena, donde Norah guardaba la porcelana de china en decorativos colgadores.

Pero no pudo evitar deslizar los ojos sobre Alex cuando se sentó a la mesa de madera. Experimentó una punzante sensación de dolor ante la naturalidad con que Alex se dirigió a aquella silla en particular. Lo había hecho así durante tanto tiempo como Shea podía recordar.

Hasta que se había ido. Shea apretó los labios. Eso no podía olvidarlo. Él la había traicionado.

Intentó no escuchar las preguntas de Norah acerca del vuelo y de su padre y madrastra. No podía escuchar el tono tranquilo de Alex cuando deseaba abofetearle.

De forma automática, posó las tazas en la mesa, el azucarero y la jarra de la leche junto con un plato de las galletas caseras de Norah… A Alex también le encantaban…

– ¿No vas a sentarte, Shea?

– Sí, por supuesto. Pero me tendréis que disculpar un momento. Tengo que ir al… baño -murmuró antes de salir.

En cuanto llegó a la seguridad del pasillo, los pasos le fallaron e inspiró con fuerza para calmarse.

– Siento no haber venido a casa antes -le escuchó decir a Alex mientras se apoyaba contra la pared para mantener el equilibrio-. En cuanto mi padre se trasladó a Estados Unidos, perdí el contacto, aparte de alguna nota ocasional de Jamie.

– ¿Jamie te escribió? Nunca lo supe -escuchó Shea que decía Norah con sorpresa.

Bueno, ella tampoco lo había sabido y sintió ahora una profunda sorpresa de que Jamie le hubiera ocultado algo.

– En cuanto al funeral, Norah -continuó Alex-. Me llegó tu mensaje acerca del accidente y estaba a punto de volar hasta aquí, pero… surgió algo.

Shea no se quedó a escuchar nada más. Se apresuró hasta el cuarto de baño.

Así que algo había surgido como para impedir que asistiera al funeral de Jamie, que había sido más que un hermano para él. Sin duda, algún asunto importante de negocios, pensó con amargura. ¿Cómo podría ser de otra forma? Alex no había cambiado. Sólo había estado interesado en sí mismo hacía once años y ahora seguía igual.

Automáticamente se salpicó la cara con agua ría y se secó. Su reflejo, la cara limpia de maquillaje, le devolvió la mirada sobre el lavabo y acentuó el fruncimiento de ceño.

Se frotó la leve arruga entre los ojos. Parecía… bueno, parecía tener los veintiocho años que tenía y quizá más. Definitivamente ya no era la ingenua adolescente que Alex había dejado atrás. El no podría dejar de apreciar la diferencia.

Shea se removió agitada, colgó la toalla y alcanzó el cepillo. ¿Importaba lo que pensara Alex Finlay?, se preguntó a sí misma despectiva.

Desató la goma de la coleta y empezó a cepillarse desde la raíz. Después volvió a atarla y se frotó las sienes.

Ya no había nada que la retuviera para no reunirse con su suegra y su invitado, así que salió al pasillo. Sin embargo, vaciló de nuevo al oír las palabras de Norah.

– ¿Y está Patti contigo?

– No -pensó que le había oído a Alex suspirar-. Nos divorciamos. Simplemente no funcionó.

– Siento oír eso, Alex -dijo Norah con suavidad.

A Shea se le puso todo el cuerpo rígido ante la bomba que había soltado Alex.

– Patti y yo no debimos casarnos nunca -estaba diciendo Alex.

– Eso es fácil de decir una vez que ha pasado -dijo Norah con simpatía.

– Supongo que sí.

Comprendiendo que había estado conteniendo el aliento, Shea exhaló y el pecho le dolió.

– Nuestro matrimonio apenas duró un año. Nos divorciamos por fin hace un par de años y Patti se ha vuelto a casar. Ahora parece ser lo suficiente feliz -la silla crujió cuando Alex se movió-. Es así como ocurren las cosas a veces.

– Supongo que sí -se compadeció Norah-, pero creo que es triste que se rompan los matrimonios. Y parece darse muy a menudo en estos tiempos.

Alex hizo un comentario banal mientras Norah seguía con su diatriba acerca de los fenómenos modernos y Shea intentaba analizar sus propios sentimientos sobre la revelación de Alex.

Así que el matrimonio de Alex y Patti no había durado. Shea podía recordar con toda viveza la devastación que había experimentado cuando el padre de Alex le había contado que su hijo se había prometido con la hija de Joe Rosten. Y la pena de tener que aparentar ante todo el mundo que no significaba nada para ella, porque entonces ya era una mujer felizmente casada.

Donald Finlay se había ido a Estados Unidos para asistir a la boda de su hijo y, cuando volvió más adelante a Byron Bay, había empaquetado sus pertenencias, había alquilado la casa y se había vuelto a América a casarse con una viuda que había conocido en la boda. Shea no había tenido noticias ni de Donald ni de Alex desde entonces. Ni Norah ni Jamie habían hablado de ellos.

Una diminuta parte dentro de ella había muerto al saber que Alex estaba casado, y sólo Jamie había sabido lo mal que le habían sentado las noticias de la boda de su primo.

Pobre Jamie. Él la había consolado, sabiendo que nunca podría sentir por él lo que había sentido por su primo, más alto, más inteligente y más atractivo. Incluso aunque ella lo había intentado con desesperación durante los seis años que había durado su matrimonio.

Bueno, no podía importarle menos que Alex estuviera casado o soltero, se dijo a sí misma antes de regresar a la cocina.

Alex se levantó en el acto, le pasó la taza de café y ella se sentó lo más lejos de él que pudo. Pero aquello fue un error de estrategia, porque ahora sólo tenía que alzar los ojos para mirarlo.

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